Tribuna

Divertimento cultural

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Francisco Vázquez, embajador de EspañaFRANCISCO VÁZQUEZ Y VÁZQUEZ | Embajador de España

“El fervor antirreligioso que hoy sufrimos en España constituye una palmaria manifestación de la supina ignorancia imperante en amplios sectores de nuestra sociedad…”.

Ninguna de las manifestaciones artísticas del espíritu creativo del ser humano pueden explicarse sin reconocer el inmenso acervo aportado por el cristianismo a nuestros fundamentos culturales. El fervor antirreligioso que hoy sufrimos en España, además de tener en muchos casos su origen en fracasos y resentimientos personales, constituye una palmaria manifestación de la supina ignorancia imperante en amplios sectores de nuestra sociedad.

Los esfuerzos encaminados tanto a impedir la enseñanza de la Religión como a reducir al ámbito de lo privado las manifestaciones y símbolos de religiosidad atentan contra los mismos pilares de nuestra civilización, que tiene en el cristianismo la fuente inspiradora de gran parte de su talento creador.

¿Quién puede negar las emociones que en una sala de conciertos suscita el escuchar, por ejemplo, una cantata o un oratorio de Juan Sebastián Bach? La belleza de los textos cantados reproducen simplemente oraciones dedicadas a glorificar al Dios que, paradigmáticamente, algunos de los espectadores presentes consideran una superchería incómoda y anacrónica.

Un simple viaje por las carreteras españolas nos glosa los orígenes cristianos de nuestra naturaleza como nación, mejor que el más docto de los tratados. Basta con observar cómo, en las señales que jalonan los arcenes, los indicativos de pueblo y ciudad aparecen casi siempre con un dibujo que nos indica la existencia de una iglesia, un monasterio o una catedral que son dignos de visitar por su valor arquitectónico o histórico. Y, por mucho empeño que algunos pongan en negar la influencia de la Iglesia en el origen de las singularidades como pueblo, lo cierto es que templos, retablos o imágenes surgen como expresión de la fe de los moradores del lugar.ilustración de Jaime Diz para el artículo de Francisco Vázquez 2884

Una fe muchas veces nacida de la gratitud hacia el favor divino por la ayuda recibida ante una situación de riesgo o de amenaza extrema, que lleva a los lugareños a encomendarse a la protección de la Virgen o de un santo; devoción cuyo culto se mantiene generación tras generación, alimentado en nuestros días incluso por muchos de los apóstoles de la laicidad, los cuales no sufren el menor empacho por vestirse los hábitos de su hermandad o por portar las andas en las ceremonias procesionales, expresando así en público su piedad como devotos cofrades.

En puertas del quinto centenario de santa Teresa de Jesús, no viene mal el recordar cómo, en la literatura, la presencia de Dios es una constante y temas y personajes se desenvuelven en escenarios impregnados del sentido cristiano de la transcendencia y su incidencia; bien en la vida de las personas o bien en los acontecimientos que determinan la historia de las naciones. El Siglo de Oro español es el mejor refrendario del testimonio escrito de una realidad que hoy no solo se intenta arrumbar, sino que, incomprensiblemente, se busca ignorar o incluso negar, a pesar de las desastrosas consecuencias que estas necedades acarrean.

Nada puede producir en nuestro espíritu tanta melancolía como el observar en las salas de un museo a un grupo de escolares atentos a las explicaciones de su maestro y percibir que desconocen el significado de la iconografía de lo representado en las pinturas clásicas que reproducen escenas bíblicas. Ni en el colegio ni, por desgracia, en sus casas, nadie les ha enseñado historia sagrada, por considerarse que su estudio es innecesario académicamente, amén de interpretarse como una coacción contra su libertad. Consiguientemente, nuestros estudiantes, cuando en un lienzo contemplan a un joven sosteniendo en su mano una cabeza decapitada, al desconocer la historia de David y Goliat, pueden pensar que el personaje es un émulo de Conan, el bárbaro.

Sirva este ejercicio de mera deleitación intelectual como sencillo recordatorio de que no cabe mayor sectarismo que negar lo evidente.

En el nº 2.884 de Vida Nueva