Pilar Silva de Torres

“Siempre me pregunto qué haría Jesús en mi lugar”

 

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Con una mirada profunda y con una sonrisa en sus labios, como arrebatada por la plenitud de quien siempre ha servido a los demás, Pilar Silva de Torres se describe a sus 75 años como “una viejita que trata de hacer lo que tiene que hacer cada día”. Permanentemente, hasta el día de hoy, se pregunta “¿qué haría Jesús en mi lugar?”.

Entre anécdotas inverosímiles y convicciones de creyente con sentido crítico, su historia de vida se teje al tenor de su formación académica y de la calidez del hogar que construyó con José Ignacio Torres, cercanos a los pastores y a teólogos que por los 70 y 80 jalonaban la teología de la liberación.

Con seguridad son pocas las personas que pueden contar, con lujo de detalles, que un día acompañó a monseñor Juan Gerardi –el mártir guatemalteco que fue asesinado en 1998– a comprar un paño para una sotana en el centro de Bogotá. O que don Samuel Ruiz –el obispo mexicano comprometido hasta su muerte con los indígenas– un día arrulló a uno de sus hijos que lloraba, mientras ella atendía a un grupo de comensales latinoamericanos, cual Martha –la hermana de María y de Lázaro– en Betania. Así ha sido su vida, una experiencia de diaconía (servicio) sin tregua que, según cuenta, ha cultivado desde su niñez.

“Tengo una herencia de servicio a la comunidad”, comenta. Su papá, Ismael Silva fue un político visionario. Su preocupación por la comunidad lo llevó a anticiparse a la “reforma agraria” y fue así como, en 1935, fundó el municipio de Silvania, en Cundinamarca.

De la familia de su mamá, Inés Aguilera-León de Silva, aprendió el servicio a la Iglesia. Aunque ella falleció cuando Pilar tan solo tenía tres años, confiesa que fue “la única huérfana que nunca se sintió huérfana” y agrega que tuvo una infancia feliz. “Mis tíos, los Aguilar Ricaute me acogieron como una hija”.

A sus 21 años, cuando se graduó como bacterióloga en la Pontificia Universidad Javeriana, afrontó la encrucijada de decidir entre hacer parte de un grupo de investigación de la Universidad Nacional o irse a vivir a Silvania para cuidar a su padre enfermo. Su corazón de hija pudo más que los ímpetus de su carrera. Fue una decisión difícil pero no titubea al considerar que “fue una oportunidad providencial para conocer y compartir más con mi padre en sus últimos años de vida”.

También su trayectoria en el campo de la fe ha estado marcada por la Divina Providencia. “Siempre he sido una persona crítica de mi fe; nunca me he comido las cosas enteras”, reconoce con honestidad. Una mañana, en los tiempos en los que se hacía preguntas sobre el sentido de sus prácticas religiosas, encontró en el periódico El Siglo una extraña publicidad sobre “clases de teología”. Entonces tomó la decisión de indagar más sobre su fe y emprendió un camino sin retorno, de la mano de algunos reconocidos mentores, como el jesuita Alfonso Llano y el capuchino Ignacio Larrañaga.

Más adelante, cuando su esposo dirigía Indo-American Press Service y los “grandes teólogos” le hacían llegar sus originales, con fines de edición y publicación, José Ignacio acudía a su “sentido común” para que le diera un concepto sobre los textos. “A él le preocupaba que los libros tuvieran un lenguaje accesibles a todos”. De sus tiempos de lectora crítica recuerda dos clásicos que le impactaron por su profundidad y claridad: Los sacramentos de la vida y la vida de los sacramentos, de Leonardo Boff, y Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente de Gustavo Gutiérrez. Al relatar sus memorias sobre Víctor Codina, Leonidas Proaño, María Agudelo, Samuel Ruiz, Juan Gerardi, Cecilio de Lora, Alejandro Londoño y toda una pléyade de pastores y teólogos latinoamericanos, no quedan dudas de que a todos los conoció cercanamente.

Pastoral de la salud

En el ejercicio de su profesión tuvo la posibilidad de trabajar con gente muy pudiente pero también con los más pobres, en el campo de la salud pública. Con el tiempo fue descubriendo que la pastoral de la salud era la mejor síntesis entre su formación académica, su experiencia de fe y su servicio desinteresado a los demás. Hasta el día de hoy –y nada parece decir que eso va cambiar– continúa activa en su servicio a la comunidad, llevando la comunión a los enfermos y colaborando como ministra extraordinaria de la Eucaristía. Está convencida de que “fomentar la comunidad en la parroquia es una prioridad”.

Haciendo un balance de su historia, dice que la clave para superar los desafíos de la vida es “la certeza absoluta de que Dios está conmigo”. Se siente feliz porque siempre se sintió amada y amó a su esposo. Hoy continúa recibiendo el amor de su familia, particularmente de sus hijos Miguel y Pilar, de quienes se siente muy orgullosa porque “siempre han buscado servir”. ¡De tal palo, tal astilla!

Texto: ÓSCAR ELIZALDE PRADA

Foto: DANIELA maría MATiZ

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