La voz de los silenciados

logotipo del IX Congreso Trinitario Internacional noviembre 2012
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IGNACIO ROJAS GÁLVEZ, OSST | Gozamos del uso de la palabra, hablamos, manifestamos nuestras opiniones y ejercemos nuestro derecho a expresarnos y a creer. Sin embargo, cuando algunos podemos gloriarnos de nuestras libertades, otros nos recuerdan que las dificultades para poder expresar y vivir la fe forman parte de la bienaventuranza evangélica (Mt 5,10).

Concluido el IX Congreso Trinitario dedicado a los perseguidos por la fe y el compromiso con el evangelio, se me acumulan reflexiones y vivencias y, mientras las ordeno, no me resisto a olvidar cuanto me expresaba en el momento de su despedida uno de los participantes que dieron su testimonio: “Ha sido el primer foro en el que he podido hablar de la falta de libertad religiosa que vivo cada día. Nunca se me había dado la posibilidad de expresarlo públicamente”.

Lo recuerdo y me maravillo. Por desgracia, no me resulta nuevo escuchar que alguien sufre falta de libertad religiosa; es una realidad. Me maravillo porque me da la impresión de que el debate sobre el sufrimiento de cientos de miles de cristianos obligados a vivir silenciados es un tema aún por descubrir entre los que gozamos del derecho de vivir y expresar nuestra fe en libertad. Y me asalta la duda de si será un tema “políticamente incorrecto”, porque denuncia que nuestros diálogos, en ocasiones, no van a la raíz de la cuestión.

Las palabras de los creyentes silenciados por estructuras políticas, por movimientos religiosos, por defender la paz, la justicia o los derechos de unos pocos –fruto del Evangelio–, se han convertido en palabras incómodas para algunos, mientras que son palabras de esperanza para muchos.

En estos días los he oído, y confirmo algo tan evidente como que no callan porque se sientan amenazados, sino que callan porque los han callado. Es cierto que en la vida no todo es cuestión de hablar, pero no deja de rondar en mi cabeza que, mientras yo escribo, ellos, en silencio, esperan su abundante recompensa en el Reino de los cielos (Mt 5,12).

En el nº 2.826 de Vida Nueva.

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