La vida religiosa como signo de Cristo

De regreso a la integridad del cristianismo primitivo

 

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“La vida cristiana primitiva, sin dejar el mundo ni la ciudad, supo dar testimonio de Cristo con su comportamiento, que impregnaba el mundo con el fermento evangélico” (Codina y Zeballos, 1987, p. 22). Este testimonio implicaba una vida comprometida hasta el extremo, hasta el martirio si era necesario, siendo lo más alto de la opción por Cristo y su mensaje. Ser cristiano en los primeros siglos fue un compromiso vital. La misión era dar testimonio de fidelidad a Cristo.

Al finalizar las persecuciones a los cristianos, se establecieron unas condiciones diferentes para el seguimiento de Cristo. El seguimiento cambió radicalmente en los inicios del siglo IV, cuando se transformaron las circunstancias históricas que vivían los cristianos. De una Iglesia perseguida, bañada por la sangre de los mártires, se pasó a una Iglesia aceptada; de una Iglesia vetada, se pasó a una Iglesia oficial. Lo anterior afectó la vivencia de la fe cristiana, los cristianos dejaron, en su gran mayoría, de ser signo de Cristo.

Sin embargo, “hubo Cristianos que desearon vivir la integridad del cristianismo de forma más radical y, añorando la tensión del martirio, abandonaron las ciudades y las facilidades de una Iglesia establecida y corrieron a las ardientes arenas del desierto” (Codina y Zeballos, 1987, p. 24). Nació así la forma más primitiva de la vida religiosa: la monástica, como nueva forma de martirio, es decir, como vida encargada de testimoniar una opción cristiana radical e innegociable.

Una denuncia

Históricamente, no sólo en los orígenes sino también en su desarrollo, la vida religiosa ha estado asociada a crisis sociales y eclesiales. Al acercarse al Concilio Vaticano II, la Iglesia le pide a la vida consagrada una renovación, y lo hace con llamados muy específicos: volver al Evangelio y al carisma fundacional, apertura a los movimientos renovadores de la Iglesia de hoy, apertura a los signos de los tiempos y una profunda renovación espiritual. La gran mayoría de comunidades e institutos religiosos hicieron un profundo ejercicio de reflexión.

Se evaluaron y empezaron a tomar medidas correctivas. Muchos se percataron de la realidad de nuestros pueblos y, atendiendo el llamado de la Iglesia, optaron radicalmente por los pobres, se fueron a los barrios marginados y a las zonas de misión. Nacieron, además, nuevos institutos y movimientos que, con la única intención de dar respuesta al llamado del Concilio, radicalizaron su opción por los pobres.

En este contexto se dirige una pregunta a los religiosos que hoy viven en la desesperanza: ¿cuál fue la opción de Cristo? Fue y es una opción por el ser humano, por todos los hombres y mujeres, y en especial por los marginados, entre ellos los pobres, en toda la extensión de su condición humana y en su carencia de amor y de fraternidad. No se puede ser signos de Cristo cuando se opta por unos y se rechaza a otros. La ruta es enriquecer sus corazones.

La tarea: ¿testigos de qué?

Mirar a Cristo es mirar al ser humano y esto implica que ser humanos es ser otros “cristos”. Sin embargo, a veces los religiosos y religiosas no posibilitan ver el rostro de Dios. No abrazamos, no sonreímos, no acogemos, no compartimos las historias de quienes se acercan, no los escuchamos; estamos tan ocupados en nuestros asuntos… Los religiosos y religiosas deben ser testigos de Cristo, con sabor humano. Es preciso eliminar las barreras que impiden vivenciar el amor que Cristo enseñó con su vida.

Ese es el testimonio que tenemos que entregar. Tenemos que ser el abrazo del Padre y no el juicio del hermano mayor (Lc 15, 11 y ss), ser el beso, la compasión (Mt 9, 35-38), la mirada de ternura y cariño (Mc 10, 21), el perdón y no la lapidación (Jn 8, 53 y ss); ser Cristo compartiendo el caminar del hombre, acogiendo su realidad desde nuestra realidad y dimensionando sus vidas desde la experiencia del amor infinito y misericordioso con que nos acogió el Padre.

Ser religioso no es saber sobre Cristo, es saber a Cristo, y la vida religiosa no es una agrupación de hombres y mujeres limitados, es una familia de hermanos y hermanas, de hombres y mujeres íntegros, en proyecto permanente, y capaces de llevarles a todos su misericordia infinita.

TEXTO: Jorge Mario Naranjo M., O.C.D. FOTO: antena misionera. Referencia: Codina, V. y Zeballos, N. (1987). Vida Religiosa: historia y Teología. Colecciones Cristianismo y Sociedad. Madrid: Ediciones Paulinas.

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