Volver al Concilio*

Guillermo León Escobar Herrán. Ex embajador de Colombia ante la Santa Sede

 

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Somos hijos del Concilio y sabemos que apenas ahora la semilla sembrada comienza a retoñar y es preciso volver al espíritu de ese evento que debe re-direccionar la presencia de la Iglesia en el mundo. Cincuenta años no es nada y hay que hurgar para sustituir la superficialidad de la recepción por la profundidad de la renovación. Por lo general lo que se sabe del Concilio es que se cambió la dirección del altar, que se usan las lenguas vulgares –las comunes y corrientes que todo el mundo entiende–, que se puede leer libremente la Biblia y que las músicas autóctonas hicieron su ingreso y sustituyeron en buena parte las tonadas de la música llamada “clásica”. Otros notaron que algunos o muchos de sus obispos se habían tornado más cercanos. Con justicia la gente se preguntaba si para eso hubo de crearse toda una parafernalia de hacer el primer concilio verdaderamente ecuménico, de los traslados, de los costos y en ocasiones de espectáculos muy edificantes y bonitos así como de otros francamente deplorables de las luchas de facciones que desde entonces se pusieron en evidencia. Baste no más para no ingresar en el detalle la ruptura del grupo de monseñor Lefebvre unida a la tibieza de otros que afirmaban con cierta sorna “que ellos hagan las leyes y nosotros los reglamentos”.

El papa Bergoglio sabe muy bien y más después de 1972 que el Concilio se ha vivido en Latinoamérica y en el África de una manera muy distinta a como se ha vivido en Europa y es claro que las reuniones del Celam en Medellín, Puebla, Santo Domingo y Aparecida, son ejemplos en la Iglesia universal y en buena parte chocaron en varias oportunidades con la Curia Romana.

Aparecida va a representar un quiebre por su sentido de realidad y el evento de ser el cardenal Bergoglio el gran coordinador y redactor del documento, lo ubica en la línea de renovación que permitió que el papa Benedicto XVI creara el gran programa de la “Nueva Evangelización”.

Más aún, Bergoglio es un hombre vinculado al meollo mismo del Vaticano II. Más aún, está vinculado en espíritu a ese magnífico grupo que lideraron Lercaro y Montini haciendo eco a palabras olvidadas de Juan XXIII que afirmaba que “la Iglesia se presenta como es y como quiere ser, como la Iglesia de todos y particularmente la Iglesia de los pobres”. Este pensar recorre el cuerpo de la encíclica Mater et Magistra y marca el discurso del papa Juan en el saludo inaugural a los obispos del mundo.

En efecto el Concilio busca encontrar caminos de apertura al mundo moderno; acertar en una estrategia que conduzca a avanzar en el propósito de la unión de los cristianos, aclarando asuntos doctrinales y ecuménicos, y recalcar la identificación de ser ante todo la Iglesia de los pobres.

En este propósito coincidían casi todos los grandes teólogos recuperados como asesores y peritos, por el Papa mismo, así como las “grandes inteligencias” episcopales y algunos de América Latina como Helder Câmara y Larraín.

Son repetitivas las llamadas a la pobreza en todos los documentos. Más aún, se insistía en la necesidad de elaborar “la doctrina de la santa pobreza de Cristo en la Iglesia” y el particular acierto de tener claro que los pobres son el principal signo de los tiempos y que es preciso tener en cuenta que el sistema económico y la cultura que lo acompaña se están convirtiendo en una “máquina para fabricar pobres” (Mons. Ancel).

Nació así en el Concilio el esquema XIV que es un bello ejemplo ya que en él los obispos se comprometían a vivir pobremente y a prescindir de títulos, palacios, casas y habitaciones lujosas, vestidos de apariencia, automóviles de lujo, banquetes –esos que dieron lugar a la expresión de “bocados de cardenal”–, renuncia a las cuentas bancarias personales, acumulación de bienes que han de ser colocados a nombre de la diócesis o de las obras caritativas, poner en manos de los laicos el manejo de las finanzas, renuncia a los títulos de poder y recuperación del título pastoral de “padre” e igualmente a evitar tratar a los agentes de poder como personas que se autosatisfacen en el reconocimiento de sus privilegios.

Si se es perspicaz se encontrará fácilmente la línea de concordancias entre los documentos del Concilio y las encíclicas de Juan XXIII, tales como la Pacem in Terris, Mater et Magistra, y las de Pablo VI: Ecclesiam Suam, Populorum Progressio, la Octogesima Adveniens y la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi.

No cabe ninguna duda y además es natural que el ímpetu del Concilio perdiera ritmo una vez concluido formalmente y que se diera como en toda institución un rallentando que fue manejado por la pesada maquinaria de la Curia Romana que había sido arrollada por el fervor, pero en este segundo momento se encargó de frenar, controlar y selectivamente dar cuerda a las iniciativas de aggiornamiento. Algunos afirman que se decía en el Vaticano por entonces que Montini aspiraba a la Secretaria de Estado y sus hermanos cardenales lo hicieron Papa ya que juzgaban que él era más peligroso ejecutando que decidiendo y entonces le dieron el oficio de decidir y la Curia se reservó el manejo de las realidades; Pablo VI que poseía por formación y por familia la capacidad de entender de juegos de poder hablaba de “aquel humo de Satanás” que se cuela en el Vaticano.

* Prolongación del conversatorio “La nueva Iglesia según Francisco” (Vida Nueva No. 84).

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