Tribuna

Presiento una alegría

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María Victoria Molins, STJMARÍA VICTORIA MOLINS, STJ

“¡Gracias, papa Francisco, hermano y compañero de camino en una Iglesia evangélica, que quiere vivir más la experiencia de Dios y las bienaventuranzas que las normas y las prohibiciones!”.

Querido hermano Francisco:

Como estoy segura de que tienes un carisma especial para conectar con el pueblo de Dios, empezaré por presentarme. Soy una religiosa teresiana, de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, que vivo en Barcelona.

Pertenezco a una generación especial. Por mi edad, he vivido muchos acontecimientos y muchos cambios. Los dos más importantes, y que marcan la vida de un país y de la Iglesia, son estos: el paso de una dictadura a una democracia y el paso de un nacionalcatolicismo que vivimos en la España de Franco a una Iglesia renovada en el Concilio Vaticano II, que tuvo momentos gloriosos con el cardenal Vicente Enrique y Tarancón o con el cardenal Narcís Jubany.

Pero ahora me interesa más abordar el segundo hecho. Este es, precisamente, el que me ha impulsado a escribirte y abrirte, de alguna manera, mi alma con sus anhelos y sus temores.

Tengo el presentimiento –recientemente confirmado, al menos en esperanza– de que, así como me tocó vivir los primeros años de mi vida religiosa con el gozo de un gran cambio en la Iglesia, a raíz del Concilio Vaticano II, me toque vivir los últimos años de mi vida religiosa con otra alegría: la de un nuevo pontificado que abra una esperanza al cambio que todos deseamos en nuestra querida Iglesia de Cristo. Porque, creo, padre y hermano, que lo vas a entender: aquella ilusión grande que pusimos en nuestra juventud ante los mensajes que el Vaticano II nos lanzaba, aquella esperanza que nos daba la Gaudium et spes de abrirnos mucho más a nuestros hermanos, se ha ido desvaneciendo con el paso del tiempo. papa Francisco besa a un bebé

Creo decir la verdad si durante todos estos años, con altos y bajos, he intentado hacer realidad en mi vida la frase con la que daba comienzo esta constitución conciliar: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón… La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia”.

Tengo la gran suerte –que considero un regalo de Dios– de vivir un carisma dentro de la Iglesia que me hace feliz, el de la gran mística Teresa de Jesús, que describió tan bien la riqueza del ser humano –“hecho para gozar del mismo Dios”– y de compartir mi vida con otras tres hermanas en un barrio de las fronteras que me permite estar al lado de los más desfavorecidos y excluidos de la sociedad.

Estar muy cerca del pueblo y de aquellos que no pueden entender sino los signos sencillos que Jesús de Nazaret utilizó, me ha llevado a desear cada día más una Iglesia como tú la has deseado y así nos lo has hecho saber desde el principio: “Una Iglesia pobre y de los pobres”.

Y está claro que, en este mundillo en el que me muevo y al que amo, no se leen encíclicas ni se oyen homilías, pero se entienden los gestos, y son ellos los que alejan o acercan al pueblo de la Iglesia. Por supuesto que les alejan los gestos grandilocuentes, la dureza de las leyes o su aplicación, las continuas prohibiciones que abruman a los que ya de por sí viven abrumados. Les alejan el fasto y la riqueza que les ha sido negada, aun en lo más necesario. Pero les acercan los gestos de generosidad, de sencillez, de bondad, de perdón, de amor.

“Tengo el presentimiento de que
me toque vivir los últimos años de mi vida religiosa
con otra alegría: la de un nuevo pontificado
que abra una esperanza al cambio que todos deseamos
en nuestra querida Iglesia de Cristo”.

Desde mi sencillo puesto en la Iglesia, cuando algún pobre prisionero cumpliendo condena en la cárcel que visito semanalmente me pregunta cómo puede saber que Dios le ama, suelo callar y abrazarle en silencio diciendo solamente: “Así”. Y ellos lo entienden.

Por eso, al día siguiente o unos días después de que toda la humanidad contemplara aquellos gestos sencillos, humildes y humanos en la balconada de la Basílica de San Pedro, muchos de los presos me recibían con estas palabras: “¡Qué bien, un papa que quiere a los pobres es nuestro papa!”.

Hoy quiero darte las gracias por algunos de esos gestos que a mí me han impactado más desde este lugar privilegiado en el que vivo y amo. El primero fue, sencillamente, eso, un gesto: el de inclinar la cabeza, esperando que el pueblo de Dios pidiera la bendición para ti, antes de impartirla tú, urbi et orbi. ¡Qué bien se entendió ese gesto unido a tu petición de oraciones!

Dejo de lado los más externos, como el de evitar los zapatos rojos –símbolo que no nos dice nada más que reminiscencias hoy ridículas–, volver a tu anillo, dejando el que te impuso el cardenal Sodano, o cambiar tu lugar de vivienda, o evitar ciertos protocolos, o pagar sencillamente tu estancia en la Residencia, o viajar sin el Mercedes… o apagar las luces para evitar gastos inútiles.

Y los dejo de lado no porque no sean evidentes para el gran público, sino porque nos van llegando otros que nos han abierto a todos la esperanza que parecía habíamos empezado a perder, de que se está gestando un cambio en la Iglesia y, sobre todo, en la reforma de la Curia. Eso es lo que nos acaba de llegar ahora con la formación de ese “grupo” de cardenales de distintos lugares del mundo que nos abren un camino hacia la famosa colegialidad que tanto nos gustó como novedad en el Vaticano II, y que no acabábamos de ver a lo largo de los años, en ese cerrado círculo con tan mala prensa –y perdón por la expresión– como es la Curia vaticana.

“Unos días después de que toda la humanidad
contemplara aquellos gestos sencillos,
humildes y humanos en la balconada de San Pedro,
muchos de los presos me recibían con estas palabras:
“¡Qué bien, un papa que quiere a los pobres es nuestro papa!”.”.

¡Qué libertad de espíritu mostraste al lavar los pies el Jueves Santo a dos mujeres, y una de ellas musulmana, cuando las normas litúrgicas imponen que el lavatorio de los pies se realice en todos los templos católicos únicamente con doce varones! Bien demostraste lo que Jesús: “El sábado es para el hombre y no el hombre para el sábado”, y está claro que también para la mujer…

Y no sabes la alegría al oírte frases como estas: “La Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas, sino también las periferias existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las de toda miseria, las del pensamiento”. “Cuando la Iglesia no sale de sí misma para evangelizar deviene autorreferencial, y entonces se enferma en una suerte de narcisismo teológico, ese vivir para darse gloria los unos a otros”.

Por todo eso, y mucho más, no puedo sino decirte, ¡gracias, papa Francisco, hermano y compañero de camino en una Iglesia evangélica, que quiere vivir más la experiencia de Dios y las bienaventuranzas que las normas y las prohibiciones!

En el nº 2.846 de Vida Nueva.