La familia comboniana en El Cairo, un hogar en tierra extraña

Expedita Pérez, misionera, escuela de los religiosos combonianos en El Cairo para niños sudaneses

Tres escuelas de los religiosos acogen a 1.300 refugiados sudaneses en la capital egipcia

escuela de los religiosos combonianos en El Cairo para niños sudaneses

La familia comboniana en El Cairo, un hogar en tierra extraña [extracto]

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA. Fotos: MISIONEROS COMBONIANOS | Desde que Daniel Comboni llegó a Egipto en 1877, la presencia de los Misioneros Combonianos, la congregación por él fundada, continúa testimoniando allí su entrega hacia los demás. De hecho, en este país asiático tuvo su antesala una de las señas de identidad de la comunidad religiosa: la pasión por la misión en África, desde un ámbito especial que Comboni siempre consideró como la puerta de entrada a África.

Siglo y medio después, en El Cairo, ese particular modo de encarnar su vocación misionera la hacen visible los combonianos y combonianas al atender tres colegios en los que se forman los hijos de cientos de refugiados sudaneses instalados en la capital egipcia. Así, de los más de 1.300 niños que el año pasado se matricularon en estos colegios, solo 30 no eran originarios ni de Sudán ni de Sudán del Sur (aunque sí provenían de Eritrea, Etiopía o Camerún).

El protagonismo sudanés tiene un origen muy concreto. La parroquia del Sagrado Corazón, surgida en 1920 en el barrio cairota de Sakakini, ofreció en los años 80 a universitarios sudaneses un espacio para rezar y tener allí sus encuentros. Con el pasar del tiempo y el deterioro de la situación en Sudán, el número de refugiados fue aumentando y la parroquia fue tomando la identidad como comunidad cristiana sudanesa. La misma que mantiene hoy y que se aprecia claramente en sus tres escuelas (la primera apareció en 1990).

Expedita Pérez, misionera, escuela de los religiosos combonianos en El Cairo para niños sudaneses

Expedita Pérez, con algunos de los alumnos

Llegada hace algo más de un año, procedente precisamente desde Sudán, la comboniana española Expedita Pérez, que trabaja como coordinadora didáctica en las escuelas, explica que uno de los objetivos de este proyecto congregacional, más allá del nivel educativo que los alumnos consigan alcanzar, es facilitarles un contexto de protección y acogida.

Protección por la crisis política egipcia, que se extiende desde hace más de dos años y que ya ha visto cómo, en un proceso rodeado por violencia y un sinfín de protestas, han caído el régimen de Mubarak y el posterior Gobierno de los Hermanos Musulmanes, capitaneado por Mursi. Y acogida por ir más allá y ofrecer a los niños y adolescentes un espacio familiar, comunitario y fraternal.

En medio de la catarsis, sus escuelas, como recalca Expedita, funcionan como una burbuja paralela que une Egipto con Sudán: “Nuestras escuelas son privadas y para un grupo bastante marginado por su condición de refugiados. El Gobierno casi desconoce nuestra existencia. También seguimos el currículum de Sudán por varias razones, pero una esencial es por el idioma, ya que el árabe que nuestros niños hablan es diferente del árabe de Egipto”.

Pero, si algo hace que los alumnos se sientan más cerca de su país de origen, no es solo la calidad de las clases o que estas les sean impartidas en su lengua. Como señala la religiosa canaria, la familia comboniana busca ser un bastón sobre el que apoyarse para los componentes de hogares desgraciadamente desestructurados: “Un 80% de estas familias están formadas aquí únicamente por las madres y sus hijos. Los padres se encuentran en Sudán, en su mayor parte en el Sur [de mayoría cristiana, frente al Norte islámico], intentando construirse un futuro en su tierra de origen, para después llamar a su familia. Pero eso, hasta ahora, sucede muy pocas veces…”.

Familias desestructuradas

En espera de que se produzca el ansiado reencuentro de toda la familia en su propio país, la realidad rutinaria para estas madres e hijos en El Cairo no es ciertamente fácil: “Las madres suelen trabajar limpiando casas. Salen temprano y regresan en la noche, y su sueldo no les da ni para el alquiler. A ello hay que sumar la comida, el transporte, las medicinas… La mayoría tienen la tarjeta de Naciones Unidas, por lo que al menos son reconocidos como refugiados y reciben ayudas, que en parte emplean para pagar las escuelas de sus hijos. Aparte, muchos tienen también apoyo periódico por parte de Cáritas”.

