Tribuna

Cine, arte y literatura

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cardenal Gianfranco RavasiGIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura

“El cine tiene también un intenso lazo con la fe y la búsqueda trascendente, y no tanto por la avalancha de las a menudo modestas películas bíblicas, sino por las tormentosas preguntas que se hacen los grandes maestros…”.

En una de sus “conversaciones” con Gustav Janouch, Kafka usó una curiosa expresión para definir el cine: “Las cuerdas de la lira de los poetas modernos son las largas cintas de celuloide de las películas”. Se iba abriendo camino lo que se denominaba “séptimo arte”: se acercaba en ocasiones de forma noble y, en otras, de manera agresiva, a las artes tradicionales. Algunos sospechaban que encarnase una suerte de “Nuevo Testamento” confiado a la visión, a la mirada, a la imagen en movimiento respecto al “Antiguo Testamento” de la cultura escrita y oral.

En realidad, palabra, voz y silencio se entrelazan necesariamente en el cine con la imagen, la escena y la figura. La literatura y la filmografía caminan juntas, hasta el punto de crear una auténtica y propia simbiosis: no hay más que contar cuántas versiones cinematográficas hay de Romeo y Julieta o de Hamlet, de Shakespeare, y registrar la interminable lista de textos llevados al cine.

Es más, en algunos casos, las adaptaciones cinematográficas pueden incluso superar a la matriz literaria: un ejemplo entre muchos es la película La naranja mecánica, de Stanley Kubrick, más emocionante que la novela de Anthony Burgess. Otras veces, el éxito es parejo, como en el caso de El jardín de los Finzi-Contini, de De Sica, y la respectiva novela de Bassani.

En otras ocasiones, los dos géneros se sostienen mutuamente, haciendo planetario el éxito recíproco: pensemos en Doctor Zhivago, de David Lean, con su inolvidable Tema de Lara, que ha navegado con la novela de Pasternak bajo todos los cielos del planeta.

Literatura y cine no son dos extraños; ambos, por vías paralelas (y, por tanto, distantes), exaltan la palabra y la imagen: la primera, a través de la iconografía implícitamente sobrentendida en la narración; el segundo, explicitando esa iconografía.

Habría que evocar otra relación: la que liga el cine con el arte. No pretendemos referirnos solo al documental artístico, que a menudo ha ofrecido extraordinarias muestras de obras maestras pictóricas y plásticas, sino a esa excavación que el objetivo puede colocar en el misterioso horizonte de la creación artística.

Un ejemplo que aflora espontáneamente es el Andrei Rublev, de Tarkovski, inolvidable y emocionante biografía interior del gran pintor de iconos con el amarre supremo en la contemplación catártica de la célebre Trinidad. No se puede ignorar la relación sugestiva que no pocos movimientos pictóricos establecieron con la cinematografía a partir del futurismo, que dedicó al cine su Manifiesto, pasando a través de aquella sorprendente obra impresionista que es la película El gabinete del doctor Caligari, de Robert Wiene (1919), o a los productos surrealistas firmados de forma conjunta por Buñuel y Dalí, Un perro andaluz (1928) y La edad de oro (1930), hasta llegar a las películas de Andy Warhol.

El cine tiene también un intenso lazo con la fe y la búsqueda trascendente, y no tanto por la avalancha de las a menudo modestas películas bíblicas, sino por las tormentosas preguntas que se hacen los grandes maestros. Basta con citar los nombres de Bergman, Bresson, Dreyer y Tarkovski para descubrir horizontes grandiosos en los que se devanan los más complejos y admirables itinerarios existenciales.

Una película como Ordet, de Dreyer, vale tanto como un tratado de teología; El séptimo sello, de Bergman, es una lección de espiritualidad apocalíptica; y El azar de Baltasar, de Bresson, es una parábola evangélica. Se trata de un hilo que, transitando a través de la exégesis cinematográfica de El Evangelio según San Mateo, de Pasolini, y de la cristología de los Cien clavos, de Olmi, puede abarcar muchas películas cercanas a los aparentemente “laicos” pero empapados de expectativas religiosas, o filmes tan explícitamente sacros ya en su título como en el caso de Kadosh, de Amos Gitai, dedicado a la “santidad” de Jerusalén.

Por estas razones, en noviembre de 2009, en su encuentro con los artistas, escucharon la voz del Papa no solo pintores, escultores, escritores, poetas y músicos, sino también directores y actores. El “séptimo arte”, en sus expresiones más elevadas y auténticas, no quiere “representar la piel humana de las cosas, la epidermis de la realidad”, como sospechaba Antonin Artaud.

Al cine, al contrario, se le puede aplicar la confesión que el gran pintor catalán Joan Miró reservaba al arte: este “no represente lo visible, sino lo invisible que hay en lo visible”, por tanto, el misterio, el sentido íntimo y profundo de la realidad y de la historia.

En el nº 2.843 de Vida Nueva.