Esa quinta columna

Rafael de Brigard Merchán, Pbro

 

RomeColumn

Me llega un correo de aquellos, es decir, reenviados mil veces, en los cuales se dicen toda clase de ofensas contra la Iglesia. Nada de raro, si al mismo Jesús le preguntaban si no le importaba que se hundiera la barca con todo su equipo apostólico. Lo que no es agradable es darse cuenta que muchos de los que le dan la orden de reenviar al ordenador son católicos practicantes y comprometidos con su fe. El correo, cuyo tema central versa sobre la renuncia de Benedicto XVI, dice toda clase de ofensas contra los cardenales, las órdenes religiosas, divide a la Iglesia en derechas e izquierdas, progresistas y ultraconservadores, etc. Es decir, lo de siempre. Pero lo que no habla bien de algunos bautizados es que se conviertan como en una quinta columna que desde adentro, hacia dentro y hacia fuera, denigra de su Iglesia, de la madre espiritual que les transmitió la fe, de la que se dicen ser miembros orgullosos.

Benedicto XVI se refirió en algunas ocasiones a esa dolorosa realidad que suele enquistarse dentro de la vida eclesial. Ciertamente hay quienes, como Judas, traicionan la causa del Reino y eso es innegable. Lo que resulta un poco sorprendente es que más que a solucionar los problemas, dentro del cuerpo eclesial, se dé en muchos la tendencia sobre todo a acabar de ensangrentar el cuerpo místico de Cristo. Es cuando se hace caso omiso del mandato supremo de la caridad, que también en la Iglesia comienza por casa. Estos publicistas de los males de la Iglesia, la quinta columna, parecen regodearse en las debilidades reales y en propender por todos los medios para que las críticas sobre cuestiones fantasiosas se tornen en cuestiones reales. Me atrevo a pensar que debajo de estos espíritus hay otro escondido de odio y débil comunión. Acaso, me pregunto, ¿hay un deseo no confesado de dejar la Iglesia, a la vez que una falta de carácter para dejar la barca e irse a otras naves donde la perfección navegaría con velas infladas?

Es sorprendente la supuesta ingenuidad con la cual tantos miembros de la Iglesia se devoran lo que por todos los medios se difunde, sin firma alguna, contra la Iglesia. Muchas preguntas surgen en el receptor, por ejemplo, de estos correos, acerca de lo que en verdad hay en la mente de sus propagadores. Caridad no hay. Deseo de bien para la Iglesia, mucho menos. Espíritus reformistas, ni por error. Sí, lo que se ve es un ánimo de golpear un chivo expiatorio, quizás de la tibieza de tantos bautizados en la forma de vivir la propia fe. ¿O es que cuando se arregle la Curia vaticana o la curia local o la parroquia vecina o la vida del ministro conocido, cada uno de los críticos va acentuar su proceso de conversión y de acercamiento a Dios? Definitivamente no. En todo caso lo que sí queda a la vista es un desamor, porque nunca será signo de amor publicitar los defectos de la propia madre y mucho menos hacer eco a las calumnias sobre ella.

Detrás de sofisticadas palabras de muchos miembros de la Iglesia, aún teólogos y maestros enseñantes de la fe, hay una incapacidad de sentir amor por ella. Viven resentidos y se portan como huérfanos sin serlo. Pablo VI, a propósito de algún tema álgido, decía que faltaba más oración y menos discusión. Y es lo que se refleja en la amplia quinta columna que parasita dentro de la Iglesia, a saber, una desconexión total con la virtud de la caridad, una anemia espiritual, un olvido del mandato de no juzgar y, sobre todo, una elocuente manera de revelar que poco o nada se sabe de Cristo y de lo que él enseñó sobre su propia y única Iglesia. En el credo, señala el cardenal Newman, decimos que “creo en la Iglesia”, como se ha dicho primero del Padre, del Hijo y del Espíritu. Nadie debería tomar a la ligera esta afirmación pues los golpes a la Iglesia, desde su propio seno, no son menos graves y dolorosos que los que se dan a la propia fe y si se quiere a la propia salvación.

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