escuela de los religiosos combonianos en El Cairo para niños sudaneses

Muchos de los profesores también son sudaneses

Sin embargo, reconoce Expedita, su día a día es muy complejo: “También lo padecen nuestros maestros, muchos también sudaneses. Por falta de medios, su paga oscila entre las 700 y las 1.000 libras egipcias (entre 75 y 107 euros), según los años de trabajo. El alquiler de una casa, en cualquier parte de El Cairo, puede ir ya, en lo más económico, desde las 500 hasta las 1.100 libras (53 y 117 euros). Entonces, ¿cómo viven, ellos y las familias? En nuestras escuelas, que son las más baratas, la inscripción cuesta entre 200 y 550 libras (21 y 58 euros) por niño… Es todo muy complejo. Su vida es una lucha continua para llegar a fin de mes. De ahí que la principal consecuencia se pague en la alimentación, proliferando las anemias al tener muchos niños serios problemas por falta de calcio y de hierro”. A ello se suma, además, el agotamiento físico, debido a que muchos de los estudiantes de las escuelas, pese a ser menores, se vean obligados a trabajar por la tarde o cuando no hay clase.

Frente a este panorama, Expedita ilustra cómo, a través de la escuela, intentan llegar hasta el límite de sus posibilidades: “Cada día ofrecemos a todos los niños el desayuno en la escuela y una vez a la semana traemos a un doctor que visita a los niños enfermos. Les procuramos las medicinas y los tratamientos necesarios y, cuando necesitan algún tipo de operación, los ayudamos a través de nuestras hermanas, que trabajan en el Hospital Italiano. En algunos casos, cuando podemos, también se ayuda a quienes más lo necesitan a pagar el alquiler y otras facturas, como la del luz, el agua o el gas”.

Acompañamiento

Para la española, “la meta última es acompañarles, para lo que organizamos con los padres encuentros formativos con especialistas en el campo de la nutrición y en el de la psicología”. Y es que un fenómeno muy frecuente, al que los niños han de enfrentarse cada día, es el de la violencia: “En ello influye mucho el que no tengan un espacio vital suficiente en casa y tampoco en la escuela, pero también están los ataques que sufren por parte de niños egipcios y por parte de otros niños sudaneses que viven en la calle”.

Lamentablemente, el eco de la guerra en su país de origen –dividido hoy en dos, hasta hace poco Sudán era un mismo país– también se extiende a veces en Egipto, resolviéndose pequeños conflictos mediante la violencia.

Auque muchos chicos se ven obligados a trabajar, la mayoría de las familias desean que sus hijos estudien. Eso sí, lamenta Expedita, “cuando necesitan que alguien se quede en casa para cuidar de los bebés o de los ancianos, normalmente son las niñas las elegidas”. Así, se repite un patrón que se da en la inmensa mayoría de contextos de pobreza en todo el mundo: cuando hay una única oportunidad para poder estudiar, esta se entrega al niño y nunca a la niña.escuela de los religiosos combonianos en El Cairo para niños sudaneses

Sin embargo, en sus escuelas de El Cairo, poco a poco, van logrando paulatinos éxitos: “Al principio, pocas venían a la escuela, pero, a través de la sensibilización hecha en estos años, ¡ahora ellas son casi la mitad de los alumnos!”.

Pese a todas las trabas y para quienes más los necesitan, la familia comboniana no cesará en su afán de constituir un hogar en tierra extraña.

Historias de fe

Aunque a veces cueste, Expedita Pérez es feliz con su labor en El Cairo. Y lo es por las personas, por quienes tienen una vida mejor al poder ofrecerles una oportunidad:

“Son muchos nombres; como Alice, una de las maestras. El año pasado, su hijo mayor, Wilson, decidió ir a Sudán del Sur para visitar a su padre y a su hermano. A los 15 días, enfermó de malaria y murió. Alice estaba esperando a que le llegaran los papeles para ir a su país y vivir el funeral con su marido. Pero, al poco, Shukri, el hijo pequeño, tuvo un accidente y perdió el brazo… Pensé que esta mujer iba a perder la cabeza con tanto dolor, pero su fe la ayudó y hoy, aunque tiene otra hija que vive en Siria, vive con serenidad y esperanza. Otro caso es el de Gnok, de 14 años, al que acaban de operar por segunda vez en sus dos pies. Nació con ellos hacia atrás y, no teniendo su familia recursos, él ha crecido adaptándose a este límite. Y lo ha hecho muy bien, ¡pues es uno de nuestros mejores jugadores de fútbol! Cuando salió de la sala de operación y su madre vio sus pies, se emocionó y me abrazó dándome las gracias por haberlos ayudado a realizar este milagro… Por estas cosas, todo merece la pena”.

En el nº 2.864 de Vida Nueva.

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