La Iglesia que se presenta pobre

Hijos de la Caridad en España, Leganés y Getafe

Los Hijos de la Caridad cumplen 50 años en España, siempre en los barrios populares

Hijos de la Caridad en España, Leganés y Getafe

De izq. a dcha., Pepe Rodier, José Miguel Sopeña, Antonio Cano y Norberto Otero

La Iglesia que se presenta pobre [extracto]

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA. Fotos: LUIS MEDINA | Cuando el papa Francisco dijo que la Iglesia debía ser como un hospital de campaña cuya prioridad fuera acompañar a los más sufrientes, no habló de la necesidad de un batallón de médicos. A veces, para sembrar esperanza bastan unos pocos comprometidos. Es el caso de los Hijos de la Caridad, de cuya presencia en España se cumplen 50 años y quienes, hoy como ayer, apenas son un puñado de hombres –ocho en total, repartidos entre las localidades madrileñas de Getafe y Leganés, y, en su día, también en Sevilla– que suman a su vocación sacerdotal el carisma de vivir en comunidad, entre ellos y con las gentes de los barrios más populares de las grandes ciudades.

Si algo caracteriza a esta congregación –compuesta hoy por unos 200 miembros, repartidos en doce países de Europa, América, África y Asia– es la fidelidad a sus orígenes. Fundada en 1918 en Francia por Emilio Anizan, un sacerdote que vio la necesidad de evangelizar entre las agotadas masas obreras que se concentraban en el extrarradio de París, los primeros Hijos de la Caridad llegaron a España a inicios de los años 60. Fue en el barrio madrileño de Vallecas, configurado en su mayoría por extremeños y andaluces que emigraban a la capital para trabajar en fábricas.

Hijos de la Caridad en España, Leganés y Getafe

José Miguel Sopeña y Antonio Cano

Entonces, el referente era Sebastián Quetglas, nacido en Mallorca pero criado en Francia. A los pocos meses, llegó el parisino Pepe Rodier, hoy el más veterano y quien recuerda con nitidez ese tiempo: “Me impresionó ver que no había nada en Vallecas. Ni una escuela, ni un centro de salud… Eran todo casas bajas y alguna chabola. Durante el primer año y medio, la parroquia era un sótano. Hasta que se levantó un barracón de madera y esa pasó a ser nuestra iglesia. La clave era lo que hacía Sebastián: visitaba a todo el mundo, conociendo las situaciones de quienes habían venido con hijos y una maleta. Su humildad y campechanía le hacían entenderse con todos, incluso con los falangistas que controlaban el barrio. Había que generar tejido comunitario. Por eso impulsamos la asociación de vecinos, que actuaba en clandestinidad, pues el régimen franquista no permitía agrupaciones así y la policía venía constantemente. Nuestra casa estaba abierta a todo aquel que nos quisiera visitar”.

Cinco décadas después, este mismo espíritu se evidencia en sus comunidades de Leganés y Getafe. En la última, asentada en la parroquia de San Rafael Arcángel, basta con dar un paseo por la calle con los hermanos para ver cómo todos se dirigen a ellos con mucho cariño, contándoles problemas… y chistes.

En un barrio marcado por el alto índice de inmigrantes y por las muchas familias en situación de necesidad, ambas realidades se aprecian en el altar de la iglesia: hasta 17 pequeñas banderas (representativas de los países de quienes acuden a la parroquia) y el paralelo “altar del hermano” (un espacio fijo en el que cada día hay personas que dejan alimentos para que Cáritas los destine a unas 270 familias en dificultades) configuran el corazón de este de por sí bello templo.

Su párroco, Norberto Otero, lleva 36 años como Hijo de la Caridad. Llegó en los años 80 a Getafe para ser un cura obrero. Luego se encargó de la atención pastoral a las víctimas de la droga, impulsando una asociación de madres de afectados. Tras pasar por otros destinos, incluido un año de formación en París, volvió en 2003 a Getafe para hacerse cargo de la parroquia. Una labor que compagina con la capellanía de la cárcel de Aranjuez.

