La larga marcha de Mandela

Nelson Mandela, fallecido en diciembre 2013

CARMEN MÁRQUEZ BEUNZA, Universidad Pontificia Comillas | Corría el año 1980 cuando un periodista de la BBC sonreía escéptico ante las sorprendentes palabras del arzobispo anglicano de Ciudad de El Cabo. Desmond Tutu se mostraba convencido de que, en tan solo cinco o diez años, Nelson Mandela, que por aquel entonces cumplía cadena perpetua en la prisión de Robben Island, sería presidente de la nación.

Ante la incredulidad del periodista, el purpurado replicó obstinadamente: “Hermano, la fe cristiana es esperanzadamente optimista, porque se basa en la fe en alguien que murió un viernes dejando a todos absolutamente desesperanzados con su ignominiosa derrota, y, sin embargo, resucitó el domingo”.

Cuando todo hacía presagiar una guerra civil, Tutu se atrevía a soñar una Sudáfrica convertida en “nación del arcoíris”, que, para desconcierto de propios y extraños, no tardó en hacerse realidad gracias, precisamente, a la excepcional personalidad de Mandela.

Los 27 largos años pasados en prisión habían acrisolado el temperamento y la voluntad de aquel joven y prometedor abogado negro, que, ante la ineficacia de la vía pacífica, se había decantado por la lucha armada. En aquella peculiar universidad en que se convirtió Robben Island, Mandela había aprendido algunas lecciones esenciales: que ser libre no es solo desprenderse de las cadenas, sino vivir de un modo que respete y aumente la libertad de los demás; que incluso los hombres más duros son capaces de cambiar si se consigue llegar a su corazón; y que un dirigente debe siempre matizar la justicia con el perdón.

“Hay momentos en los que un líder debe adelantarse al rebaño, lanzarse en una nueva dirección, confiando en que está guiando a su pueblo por el camino correcto”, había escrito. Y, desde su primer día al frente del Gobierno, trazó nítidamente la dirección a seguir: el camino de la reconciliación.

La larga marcha de Mandela [íntegro solo suscriptores]

Cómo suscribirse a Vida Nueva [ir]

En el nº 2.875 de Vida Nueva.

Compartir