Dos pontífices contemporáneos a los altares

Perfiles biográficos de los dos papas del siglo XX que serán canonizados el domingo

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Dos pontífices contemporáneos a los altares [extracto]

FRANCISCO MERLOS ARROYO (TEÓLOGO PASTORALISTA MEXICANO) | Aquel 5 de julio de 2013, después de la presentación de la encíclica “a cuatro manos” Lumen fidei del papa Francisco, se anunció que el Pontífice había firmado los decretos de canonización de los papas Juan XXIII y Juan Pablo II, después se confirmó la fecha de la ceremonia y, finalmente, todos los detalles de la misa.

La ceremonia, presidida por Francisco, es en sí histórica, al elevar a los altares a dos pontífices al unísono, y más porque son testimonios muy vivos del siglo XX. Aún más, Francisco invitó al papa emérito Benedicto XVI a participar en la misa. Todo lo cual supone un verdadero acontecimiento que perdurará en las páginas más significativas del almanaque del siglo XXI.

La canonización se realiza en la Plaza de San Pedro el 27 de abril, Domingo de la Misericordia, que alude a la jornada litúrgica de la beatificación del propio Karol Wojtyla en 2011. Además de los millones de peregrinos, se anticipa la presencia de un millar de concelebrantes entre cardenales y obispos, y cientos de medios de comunicación se darán cita allí para compartir el evento con cada rincón del planeta.

¿Pero quiénes son Juan XXIII (Angelo Roncalli) y Juan Pablo II (Karol Wojtyla) para la Iglesia contemporánea?
 

Juan XXIII: El santo que realizó el Concilio Vaticano II

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Muchas plumas autorizadas han escrito sobre esta figura sobresaliente del mundo y de la Iglesia en el siglo XX. Su personalidad se agranda a medida que pasa el tiempo y se le da el lugar que le corresponde en la historia contemporánea. Cualquier homenaje que se le rinda al papa Juan XXIII es pequeño, pues, gracias a él, la Iglesia actual no ha perdido el rumbo, sigue conservando la esperanza y nutriéndose de la savia inagotable del Evangelio.

Angelo Giuseppe Roncalli estuvo siempre orgulloso de su origen campesino (Sotto il Monte). Diplomático del Vaticano en países difíciles (Bulgaria, Turquía, Grecia, Francia); pastor de una de las diócesis más antiguas de Italia (Venecia); hombre conocedor del mundo de su tiempo; historiador culto, acostumbrado a leer desde la fe el sentido profundo de los acontecimientos; persona naturalmente bondadosa y abierta a todos sin excepción alguna; leal a la Iglesia, a quien amaba con amor gozoso, nacido de su experiencia de Dios.

Quienes tuvimos la fortuna de conocerlo personalmente en los días del Concilio pudimos percibir de inmediato los rasgos más destacados de su perfil de hombre creyente y de pastor sabio e inteligente.

El ‘Papa bueno’

Hombre contemplativo henchido de humanidad, cuya pasión lo llevaba a ver en cada hombre y en cada mujer una huella imborrable de lo divino, su contemplación no era la pasiva inactividad de quien se refugia en lo religioso, sino de quien sale al encuentro de la gente para descubrir en ella los signos de la presencia inequívoca de Dios. Hombre lleno de sabiduría surgida de su obediencia incondicional al Espíritu, que lo hacía comportarse buscando lo que es grato a los ojos de Dios, y viviendo permanentemente en la rectitud del corazón.

Su sabiduría interpelaba aun a quienes se resistían a aceptar las sendas misteriosas del Señor. Profeta intrépido y audaz, cuya gran ilusión era defender y proclamar los derechos de Dios en los derechos del Pueblo, como algo que nunca se puede negociar. El hombre lleno de ternura, sus entrañas de misericordia se reflejaban en su rostro compasivo de buen samaritano. El Pueblo creyente y no creyente lo adivinó pronto y le dio el magnífico título de “Papa bueno”, igual que en el Evangelio llamaban “Maestro bueno” a Jesús.

