Letanía pascual por las cruces del mundo

En su segunda Semana Santa, Francisco clama por la paz, la dignidad y la justicia

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Letanía pascual por las cruces del mundo [extracto]

ANTONIO PELAYO (ROMA) | Como si de una metáfora atmosférica se tratase, el Sábado Santo por la noche descargó sobre la ciudad de Roma una imponente tormenta; durante horas llovió, relampagueó y tronó con inusitada fuerza. Al alba, ya se vio, sin embargo, que la mañana del Domingo de Pascua iba a ser muy distinta: el sol despuntó radiante en el horizonte y así se mantuvo durante toda la jornada. Los millares de flores, plantas y arbustos –traídos de Holanda– que adornaban la Plaza de San Pedro mostraban una frescura casi insultante.

Apenas abierta al público, la plaza comenzó a llenarse rápidamente, de manera que cuando, al filo de las diez de la mañana, el papa Francisco hizo su entrada ya eran más de 100.000 los fieles presentes; en el curso de la celebración la cifra fue aumentando hasta llegar, antes de la bendición Urbi et Orbi, a 150.000 o incluso los 200.000, como apuntaron algunas fuentes periodísticas.

Con el canto del Surrexit Dominus y la presentación del bellísimo icono del Santísimo Salvador dio comienzo la celebración; en el curso de la misma se dio también lectura al Evangelio en lengua griega, para significar lo que Juan Pablo II llamó el “doble pulmón de la Iglesia, occidental y oriental”.

Al no haber homilía, la Eucaristía finalizó en torno a las once y media de la mañana; espacio de tiempo que Bergoglio aprovechó para hacer su tradicional recorrido por la plaza en su jeep descapotable, despertando el entusiasmo de siempre. A las doce en punto se asomó al balcón de la loggia central de la basílica para dar lectura al tradicional mensaje pascual, que inició así:

En Jesús el amor ha vencido al odio, la misericordia al pecado, el bien al mal, la verdad a la mentira, la vida a la muerte (…)
El amor es más fuerte, el amor da vida, el amor hace florecer el desierto.

 

Contra los “inmensos derroches”

La segunda parte fue una oración al Señor Resucitado, pidiendo su intercesión ante los problemas del mundo actual: “Ayúdanos a derrotar el flagelo del hambre, agravado por los conflictos y los inmensos derroches de los que a menudo somos cómplices”. Después de esta frase (la más citada por los medios), prosiguió en estos términos:

Haznos disponibles para proteger a los indefensos, especialmente a los niños, a las mujeres y a los ancianos, a veces sometidos a la explotación y al abandono.
Haz que podamos curar a los hermanos afectados por la epidemia de ébola en Guinea, Sierra Leona y Liberia, y a aquellos que padecen tantas otras enfermedades que también se difunden a causa de la incuria y de la extrema pobreza.
Consuela a todos los que hoy no pueden celebrar la Pascua con sus seres queridos por haber sido injustamente arrancados de su afecto, como tantas personas, sacerdotes y laicos, secuestradas en diferentes partes del mundo.

“Conforta –abundó en su letanía– a quienes han dejado su propia tierra para emigrar a lugares donde poder esperar un futuro mejor, vivir su vida con dignidad y muchas veces profesar libremente su fe. Te rogamos, Jesús glorioso, que cesen todas las guerras, toda hostilidad, pequeña o grande, antigua o reciente”. Pasando de lo general a lo más concreto, el Pontífice dijo:

Te pedimos por la amada Siria: que cuantos sufren las consecuencias del conflicto puedan recibir la ayuda humanitaria necesaria; que las partes en causa dejen de usar la fuerza para sembrar muerte, sobre todo en la población inerme, y tengan la audacia de negociar la paz, tan anhelada desde hace tanto tiempo.
Te rogamos que consueles a las víctimas de la violencia fratricida en Irak y sostengas las esperanzas que suscitan la reanudación de las negociaciones entre israelíes y palestinos.
Te invocamos para que se ponga fin a los enfrentamientos en la República Centroafricana, se detengan los atroces ataques terroristas en algunas partes de Nigeria y la violencia en Sudán del Sur.

“Y te pedimos –no podía faltar en los labios del primer Papa latinoamericano de la historia esta petición– por Venezuela, para que los ánimos se encaminen hacia la reconciliación y la concordia fraterna”.

El sábado por la noche, mientras fuera arreciaba la tormenta, dentro de la basílica de San Pedro tuvo lugar la Vigilia Pascual. Esta vez fueron diez los catecúmenos que recibieron de manos del Santo Padre los sacramentos del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. Cinco italianos y otros cinco precedentes de Bielorrusia, Senegal, Líbano, Francia y Vietnam, con edades que oscilaban desde los siete a los 58 años.
 

Volver a Galilea

En su homilía, Bergoglio glosó el mandato del Resucitado a sus discípulos de que fuesen a Galilea:

Es el lugar de la primera llamada, donde todo empezó (…). Volver a Galilea quiere decir releer todo a partir de la Cruz y de la victoria, sin miedo (…). También para cada uno de nosotros hay una Galilea, el comienzo del camino con Jesús”. Algo que el Papa explicó así:

Significa para nosotros redescubrir nuestro Bautismo como fuente viva,
sacar energías nuevas de la raíz de nuestra fe y de nuestra experiencia cristiana.
Volver a Galilea significa, sobre todo, volver allí, a ese punto incandescente en que la gracia de Dios me tocó al comienzo del camino.

