Tribuna

La sal del infierno

Compartir

Fernando García de Cortázar, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de DeustoFERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR | Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto

“No insultaremos a quienes sufren manifestando que los asesinos liberados por la sentencia del Tribunal de Estrasburgo merecen una piedad que solo corresponde a sus víctimas…”.

Por nuestro sentido de la dignidad de la persona, por nuestro compromiso con la libertad del hombre, porque no podemos afirmar nuestra fe sin ejercer la caridad, los cristianos somos la sal de la tierra. O hemos sido requeridos para serlo por las palabras fundacionales de Jesús. Y, con nosotros también, las gentes de buena voluntad, llamadas así por Cristo, las que hacen de la existencia el propósito de vivir un gran proyecto que a todos nos atañe. Ese es el don de la alegría que se nos ha concedido, esa es la obligación de sembrar felicidad en la tierra, como exigencia de nuestra fe.

San Pablo, en su carta a los Efesios, recordaba que los cristianos irrumpimos en un mundo que, a pesar de los dioses, carecía de Dios. Entramos en un universo sombrío en el que brillan las falsas luces del fanatismo y los rituales desalmados, al que, sin embargo, aportamos un mensaje de esperanza identificada con la fe, no solo en la vida trascendente que se prometía, sino en la naturaleza del hombre que el Evangelio proclamaba.

La de su imagen a semejanza del Creador, su existencia libre y responsable de su salvación, su inviolable dignidad, su esencia universal. La excelencia del cristianismo no reside solo en la inmortalidad, sino en la grandeza de la persona que, hace dos mil años, la proclamó, por vez primera en la historia del hombre sobre la Tierra. ilustración de Jaime Diz para artículo La sal del infierno, Fernando García de Cortázar 2870

Jesús nunca se propuso ponernos las cosas fáciles. No iba a dejarnos en un confortable cumplimiento de liturgias rutinarias. El cristianismo es exigente porque atiende a la rica complejidad del hombre y ha de enfrentarse a los desafíos de la historia. El cristianismo no es evasión, sino liberación. No es refugio personal, sino vida entera a la intemperie en la defensa de principios que se refieren a la calidad de la existencia del ser humano.

El cristianismo nunca podrá ser entendido como neutralidad, como pasiva contemplación de lo que les sucede a unos hombres que, no por casualidad, hemos llamado siempre nuestros prójimos. El cristianismo es prudencia, pero no es moderación, si por ello se entiende la farsante equidistancia, la blandura moral y la falta de coraje que se quiere disfrazar de compasión.

No insultaremos a quienes sufren manifestando que los asesinos liberados por la sentencia del Tribunal de Estrasburgo merecen una piedad que solo corresponde a sus víctimas. En la sonrisa de los criminales liberados se acumulan los escombros de nuestro sentido de la dignidad. En su falta de arrepentimiento, en la reivindicación de su barbarie, en la insultante pretensión de defender una causa se amontonan los desperdicios de una civilización, la carroña de una cultura, las heces de un tiempo en el que se pisoteó todo aquello que el cristianismo y la herencia de dos mil años de vida occidental han creído intocable.

Para el cristiano, fiel a una tradición que se fundó precisamente en el carácter sagrado de la vida humana, no puede haber argumentos torcidos ni expresiones ambiguas incapaces de distinguir entre la justicia, la ley y la caridad. El cumplimiento de la ley injusta llevó a Jesús a la cruz.

Que nada empañe la energía con la que ahora, más que nunca, tenemos que defender, y defender como cristianos, la dignidad de las víctimas burladas. Que nada nos aparte de denunciar lo aberrante de las normas jurídicas que permiten que el crimen quede impune en alguna medida, no porque nos falte la difícil compasión por el pecador, sino porque parece exigírsenos también la complicidad con el pecado. Solo las víctimas son, por si alguien quiere olvidarlo ahora, nuestro referente moral. Son el testimonio de nuestra esperanza. Son la sal de la tierra.

Inés del Río y sus siniestros compañeros no son más que el mal que nos somete a prueba, los causantes del dolor que pone en riesgo nuestra fe, los perversos ejecutores del crimen que destruye vidas a las que se les arrebató la libertad que Cristo nos otorgó. Son el pecado del mundo. Son la sal del infierno.

En el nº 2.870 de Vida Nueva.