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Contagiaba a todos con su humor espontáneo y su esperanza inquebrantable en la vida y en el futuro de la humanidad; sabía expresar con feliz alegría la Buena Nueva que proclamaba. Actuaba como hombre de diálogo perseverante, buscando más lo que une que lo que separa a los seres humanos. Humilde de cara a la Providencia, a quien se confiaba como “niño en brazos de su madre”; ante colaboradores de su entorno, que se consideraban superiores a él, tachándolo de inoportuno e irresponsable por atreverse a convocar un Concilio, alegaba que el Señor de la historia es Mayor que nuestros mezquinos cálculos humanos. Por eso no dudó en movilizar a las fuerzas vivas de la Iglesia, que estaba rezagada frente a los avances vertiginosos del mundo.

Entre los pontífices que sirvieron a la Iglesia desde la segunda mitad del siglo XX, sin lugar a dudas, la figura de Juan XXIII sobresale no solo por su personalidad profundamente evangélica, su clarividencia histórica, su talante humanista y su apertura al mundo contemporáneo, sino, sobre todo, por su genialidad profética, que tuvo la osadía de convocar el Concilio Vaticano II, el cual estaría irreversiblemente ligado a su persona. En apenas cinco años de pontificado (1958-1963), realizó el acontecimiento eclesial más influyente del siglo pasado, el cual tendría repercusiones de alcance insospechado dentro y fuera de la Iglesia en las siguientes décadas.

La figura del papa Juan es hilo conductor para entender el Concilio con profundidad. En efecto, todo lo que se venía madurando desde principios de siglo (investigaciones, malestares, iniciativas…) encontró en él una amplia acogida, que abrió cauces para que la comunidad cristiana pudiera ser la Iglesia de rostro nuevo que él soñaba desde su llegada a la sede apostólica. La clave de su proyecto conciliar residiría en la famosa palabra aggiornamento”, es decir, en la renovación de todo lo que había envejecido en la Iglesia y era insostenible.

Oposición de la Curia

Juan XXIII hizo el anuncio profético del Concilio acompañado de no poco escepticismo, unido a la incertidumbre e inexperiencia para celebrar concilios en la era de los viajes interplanetarios. Existía, además, desde el inicio, la oposición del ala conservadora, comandada por la Curia romana, que no estaba dispuesta a aceptar las exigencias de un concilio, ni a secundar los cambios que pediría.

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Con su personalidad evangélica restableció el diálogo con los grandes interlocutores de la Iglesia: mundo, sociedad, historia, cultura, religiones cristianas y no cristianas, no creyentes. Hablaba sin someter. Cuestionaba sin ofender. Argumentaba sin violentar. Enseñaba sin imponer. Proponía sus convicciones sin subestimar a nadie.

Sonreía y compartía su humor sin frivolidad. Comunicaba su verdad sin arrogancia. Solicitaba acogida al magisterio sin prepotencia. En fin, al entablar su diálogo, era firme sin ser tirano, y misericordioso sin ser cómplice. Por eso, no es de extrañar que el mundo pronto encontrara en él a un auténtico “Evangelio viviente”.

El espíritu de libertad y esperanza, alentado por la prudente sabiduría de este cristiano singular, demostró al mundo su calidad humana y espiritual. De ese ser humano nació el Vaticano II. Pero, en última instancia, nació de la sabiduría del Espíritu de Dios, que inundó al papa Juan, haciéndolo el mediador privilegiado y obediente entre Dios y su Pueblo, cuando se requerían decisiones audaces. Por eso, san Juan XXIII será de aquella estirpe de hombres que dedicaron su vida a mostrar la más pura esencia del Evangelio.

La Iglesia se engalana contando entre sus santos al ilustre campesino que quiso llamarse Juan, como el Bautista, que también era experto en “preparar los caminos del Señor”.
 

Juan Pablo II: “Todos los caminos de la Iglesia conducen al hombre”

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Su amor hacia la persona liberada por Cristo, la experiencia dolorosa de su país sometido a ideologías extranjeras y su probada fidelidad a la Iglesia católica fueron la brújula que condujo la existencia del papa Juan Pablo II.

Karol Wojtyla fue estudiante de literatura, poeta, políglota y deportista. Profesor universitario de ética; joven obispo de la diócesis polaca de Cracovia; padre conciliar, testigo de los debates de una asamblea que quería dar a la Iglesia un rostro diferente; incansable defensor de la libertad religiosa de su pueblo; férreo opositor al sistema socialista, cuando pretendía asfixiar los derechos de Dios y de la Iglesia.

