El clamor inmemorial de Guayasamín

Respondió al dolor de su época con la fuerza telúrica de su grito pictórico

 

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Oswaldo Guayasamín, quien a sí mismo se definió como indio, como orgulloso hijo de un indio y de una mujer mestiza, como “un clavo que va penetrando cada vez más adentro de la realidad, de la naturaleza, de las angustias de los seres humanos en la tierra”, ha sido el pintor y el escultor más sensible en el panorama latinoamericano de nuestro tiempo, ya que, como afirmó el Director General de la Unesco, al otorgarle la Medalla del 40º aniversario de la Declaración de los Derechos Humanos por su notable contribución al respeto y a la promoción de esta causa, sus obras son “pinceladas de la humanidad”.

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El guitarrista (Der Gitarrenspieler)

Guayasamín, también llamado por el crítico Alexander Eliot el “Picasso de Iberoamérica”, nació en Quito en 1919. Desde su infancia y hasta 1999, año de su muerte, dedicó su vida a expresar, a través de potentes colores y formas vibrantes en sus pinturas, el horror desgarrado del tiempo del que fue testigo. Más que arquetipo del indigenismo, del expresionismo o del cubismo, propios de su época y con los que la crítica lo ha vinculado, el pintor ecuatoriano fue, como manifestó Renato Gutuso “en el orden temporal, el último gran retoño en el gran tronco de la pintura americana, cuyas raíces ahondan en mundos antiguos y fuertes. (…) En una época que tiende a eliminar (o a velar) los valores y el significado de una tradición (…), tener en alto la voz de una tierra y de un pueblo es excepción. Guayasamín es raro ejemplo de esa virtud”.

Aunque Oswaldo Guayasamín siempre consideró que su mayor obra era, en realidad, “la preocupación por el hombre”, su trayectoria artística incluye tres etapas. La colección Huacayñán (el vocablo quechua que corresponde a la expresión “camino del llanto”) es el primer período del pintor y recoge la visión de dos años de travesía por Latinoamérica. Esta serie de 103 cuadros pintados fue expuesta en 1952, en el Museo de Arte Colonial de Quito, y, en el mismo año, en la Unión Panamericana de Washington y en la III Bienal Hispanoamericana de Arte, realizada en Barcelona (España), en la que se le otorgó el Gran Premio de Pintura. La Edad de la Ira, expuesta en 1968 en el Museo de Bellas Artes de la Ciudad de México y compuesta por 260 obras que se agrupan por series (Las manos, Cabezas, El rostro del hombre, Los campos de concentración, Mujeres llorando), es la segunda colección, cuyo contenido esencial es lo que Claude Sabsay definió como “el dolor, la impotencia ante la injusticia que el hombre produce a otro hombre, naciendo en esta forma campos de concentración, guerras, asesinatos, odios y rencores”. Y, finalmente, el tercer gran período, Mientras vivo siempre te recuerdo, igualmente llamado La Edad de la Ternura, en la que las imágenes, dotadas de colores más cálidos que las series anteriores, retratan la relación madre e hijo vitalizada por la ternura.

 

La vieja

La vieja

 

Autorretrato

Autorretrato

Un dolor milenario y universal

Como señala el crítico Regis Debray, “La Edad de la Ira establece la comprobación de un duelo inmemorial” que “escapa al mismo tiempo, a la escenificación del patetismo o la exhibición de las llagas y a la abstracción del signo alusivo, ya que tiene la facultad de poder o la fatalidad de deber anclarse en la desgracia de una raza y de una tierra de la cual ha destilado esa mezcla de humildad y de violencia que compone, según se dice, el ‘alma indígena’”. Así pues, Guayasamín, nombrado por algunos como el pintor social-humano de América, respondió al dolor de su época con la fuerza telúrica de su grito pictórico y allí encontró su voz entre otras voces más antiguas, por lo que Alejandro Moreano, afirmó sobre él: “es, finalmente, el artista convertido en el volcán del cuadro Cabeza-Montaña y esa voz que resuena en el fondo del cráter no es otra que la de la tierra Nodriza que, en ese mundo sin Dios, nos ordena detener el mal y salvar la vida”.

El universo estético del artista ecuatoriano recurrió inevitablemente a la solidaridad con quienes, en palabras suyas, “han sido despojados de sus dioses, de sus sueños, de sus ríos, de su trozo de cielo y de su tierra”, por tanto, defendió a través de su obra la idea de que “el pintor que se mueve en un espacio cerrado y frío y hace vibrar con sus formas y colores el mundo de su creación (…), no puede estar lejos del hombre y sus problemas, porque el creador de arte es, ante todo un testigo desesperado de su tiempo”. Así pues, fiel a sus creencias, Guayasamín desbordó en las formas fruncidas de sus cuadros la ira intemporal, lo que siguiendo el concepto de Camón Aznar es “el dolor sin remisión de la protesta. El dolor seco, inexorable, parado, el dolor que estira los rostros como un aullido, el dolor sin intención, porque es infinito y permanente. (…) El infierno de todos los llantos que ha hecho huir de su pintura hasta el color (…). La noche tenebrosa de la injusticia”.

La capilla fundada en el hombre

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La Pietà d’Avignon

Guayasamín, también arquitecto al final de su carrera, concibió en 1985 la Capilla del Hombre, proyecto finalizado solo después de su fallecimiento, en 2002. Ubicada en Quito (Ecuador), la edificación con un área de 3600 mt² de construcción en dos niveles y rodeada de montañas, es una intencionada evocación del Templo del Sol. El espacio poético, homenaje a los hombres y mujeres de América, contiene no sólo una nutrida muestra de la labor de Guayasamín, sino también obras de arte arqueológico, colonial y contemporáneo, donadas por el artista.

El propósito fundamental del quiteño, al soñar esta obra, fue encumbrar desde México hasta la Patagonia la unidad Latinoamericana que deviene de una raíz antigua y común a civilizaciones andinas milenarias. Al interior de la Capilla del Hombre pervive “la Llama Eterna por la paz y los Derechos Humanos” y, con ella, la voz permanente de Guayasamín, que como expresa Federico Mayor de Zaragoza es una “maravilla, porque en estos albores de siglo y milenio, duelen los silencios y faltan los gritos”.

Pareciera que desde Quito, donde el anillo del Ecuador abraza la tierra, se hallara, como afirma Jorge Enrique Adoum, la respuesta a una antigua pregunta: “sea hombre o mujer, cuando nuestro corazón se abra a los ‘Otros’, sólo entonces seremos dignos del título de humanos”.

Biviana García

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