La ruta del despojo

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Crónica presentada en el concurso de periodismo Gabriel García Márquez y calificada entre las finalistas. Vida Nueva la presenta con autorización de su autora porque pone ante la conciencia de los lectores la evidencia de un pecado social: el despojo violento de las tierras. El día de la premiación, Ginna tuvo la noticia del asesinato de Gildardo Padilla; uno de los protagonistas de esta historia.

Durante tres meses El Meridiano de Córdoba recorrió parte del Urabá antioqueño y varios municipios de Córdoba para documentar la ruta del despojo de tierras en esta zona, que es considerada una subregión en sí misma por las similitudes culturales, la cercanía geográfica y el hecho de compartir actores armados temibles que se movieron en los dos territorios: la guerrilla y los paramilitares.

SantiMB

Néstor Enrique Ospino, parcelero, gesticula. Levanta la voz. Tiene que pagarle el impuesto predial al Municipio de Montería por los años que su tierra estuvo en manos de los paramilitares. “Por qué no se la cobran a los que están en la cárcel”, dice.

Leoncio Mendoza Cárdenas y sus 25 hermanos, tienen los títulos de las 14 propiedades de su padre ubicadas en San Pedro y Arboletes, a las que no pueden volver. “En las manos los papeles y en el cementerio los restos de mi padre asesinado”. La frase le sale nerviosa. Su padre, Leoncio Manuel Mendoza Mejía, de 76 años, fue el primer reclamante a la luz de la Ley de Víctimas y restitución de tierras, en ser asesinado en Montería el 26 de noviembre de 2011.

Las víctimas reclamantes de tierras en el Urabá y en Córdoba divagan en un callejón sin salida.

El día que el gobierno del presidente Juan Manuel Santos proclamó la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras que pretende devolverles 2’481.000 hectáreas a víctimas de la violencia, despertó en Córdoba y en el Urabá una disputa agraria de consecuencias insospechadas. Cualquier política de tierras afecta estructuras de poder y pone al descubierto monumentales líos jurídicos, pero la que puso en marcha el actual gobierno colombiano sitúa a todos los actores en una nueva espiral de expectativas inmanejables, violencia, censura e injusticias que los despojados califican de esperanza y los críticos de utopía.

Con tierra y con deudas

ochacolombiaLa historia de Néstor Ospino refleja la ausencia de Estado, que dejó a los campesinos a merced de las autodefensas en 1994; se observa la paquidermia de la justicia para actuar, porque solo 14 años después del desplazamiento entró a resarcir los derechos de la población, al devolverles en el 2009 las tierras que les arrebataron los violentos; y cuando se creía todo resuelto, la realidad salta a lo absurdo e insólito, porque ahora el Estado le cobra a Néstor Ospino y a todos los demás el impuesto predial generado durante el tiempo que los paramilitares usufructuaron el terreno.

La historia sucede en las parcelas Costa de Oro, ubicadas en el corregimiento Tres Piedras, zona rural de la margen izquierda del río Sinú, a hora y media de Montería, capital de Córdoba. La violencia ha estado siempre en ese territorio. Primero fue la extorsión de la guerrilla del EPL en la década del 80. Esto obligó a un ganadero de la zona, Pedro Juan Tulena, a venderle la propiedad al antiguo Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora), que a su vez se la parceló a campesinos de la región. Posteriormente llegaron los ejércitos de la muerte de los hermanos Castaño, que les prohibieron a los pobladores cultivar la tierra y les dieron la orden de arrendarla para levante y cría de ganado.

La sumisión y el miedo llevó a los parceleros a agachar la cabeza. “Hasta que en 1994 se nos salió la vocación campesina. Sembramos maíz y otros productos”, relata el parcelero mientras mira la tierra, bendecida en su margen izquierda por el río Sinú.

Las autodefensas castigaron la desobediencia descuartizando a Narciso Montes, cuyos restos los lanzaron al río; desaparecieron a Luis Bolaños; y mataron a bala a Eduardo Gómez.

“Todos salimos desplazados, con una mano ‘adelante’ y la otra atrás”, dice y encoge los hombros.

Los desarraigados se hacinaron en los barrios marginales de Montería y a orillas de la Ciénaga Grande de Lorica, donde la propiedad de la tierra también es un lío indescifrable en Córdoba. Para salir con vida, algunos tuvieron que firmar promesas de compra-venta de las parcelas.

En la repartición de las zonas de Córdoba entre las autodefensas, Salvatore Mancuso asumió el control del territorio donde están las parcelas, que colindan con el corregimiento Volador, jurisdicción del municipio de Tierralta. A principios de la década del 2000 este lugar se convirtió en una ruta prohibida para cualquier civil. En este punto se celebraron comprometedores encuentros entre políticos y autodefensas. De ahí que los pobladores hayan sido silenciados a la fuerza desplazándolos de la zona, o ‘a las buenas’, empleándolos en los distintos trabajos que ofrecían los paras.

