La Iglesia como chivo expiatorio

Rafael de Brigard Merchán, Pbro

 

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La mayoría de las discusiones y polémicas públicas y privadas suelen caracterizarse porque se expone, digamos, la mitad de la verdad y la otra mitad se oculta cuidadosamente. Generalmente la verdad expuesta sirve para criticar y tratar de derrumbar al contrincante. La no expuesta protege al protagonista para que no se conozcan los verdaderos motivos de su posición conceptual o pasional, que es la más usual la mayoría de las veces.  Y esto es particularmente cierto cuando se trata de criticar a la Iglesia bien sea como institución, como maestra de la fe, como representante de unos determinados valores.

En la experiencia de la vida nos vamos encontrando infinidad de personas que se oponen a la Iglesia o la rechazan parcial o totalmente. Y también nos vamos encontrando que muchas de sus posiciones contrarias a la Iglesia obedecen con sorprendente frecuencia, en el fondo, a situaciones de conflictos personales no resueltos, pero proyectados ferozmente en la Iglesia, descargando sobre ella, como chivo expiatorio, una violencia que difícilmente se emplearía contra otras personas o instituciones. Resulta ser esta institución religiosa, entonces, la culpable de todo y por eso hay que irse con todos los músculos contra ella. Los chivos expiatorios siempre han servido como solución momentánea de situaciones que tarde o temprano volverán a surgir con toda su complejidad.

La Iglesia sabe que se le ataca muchas veces desde esta forma distorsionada de ver las cosas y por eso es más paciente que otra cosa. Alberga, sin embargo, la esperanza de que sus contrincantes lleguen a un momento de lucidez y de cansancio en el ataque, para entrar en una conversación, en un encuentro, en una mirada cara a cara, que les permita tanto a ella como a sus opositores, ponerle el verdadero nombre a los problemas de los cuales se discute o desde los cuales se generan ataques y ofensas. Suele suceder que cuando las canas van cubriendo las sienes de las personas, incluso las más conflictivas, una cierta luz de verdad y de sinceridad ilumina el espíritu humano y esto le permite a cada persona saber en realidad y reconocer, aunque sea en voz baja, que sus conflictos existenciales eran sobre todo propios y no de otros. La Iglesia, en la vejez de cada uno de sus miembros, también vive ese proceso permanentemente.

No obstante lo anterior, cabe siempre esperar que cada persona, especialmente aquellas con turbulencias interiores, trabajen por una mayor diafanidad en sus vidas. El conflicto permanente hacia afuera es sin duda signo de conflicto hacia adentro. Y esto convertido en modo de vida es aplastante. Y en ese vivir de bronca con todo el mundo y con instituciones tan sólidas como la Iglesia, termina siendo la ya conocida pelea del caballero contra los molinos de viento. Es una pelea desigual y a veces con mucho de delirio. Pero, sobre todo, es una lid contra una institución que sueña en el cada día de su misión con ser aliada de todo hombre y toda mujer, para que sus proyectos de vida sean causa de felicidad, de armonía y, por supuesto, de encuentro con el Creador. La Iglesia difícilmente ve en alguien un enemigo. Su enemigo es el pecado y el mal, pero no las personas.

No es coincidencia que en una época tan llena de sinsentido y de propuestas tan escasas de verdadera humanidad, los hombres y las mujeres de hoy tengan tantos conflictos en su interior y que por lo mismo la búsqueda de chivos expiatorios, la Iglesia incluida casi siempre en primer lugar, sea una tendencia constante. Un acto de lucidez en ambos lados será de enorme provecho. De un lado la Iglesia, no viendo en sus contrincantes a unos enemigos, sino gran parte del género humano buscando sentido y luz. Del otro, los pelietas de oficio, no mirando a la Iglesia como un monstruo de las cavernas, sino como madre y maestra de muchas y abundantes realidades espirituales y humanas. El ideal siempre será la reconciliación, dejarse reconciliar, dice el apóstol.

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