En todo, siempre se ha guiado por un mismo lema: “Jesús nos llama a tener compasión de las ovejas abandonadas. Eso fue lo que sintió Anizan, quien quedó impresionado ante las multitudes que se aglomeraban en los barrios obreros de París y sintió que había que darles una respuesta desde la fe. Eso lo he visto en la prisión, y en ello se han involucrado conmigo algunos voluntarios de la parroquia. Es un mundo de dolor y sufrimiento, pero también de mucha esperanza. Veo vidas con errores, a gente empujada por las circunstancias, con ausencia de cariño desde la infancia. Eso te hace aprender a no juzgar ni condenar, sino a ofrecer misericordia desde la escucha. Los presos nos dan su cariño, también musulmanes, evangélicos o no creyentes. Una vez, uno se confesó conmigo, vaciándose en su sufrimiento. Me decía que no era creyente, pero, al terminar, nos dimos un abrazo y reconoció que le había hecho mucho bien”.

Hijos de la Caridad en España, Leganés y Getafe

Un hombre se para a hablar con Norberto Otero

Con el espíritu del Concilio

En Leganés está José Miguel Sopeña, quien, tras 12 años como superior general de los Hijos de la Caridad, ha vuelto con la mochila llena de experiencias: “Conocí a los hermanos en los años 60, cuando estudiaba en el Seminario de Madrid y Pepe vino a darnos una charla. Era el tiempo del Concilio y yo buscaba caminos de inserción en lo popular. Durante varios años, estuve en todas nuestras casas, siendo también consiliario de la JOC. En Sevilla, trabajé mucho con las mujeres, a través de una asociación para generar comunidad en los barrios obreros. Ellas siempre han sido un elemento de riqueza sobre el que asentar toda acción, por su compromiso y por su mayor grado de marginalidad, como ocurría en Andalucía. Recuerdo una mujer que tenía al hijo en la droga y cuyo marido la pegaba y no la dejaba acudir a la asociación, en la parroquia. El hijo murió, pero el marido acabó en la asociación”.

Tras estar desde 1994 en París –desde el año 2000, al frente de la congregación, visitando sus comunidades por el mundo–, ahora José Miguel imprime esa “visión general de nuestro carisma” en su trabajo al frente de la Delegación Diocesana de Migrantes y en dinámicas de acompañamiento en la fe junto a dos grupos de adultos jóvenes.

Sobre ellos, los adultos jóvenes, cree que son “la generación en la que se ha de apoyar la Iglesia; estos se hacen las grandes preguntas, pero no siempre se sienten cercanos a la Iglesia. Y es que, en ella, ha habido en estos años un sector que se encerró en sí mismo, mirando con miedo a la sociedad y viéndose atacado. Mi esperanza es que, ante el ejemplo de Francisco, se recompongan lazos con el mundo que se cerraron tras el Concilio. Así daríamos la respuesta que se nos requiere”.

El cambio, concluye Pepe, pasa “por dejar atrás los grandes discursos, en los que ya nadie cree, y dar paso al testimonio, haciendo vibrar a las personas con la auténtica esperanza”. En este campo, ya sea al lado de inmigrantes, familias sin recursos, víctimas de la droga, presos o mujeres maltratadas, los Hijos de la Caridad encarnan a la Iglesia que se presenta pobre y herida entre los sacudidos por la injusticia y la indignidad.

Hijos de la Caridad en España, Leganés y Getafe

Pepe Rodier charla con un vecino

Comunidad como seña de identidad

Entre los últimos en incorporarse a la familia de los Hijos de la Caridad está Antonio Cano. En 1993 participó en un encuentro vocacional (estuvo él solo, por lo que, bromea, “la reunión fue 100% efectiva”) y, desde entonces, lo tuvo muy claro: “Discernía mi vocación, pero sabía que no quería ser sacerdote diocesano. Quería vivir en comunidad y en barrios populares. Me enamoró la normalidad de los hermanos, así como lo que leí del padre Anizan. Estuve diez años en Leganés, aprendiendo a ser cura. He trabajado mucho con Cáritas, acompañando distintas realidades de pobreza, como inmigrantes y mujeres solteras sin hijos, cuyo desamparo es total. Ahora, en Getafe, me encargo la pastoral vocacional, trabajando mucho con jóvenes y con otras congregaciones, impulsando también nuestra presencia en las redes sociales”.

Estén donde estén, Antonio tiene claro que será con sus señas de identidad: “Nuestro carisma es tratar de reconciliar a la gente sencilla con la fe, ayudándoles a que vean lo mucho bueno que hay en ellos mismos, pese a estar en contextos de pobreza”.

En el nº 2.873 de Vida Nueva

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