ANTONIO PELAYO. RÍO DE JANEIRO | Eran exactamente las 19:38 de la tarde hora local (las 00:38 en Roma) cuando el Airbus A330 de Alitalia despegó del aeropuerto Antonio Carlos Jobim de Río de Janeiro. Punto final de una visita intensa, esperanzadora, pero que ha exigido al anciano de 76 años que es Jorge Mario Bergoglio un nada desdeñable esfuerzo físico, según todos los indicios, muy bien soportado.
En la ceremonia de despedida estaba prevista la presencia de la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, pero a última hora no fue así, ya que tuvo que regresar a la capital, Brasilia, para hacer frente a un rebrote de tensiones sociales en São Paulo y otras ciudades. Había asistido por la mañana a la Eucaristía (a la que se habían sumado, no se sabe muy bien por qué, la presidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner; el presidente de Bolivia, Evo Morales; y el de Surinam), pero delegó en el vicepresidente de la República, Michel Temer, para representarla en este acto final.
En el intercambio de discursos, el número dos de la República Federal brasileña resaltó que el Papa se había ganado el afecto de todos sus conciudadanos por su “moderación, equilibrio y tolerancia”, y, entre sonrisas, le dijo que en su próxima visita –prevista para el 2017, con ocasión del tercer centenario del descubrimiento de la estatua de la Virgen de Aparecida– no tendría necesidad de llamar a las puertas de los hogares de Brasil, porque estaban ya todas abiertas desde ahora.
Francisco utilizó más de una docena de veces la palabra saudade como expresión de los sentimientos que le embargaban al abandonar Brasil, “un pueblo tan grande y de tan gran corazón”. “Saudade –añadió– por la sonrisa abierta y sincera que vi en tantas personas; saudade por la esperanza de los jóvenes del Hospital San Francisco, saudade por la fe y la alegría en medio de las dificultades durante mi visita a los habitantes de la favela de Varginha; comienzo ya en este momento a sentir saudade”.
Para finalizar el acto, una familia numerosa salió al estrado para entregar al huésped que estaba a punto de embarcarse en el avión un gran ramo de flores. Hubo, una vez más, un cierto caos en torno al coche donde viajaba el Papa hasta el lugar donde estaba aparcado su avión, pero sin mayores consecuencias. Abrazos muy expresivos a los obispos presentes y, desde luego, una cierta nostalgia en la mirada de un Papa que puede decirse a sí mismo: misión cumplida.
En el nº 2.859 de Vida Nueva
Número especial JMJ de Vida Nueva