AcnurLasAméricasEn el año 2005, cuando entró en vigencia la Ley de Justicia y Paz que contemplaba la reparación, ríos de despojados desembocaron en la Fiscalía. Los de Costa de Oro acudieron y la entidad comenzó a reconstruir los hechos. Cuatro años después algunos abogados de Montería intentaron hacer valer las promesas de compra-venta de los predios, y por poco se salen con la suya, de no ser porque el Estado le aplicó la figura de tierra protegida a las parcelas.

El fiscal Leonardo Cabana, quien llevó el proceso, se valió de todos los argumentos para recuperar el territorio. “Fuimos sorprendidos por la generosidad de nuestro victimario que aceptó devolver las parcelas”, se le sale la ironía a Néstor.

El 26 de junio de 2008, en una ceremonia especial en Costa de Oro, en presencia de representantes de la Fiscalía, de la Misión de Apoyo al Proceso de Paz de la OEA y de la Comisión de Reparación, les devolvieron Costa de Oro a los 60 parceleros, mediante “acta de entrega de un bien con fines de restitución”; pero no han podido comerse las perdices, como el final feliz de todo cuento.

El Meridiano accedió a los recibos de impuesto predial de los pobladores y corroboró que tienen deudas que oscilan entre un millón y dos millones de pesos, correspondientes a seis de los años que estuvieron desplazados de Costa de Oro, y que ahora tienen la obligación de pagarle al Municipio de Montería.

“Hemos hablado en la Alcaldía, pero allá nadie escucha. Cómo vamos a pagar por lo que no teníamos. Por qué no le cobran ese impuesto a los paras”. La voz de Néstor se apaga.

Muchos son los casos que ejemplifican los escollos de la restitución de tierras en Colombia, proceso que implica acabar con una telaraña de intereses no santos del narcotráfico y sus ejércitos de la muerte; del Estado y sus peculiares divagaciones jurídicas; de los ‘negociantes de la tierra’ y su dolo al aprovecharse del desposeído; y de la víctima que se victimizó con el pasar de las décadas.

Tres muertos

“He perdido tres familiares en este proceso de la violencia, dos hermanos y mi propio papá, dice Eliécer Mendoza, hijo de Leoncio Mendoza Mejía”, reclamante asesinado en Montería.

De-todos-los-ColoresLas 800 hectáreas que tenía Leoncio en el Urabá antioqueño las abandonó y otra parte la vendió bajo amenaza. Sus hijos, los herederos de una tierra que esperan sea reconocida como despojo por parte de los paramilitares, aguardan en un barrio estrato uno, protegidos por dos escoltas de la policía que parquean su vehículo de gama alta en las afueras de una casa desvencijada en un barrio del suroccidente de Montería.

“No más ‘tramitología’ de documentos, de leyes y decretos, sino que se hagan realidad las cosas”, le pide Eliécer Mendoza al Estado con voz escéptica, incrédula.

“Si la Alcaldía de Montería tiene cojones, debería solicitar restitución”. La inquietante frase es de Mario Cuitiva, presidente de la Asociación de Parceleros Desplazados de Santa Paula (margen izquierda de Montería), quien tiene documentados 60 casos de las tierras que a través de la Fundación para la Paz de Córdoba (Funpazcord) les donaron en 1991 y se las arrebataron mediante amenazas en una maniobra temible.

Hasta el Municipio de Montería es víctima, pues recibió como donación un lote para un colegio, que hoy usurpa un tercero.

‘El Porro’ a ritmo de bacrim

A tres horas de Montería, por una trocha peligrosa que se pierde en las faldas del Paramillo están las parcelas El Porro (Tierralta, sur de Córdoba) y ahí vive Jesús Antonio Pulgarín. En el 2009 El Meridiano asistió a la devolución de las tierras y él y otros parceleros recibieron de manos del fiscal Leonardo Cabana el acta de devolución y la promesa de que podían vivir tranquilos, pero todos, a excepción del campesino, se fueron de la tierra. “No quieren volver porque por aquí se pasean esos grupos y ajá, nadie quiere vivir asustado”. El testimonio de Pulgarín es la confirmación de que la restitución en medio del conflicto es una utopía más, dice Emiro Sánchez, líder de una de las 15 asociaciones de víctimas que se mueven entre Córdoba y el Urabá, solicitando la restitución de sus derechos.

Si no son las bandas criminales, son las duras condiciones las que imposibilitan el retorno. En El Porro no hay agua; tampoco hay escuela ni puesto de salud. “El Estado cree que cumplió, pero se olvidó de nosotros. A nadie, se lo juro, a nadie le importa esto ni la suerte de las víctimas”, precisa Pulgarín.