Al ser elegido papa, rebosaba tal energía que muchos se sintieron reconfortados por la seguridad que emanaba de su persona. Su primera encíclica Redemptor hominis (el Redentor del hombre) da cuenta de las grandes pasiones de este Pontífice: el ser humano, su libertad inviolable y la Iglesia de Jesús, que quiere servir a todo hombre. De hecho, el documento marca e inspira todo su pontificado.

Desde su acceso a la Sede Apostólica, quiso vivir la dimensión misionera de la Iglesia a escala universal. Incluso haciéndose presente personalmente, a través de sus numerosos viajes, en muchos pueblos del planeta. Todo con la ilusión de llevar el Evangelio hasta los últimos confines del mundo: conviviendo, compartiendo, enseñando y ofreciendo la Buena Nueva de Jesús, como único camino que la Iglesia ofrece para llegar a la plenitud de la vida.

Su visión universalista de la Iglesia lo impulsaba a ir al encuentro de las culturas para crear espacios de solidaridad. Sus frecuentes contactos con los pueblos de la tierra lo llevaron a adquirir un verdadero liderazgo mundial. Era referente obligado por su influencia política y religiosa que fluía de su persona y de su palabra.

Su amor a la Iglesia lo condujo a intentar en ella reformas, para detener las supuestas o reales desviaciones, debidas a las insuficientes interpretaciones del Concilio Vaticano II.

Frutos conciliares

Pretendió puntualizar, con sus abundantísimas enseñanzas, los más variados temas teológicos, éticos, jurídicos, disciplinares, sociales, espirituales, pastorales, para embellecer el rostro de la Iglesia y restaurar el espíritu del Concilio. Afirmaba que, entre los mejores frutos conciliares, estaban la reforma de los libros litúrgicos, el nuevo Código de Derecho Canónico y el Catecismo de la Iglesia Católica. Su legítimo deseo de guardar intacto el Depositum Fidei era percibido como una de sus mayores preocupaciones y tareas.

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Como hombre del siglo XX, tuvo una gran sensibilidad al uso de los medios masivos de comunicación. Reconocía su gran potencial para anunciar la Buena Nueva; pero también asumía los riesgos que convertían el hecho religioso en un artículo más de consumo, según la ideología que impera en esos medios electrónicos de masas. A través del uso habitual de los recursos mediáticos, desplegaba una gran habilidad para convocar multitudes, que lo aclamaban frenéticamente y eran seducidas por su carisma personal. Sus múltiples viajes, dentro y fuera de Italia, se dan en este contexto. El papa Juan Pablo II mostró en todo momento un cariño sorprendente hacia cada uno de los pueblos que tuvo ocasión de visitar en los cinco continentes.

Sin embargo, en su largo pontificado (1978-2005), experimentó también algunos malestares que lo hicieron sufrir enormemente. Tuvo que sortear tiempos difíciles, marcados por el imparable pluralismo dentro y fuera de la Iglesia; pluralismo que, a menudo, lo desconcertaba, pues tendía a equipararlo con la disidencia y no con la legítima libertad para la sana búsqueda de la verdad.

Entró en desacuerdo con corrientes de pensamiento teológico y personalidades proféticas de la Iglesia en varios continentes. El espíritu renovador del Concilio Vaticano II se detuvo en una especie de paréntesis, en aras de la unidad deseada. La reforma de la Curia romana, tarea urgente del Concilio desde Pablo VI, quedaba pendiente, sabiendo que de allí dependían cosas importantes para la vida de la Iglesia.

Un perfil nuevo que vivió en su pontificado fue la experiencia que vivió por el atentado sufrido. Esto dio un viraje significativo a la manera de ejercer su ministerio pastoral. Se sintió asombrado por la magnitud del hecho, pero brilló con su ejemplo público de perdón cristiano a su agresor. Esta etapa de su servicio a la Iglesia reveló al mundo su inmensa capacidad de sufrimiento, a tal grado que muchos comenzaron a verlo como “icono contemporáneo del dolor humano”.

Al ir perdiendo progresivamente sus facultades humanas, la Iglesia lo contemplaba como un insigne obrero, fatigado por anunciar el Evangelio “a tiempo y a destiempo”; pero también seguía creyendo que el Espíritu guiaba a su Iglesia, confiada a las frágiles manos de Karol Wojtyla, un hombre que vino del Este europeo para llamarse Juan Pablo II.

El papa Francisco reza ante las tumbas de Juan Pablo II y Juan XXIII:

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En el nº 2.891 de Vida Nueva.
 

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