Francisco lector

Gusta de teólogos y grandes de la literatura clásica y moderna

 

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Cuando se multiplica el interés mediático por conocer más de cerca al papa Francisco, también aumentan las hipótesis y suposiciones sobre su preparación intelectual, sus lecturas y sus inclinaciones literarias y políticas. Y a ellas nos sumamos.

Hombre de perfil bajo, al menos hasta ser elegido obispo de Roma, con pocas citas acostumbraba acompañar sus palabras y, en todo caso, había que deducirlas de su formación académica y de sus múltiples lecturas. Siempre prefirió un lenguaje llano, claramente porteño, a veces con alguna expresión rayana en el lunfardo. Detrás del decir popular se escondían su erudición y sus preferencias. No por nada el Martín Fierro de José Hernández (1834-1886) encuentra en él a un cultivador del género, análogo al de ciertos textos del polémico sacerdote argentino Leonardo Castellani (1899-1981).

La formación del jesuita Jorge Mario Bergoglio, en el campo filosófico y teológico, tiene –como no podía ser de otra manera para su época– una marcada orientación escolástica. Pero siempre subyace en la Compañía el pensamiento del granadino Francisco Suárez (1548-1617) que, de alguna manera enfrenta y modera el pensamiento del genial napolitano Tomás de Aquino (1225-1274), y cuya influencia en la filosofía política no fue ajena a las ideas de los próceres de la independencia argentina.

Acaso uno de los aportes de mayor significación con el que Tomás de Aquino enriqueció a la Iglesia fue cuando en la Suma Teológica presenta la visión del deseo del hombre que es, en realidad, un deseo de Dios. Y se advierte la claridad de razonamiento en quienes se han formado tras las enseñanzas del Doctor Angélico. Pero, ciertamente, la recia formación escolástica ya entonces se confrontaba con pensadores contemporáneos. En efecto, Xabier Pikaza, en su Diccionario de pensadores cristianos, concluye que: “El pensamiento de santo Tomás constituye uno de los grandes tesoros de las iglesias cristianas. No es el único, pero es uno de los más grandes y geniales que hayan existido. Podemos afirmar que el proyecto de santo Tomás sigue vigente, como intento de diálogo con la filosofía y la cultura de su tiempo, en el contexto de la Universidad y de la Iglesia. Lógicamente, la fidelidad a santo Tomás no consiste en repetir su pensamiento, sino en recrearlo en la línea de lo que él quiso hacer en su tiempo, como han intentado algunos de los grandes teólogos católicos del siglo XX, entre los que pueden citarse a modo de ejemplo, Chenu y Congar, Maréchal y Rahner”. El Maréchal que se nombra es el belga Joseph (1878-1944), profesor en Lovaina y jesuita, como también lo era el alemán Karl Rahner (1904-1984). Los franceses Yves Congar (1904-1995), Marie-Dominique Chenu (1895-1990), en cambio, eran dominicos, como el mismo Tomás de Aquino.

foto_13720_NO0083_-_PortadaUn gran filósofo de esos años y que marcó el pensamiento de muchos católicos en Europa y en América fue el laico Jacques Maritain (1882-1973), quien visitó Argentina y suscitó interesantes polémicas. En la obra de Coreth, Neidl y Pfligersdorffer sobre la filosofía cristiana en nuestros tiempos se señala a propósito de Maritain que el pensador francés va más allá de las ideas de Étienne Gilson y pone “en evidencia que el predicado ‘cristiana’ no indica solamente la influencia, objetivamente establecida, de la fe sobre la filosofía, sino también la posición subjetiva del filósofo. Éste, en efecto, adquiere en su fe una particular fuerza espiritual y un más puro sentimiento de la vocación originaria de la razón humana”.

En ese ámbito cultural se formó Bergoglio. Leyó a grandes teólogos como el ya citado Karl Rahner y el suizo Hans Urs von Balthasar (1905-1988), también jesuita. Dos figuras centrales de la teología católica en el pasado siglo. Y también leyó mucha literatura. Clásicos y contemporáneos. Extranjeros y argentinos.

Entre estos últimos sobresale Jorge Luis Borges (1899-1986), a quien Bergoglio invitó a dar conferencias en el colegio de la Inmaculada en Santa Fe, donde daba clases de literatura. El autor de El Aleph, además, nos puede ilustrar sobre otros escritores leídos por el actual pontífice. En el caso del inglés Gilbert K. Chesterton (1874-1936), dice que su obra “es vastísima y no encierra una sola página que no ofrezca una felicidad”. Sobre el fogoso francés Léon Bloy (1846-1917), que convirtió a Jacques Maritain y a su mujer Raissa, de quienes fue padrino de bautismo, escribe Borges: “Suscita en el lector una deslumbrante admiración o un total rechazo”. Del ruso Fiodor Dostoievski: “Como el descubrimiento del amor, como el descubrimiento del mar, el descubrimiento de Dostoievski marca una fecha memorable en nuestra vida”. Y a propósito de Sören Kierkegaard (1813-1855): “Como aquel otro célebre danés, el príncipe Hamlet, frecuentó la duda y la angustia, voz de origen latino a la que dotó de un nuevo escalofrío. Fue menos un filósofo que un teólogo y menos un teólogo que un hombre elocuente y sensible”. Del florentino Giovanni Papini (1881-1956) Borges escribió: “Según sus biógrafos, era de modesto linaje, pero haber nacido en Florencia es haber heredado, más allá de los dudosos árboles genealógicos, una admirable tradición secular”.

En el Martín Fierro tan citado por el nuevo papa o en nuestro Leopoldo Marechal, leído con dedicación en su Adán Buenosayres, podemos sospechar que supo encontrar Bergoglio una honda raíz nacional y un estilo de comunicación con el pueblo. Nada menos.

Dejemos para otra ocasión al poeta lírico alemán Johann Hölderlin (1770-1843), al padre de la poesía occidental Dante Alighieri (1265-1321), al innovador novelista Alessandro Manzoni (1785-1873) o al mismo genio español de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616), autor de El Quijote. Todas lecturas rumiadas del nuevo Papa. Junto a la Biblia y a santos como el poeta Francisco de Asís o el estratégico Ignacio de Loyola, la mística Teresa de Ávila y tantos otros.

En suma, del papa Francisco podría decirse, parafraseando al obispo mártir de La Rioja, que tiene un oído en los libros y otro en el pueblo. Por eso es tan atento lector de la religiosidad popular y de la sabiduría de la gente más sencilla.

José María Poirier

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