Junto a la bendición pascual Urbi et Orbi, el Vía Crucis del Viernes Santo en el Coliseo es uno de los momentos de la Semana Santa romana retransmitidos a todo el mundo a través de los circuitos de Eurovisión. Al esplendor visual se añadía este año el interés que suscitaban las meditaciones que el Papa había encargado al obispo de Campobasso-Bojano. Giancarlo Maria Bregantini, de 65 años, es un prelado batallador que se ha distinguido por su oposición a la mafia de la N’drangheta, que, cuando era obispo de Locri, lo amenazó de muerte, pese a lo cual rechazó la escolta policial que le ofreció el Gobierno.

Los textos, que fueron leídos por la actriz Virna Lisi y por el locutor de Radio Vaticano Orazio W. Coklite, reflejan las “cruces” del mundo y de la sociedad contemporánea:

Todas las injusticias que ha producido la crisis económica con sus graves consecuencias sociales (precariedad, paro, despidos), el dinero que gobierna en vez de servir, la especulación financiera, los suicidios de los empresarios, la corrupción, la usura, las empresas que abandonan el país…

Todas configuran el peso de la cruz que Jesús carga sobre sus hombros camino del Calvario. La fragilidad que le hace caer se transforma en acogida “y nos da la fuerza de no cerrar la puerta a quien llama a nuestras casas pidiendo dignidad y patria. Conscientes de nuestra fragilidad, acogeremos entre nosotros la fragilidad de los emigrantes, para que encuentren seguridad y esperanza”.

El Cireneo prefigura el voluntariado, la fraternidad que se muestra “en una noche de hospital, en un préstamo sin intereses, en una lágrima enjugada en familia, en la gratuidad sincera, en el compromiso en favor del bien común, en la condivisión del pan y del trabajo, venciendo toda forma de celos y de envidias”. Bregantini evocó también

La amarga experiencia de los detenidos en todas las cárceles, con sus deshumanizadas contradicciones (…)
Los absurdos de la burocracia, la lentitud de la justicia (…)
La práctica de la tortura, desgraciadamente difundida en diversas partes del mundo con múltiples formas.

A lo largo de las catorces estaciones, la cruz fue llevada, además de por el cardenal Agostino Vallini, vicario papal para la Diócesis de Roma, por emigrantes, gentes sin hogar, parados, encarcelados, enfermos y ancianos.

Finalizada la procesión, Francisco tomó la palabra para afirmar:

En la Cruz vemos la monstruosidad del hombre cuando se deja guiar por el mal y por el pecado, todas las injusticias cometidas por los caínes, la vanidad de los poderosos y la arrogancia de los falsos amigos, pero también vemos la inmensidad de la misericordia de Dios.

Pocas horas antes, el Santo Padre presidió en la basílica el solemne rito de la adoración de la Cruz, cuyo momento más emocionante fue cuando, revestido de rojo, se tumbó en el suelo durante largos minutos para orar.

Como prevé la tradición litúrgica, la homilía estuvo a cargo del predicador de la Casa Pontificia. Según el capuchino Raniero Cantalamessa:

El mayor pecado de Judas no fue haber traicionado a Cristo, sino haber dudado de su misericordia.
Si lo hemos imitado, quien más quien menos en la traición –añadió–, no lo imitemos en esta falta suya de confianza en el perdón.

La alegría del sacerdote

Así, en nuestro camino a la inversa por la Semana Santa del Papa, llegamos a la festividad del Jueves Santo, con su doble celebración: la misa crismal, que el obispo de Roma concelebró con su clero en la basílica vaticana, y la misa in coena Domini, que Bergoglio quiso reservar al Centro Santa María de la Providencia, que mantiene abierta en la periferia de Roma la obra del beato Carlo Gnocchi.

Alrededor de 1.700 sacerdotes, 40 cardenales y numerosos arzobispos y obispos renovaron ante el Papa las promesas que hicieron el día de su ordenación sacerdotal. Entre los concelebrantes se encontraba el secretario de Estado, Pietro Parolin.

En su homilía, comentando la institución del sacerdocio, Francisco sintetizó en una frase lapidaria la misión de los curas: “Ungidos con el óleo de la alegría para ungir con el óleo de la alegría (…). Una alegría que fluye solo cuando el pastor está en medio de su grey”.

Luego añadió que esa alegría va acompañada por tres hermanas, que son la pobreza, la fidelidad y la obediencia. Finalizada la misa, el Papa se dirigió a la casa del sustituto de la Secretaría de Estado, Angelo Becciu, para almorzar en su compañía y en la de una decena de sacerdotes romanos.

A las cinco de la tarde de ese mismo día, el Pontífice salió del Vaticano para dirigirse a Casal del Marmo, en la periferia de Roma, donde le esperaban varios centenares de enfermos afectados por patologías neuromotoras (tetrapléjicos, discapacitados, etc) o cerebrales con sus familiares, así como médicos, personal asistente y voluntarios.

Una comunidad que le esperaba con trepidación y emoción. La celebración eucarística fue de una sencillez y una autenticidad desarmantes; tanto que el Papa dio de lado la homilía preparada y habló improvisando, pero no lo hizo durante más de cuatro minutos: “Debemos ser servidores los unos de los otros”, fue su idea fundamental. Que perfiló así:

Esta es la herencia que nos deja Jesús. Él hace este gesto de lavar los pies, que es un gesto simbólico: Lo realizaban los esclavos, los siervos a los comensales que vienen a comer y a cenar, porque en aquellos tiempos las calles estaban llenas de polvo y de tierra y, al entrar en casa, era necesario lavarse los pies. Y Jesús hace ese gesto de esclavo, de siervo, y nos lo deja como herencia.

Dicho y hecho. Bergoglio se despojó de la casulla, se ciñó un delantal y, con la ayuda de los ceremonieros, se arrodilló, lavó, secó y besó los pies de doce residentes –ocho hombres, uno de ellos musulmán, y cuatro mujeres–, a los que miró a la cara sonriéndoles.
 
En el nº 2.891 de Vida Nueva
 

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