 

Restitución y amenazas

Gildardo Padilla vive en Valencia. Es un campesino que sepultó a 11 familiares víctimas de los paramilitares. Las tierras de su padre hoy están en manos de otros, mientras él conserva el fallo de la justicia que condena a varios miembros de las AUC a 40 años de prisión por el delito de homicidio agravado.

ICRCGildardo fue hasta la Unidad de Restitución de Tierras en Montería. Días después recibió amenazas contra su vida.

“Entonces, ¿quién me protege?”. Se pregunta mientras observa a su pequeño hijo de dos años sentado en un taburete chiquito que está sobre un piso de tierra.

Cientos de mujeres huyeron después que les asesinaron a sus maridos e hijos. María Zabala es una de ellas. Enterró en el patio de la vereda San Rafaelito a dos familiares, se refugió en un barrio de invasión en Montería y tras propiciar una lucha honesta logró que el extinto Incora les adjudicara una tierra, de la cual ellas tenían que pagar el 30 por ciento.

“El Instituto nos puso a firmar la sentencia de esclavitud, porque yo y otras 14 mujeres tenemos una deuda con el banco de 139 millones”. María Zabala agrega, con una mirada de esperanza, que quisiera confiar en la Ley de Víctimas, pero esta solo cobija a quienes fueron despojadas desde 1991 en adelante. Zabala resultó víctima en 1990.

La joya de la restitución

La ley le devolvió dos títulos de propiedad de 31 hectáreas a los Salabarría, en el predio Mundo Nuevo (Montería); sin embargo, los 50 familiares desplazados no pueden retornar porque las bandas criminales se pasean por él.

“Y ahora ni me pasan al teléfono cuando llamo a las entidades en Bogotá. Quien nos victimizó fue el Estado, porque quien nos quitó la tierra fue el Incoder al readjudicar lo que era nuestro”, sostiene Maritza Salabarría.

AcnurLasAméricas1El caso de los Salabarría es único. El Gobierno asegura que los ha atendido siempre, y es cierto. Ha optado por mantenerlos desplazados durante 20 años, en seis ciudades distintas, para salvaguardarlos del peligro. Tanto los ha protegido que tuvo que devolverles los títulos de propiedad en el Comando de la Policía de Córdoba el 19 de noviembre de 2011.

En esa logística de 20 años que implicó adquirir un hogar de paso en Fundación (departamento del Magdalena), alquiler de casas, pago de hoteles, alimentación, transporte y subsidios de todo tipo, una funcionaria del Incoder, entre asombrada y tranquila, asegura que el Estado se ha gastado 3 mil millones de pesos.

Si cada víctima en Colombia requiere esa cantidad, y teniendo en cuenta que no hay claridad sobre cuántas hay, jamás habrá dinero que alcance.

Víctor Negrete, el investigador social que más ha estudiado estos temas en Córdoba, conceptúa que es compleja la restitución en medio de la violencia. “Es muy difícil mientras no se castigue a los despojadores, que no son solo los que están en las cárceles, sino los que estando libres siguen intimidando a la población cordobesa para no devolver lo que le arrebataron. La gente tiene miedo y no está acudiendo en masa a reclamar sus derechos”, dice.

El Estado, en cabeza del anterior ministro de Agricultura, Juan Camilo Restrepo, no desconoce el reto, pero está empeñado en que clarificando el estado de la propiedad, se llega más rápido al postconflicto. Asegura que “la política de tierras se requiere en un país que presume ser un Estado Social de Derecho. En parte, el conflicto se debe a la ausencia de estas políticas”. De esta manera el Gobierno contraría a quienes aseguran que no es posible avanzar en la restitución en medio de la guerra, porque justamente la causa de la disputa es la tierra.

Todas las víctimas halladas en esta ruta han pasado por Montería, algunas se han quedado, lo que ha convertido a la capital en una urbe que respira desplazamiento. Desde 1989 hasta la fecha han llegado 47 mil desarraigados.

En cada esquina de esta ciudad de 500 mil habitantes se observan las caras desdibujadas, por el dolor o por el rencor, de quienes lo perdieron todo. El tema tierras no admite discusiones en sitios públicos, pero es indefectiblemente palpable en el sur y occidente de Montería.

En los pasillos de la Fiscalía de Justicia y Paz o en la Defensoría del Pueblo, el río humano de desposeídos divaga con los documentos que certifican que son dueños de algo en algún lugar del Urabá y de Córdoba. De día buscan la esperanza cobijados por las leyes de Justicia y Paz del gobierno de Álvaro Uribe Vélez y de Víctimas de Santos Calderón, y de noche regresan a sus casas de invasión, ubicadas a orillas de canales de aguas putrefactas. Esa es la única tierra que tienen: ocho metros cuadrados de pobreza; en el campo están las hectáreas que abandonaron o mal vendieron a quienes los despojaron de manera directa o indirecta.

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