Los 96 años de las Siervas de Cristo Sacerdote

Han combinado el servicio a los más pobres con el apoyo a los sacerdotes

 

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Cuando la religiosa abrió la puerta que daba a la calle, allí estaban: Vicentica, Toña, Rosa, Eduviges. Las otras no alcanzaron a dar el nombre porque pasaron de prisa hacia su casa.

Todas las tardes sucedía así: después de pasar todo el día en sus trabajos o pidiendo limosna en la puerta de las iglesias, llegaban a esta vieja casona del barrio Las Cruces, al sur de Bogotá, en donde habían constituido una familia. Todas eran mayores de 60 años, mujeres solas, abandonadas por sus familias, por sus compañeros o por sus hijos, o sobrevivientes de familias extinguidas. Solían dormir en las aceras o en las bancas de los parques o en las bancas de las iglesias, bajo las heladas ventiscas bogotanas. Alguna vez la prensa se había conmovido: habían encontrado a una de estas viejecitas muerta en una acera, agarrotada por el frío. Así pasó hasta que Margarita Fonseca, con sus Siervas de Cristo Sacerdote, les abrió este refugio.

Al principio fue para que pasaran la noche, después la sabia intuición de Margarita y sus hermanas amplió los servicios. Vicentica y sus amigas fueron a su dormitorio y descargaron sus atados en donde traían algún vestido, una pomada, retratos amarillentos, botones, pañuelos, un espejo, algún atado de papeles y un atadito de monedas. Veo a una de ellas abrir su envoltorio en busca de una barra de jabón de tierra; la encuentra, deja el joto sobre la almohada y sale para los lavaderos con su paquete de ropa sucia. Otras, mientras tanto, han encendido sus fogones. Tienen la opción o de recibir la comida que les sirven a las 5:30 en el comedor o de cocinar sus propios alimentos.

La religiosa que me acompaña, una joven inteligente y alegre, me explica que las ancianas se sienten en su propia casa si tienen fogón, lavadero, banquitos donde se sientan a conversar y una cama que destienden para dormir y tienden al levantarse. Al desayuno seguirán la misma rutina de la comida y después se irán a la calle: unas a mendigar, otras a barrer oficinas o las calles o a hacer mandados a las familias, y otras, a cargar bultos en el mercado. Saber que no son carga para nadie, que a pesar de sus años ganan para comer, les da dignidad y alegría.

Pared de por medio, funcionaba entonces el noviciado de la comunidad; esto hace casi cincuenta años, cuando el periodista escribía una crónica sobre Emaus, el hogar de las mendigas. Once años antes habían adoptado su actual forma canónica que hacía real el sueño de Margarita Fonseca, la fundadora de la comunidad. Ella había escrito: “Las personas que se alisten a esta familia religiosa han de tener por único y principal fin el bien de las almas de los pobres, el cual deben procurar por cuantos medios estén a su alcance, siendo el primero y principal la oración. Rogarán con instancia al Divino Redentor, que descargue sobre ellas los castigos que merecen los pecadores y en cambio conceda gracias eficaces para los sacerdotes y misioneros, predicadores y confesores, para que trabajen con fruto en la conversión de los pecadores” (Primeros escritos de M. Margarita).

Y así ha ocurrido durante la vida de la comunidad. Han combinado el servicio a los más pobres con el apoyo a los sacerdotes, una combinación que suena exótica pero que ellas encuentran normal y ajustada a la lógica del Evangelio.

Hoy constituyen un instituto religioso de derecho pontificio que glorifica el sacerdocio de Cristo y al mismo tiempo buscan la dignificación de los pobres y marginados, los de la periferia, según el lenguaje del papa Francisco.

Esa preferencia por los pobres y marginados fue la que las reunió cuando con el nombre de Asociación de Mujeres de la Caridad nacieron el 21 de noviembre de 1918 y es característica esencial del carisma que hoy las mantiene en Italia, Perú, Ecuador y en Colombia y que identifica a las 120 religiosas de la comunidad en el mundo.

Imposible que la madre Margarita Fonseca, o la madre Manuelita, o la madre Angélica, el trío de fundadoras, hubieran podido prever que ese carisma es el que el papa Francisco invoca como la clave de la renovación de la Iglesia; sin saberlo, pero con esa intuición propia de quienes viven dóciles al soplo del Espíritu, siempre han sido las siervas de Cristo Sacerdote, un aire renovador en la Iglesia.

TEXTO: JDR. FOTOS: SCS

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