W. R. Hearst, el gran expoliador

libro La destrucción del patrimonio artístico español

Una investigación detalla la destrucción del patrimonio artístico español entre 1800 y 1950

expolio del arte español

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | “La historia de un tiempo ambiguo, incluso contradictorio, donde un personaje avalado por una gran fortuna trató de rodearse de cuantos tesoros históricos deseó. Con ello propició despojos hasta entonces inimaginables a fin de materializar proyectos arquitectónicos solo posibles de soñar, a la vez que procuró, a su paso, vacíos indisimulables en el catálogo histórico-artístico español”.

Es la historia de W. R. Hearst, al que Orson Welles retrató en Ciudadano Kane, protagonista del mayor expolio cometido contra el patrimonio español. También es el gran protagonista de la profusa y sorprendente investigación publicada por José Miguel Merino de Cáceres y María José Martínez: La destrucción del patrimonio artístico español: W. R. Hearst, el gran acaparador (Cátedra).

Setecientas páginas apasionantes donde el catedrático de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid y la profesora de Historia del Arte de la Universidad de Valladolid han descrito la “perniciosa asociación de ignorancia, desidia, codicia y una mal interpretada modernidad” que se extendió, al menos, entre 1800 y 1950, en una combinación de expolio artístico y negocio del que aún no nos hemos dado cuenta, y que, de algún modo, tuvo su origen en el despojo indiscriminado de las tropas francesas durante la Guerra de Independencia.

libro La destrucción del patrimonio artístico español

El libro donde se revelan los detalles de la destrucción del patrimonio

“Una vez perdida esa especie de inviolabilidad de las obras sagradas, o de aquellas que se encontraban en la órbita de las clases poderosas, estas quedaron a merced de cualquier desmán cometido bajo el signo de las más variadas razones”.

La cuestión es que, como enumeran los autores, “avispados agentes traspasaron nuestras fronteras durante el siglo XIX con carretas repletas de obras de arte, y a lo largo de la primera mitad del XX se permitieron completar barcos con obras de todo tipo con destino a los mercados más prósperos”. El principal beneficiario, el todopoderoso Ciudadano Kane.

Voracidad coleccionista

Los objetivos fueron iglesias y monasterios –que particularmente padecieron una desamortización en 1836 que, si bien “nacionalizó” numerosos bienes artísticos, también arrojó a muchos inmuebles a la destrucción absoluta– y también palacios, casas nobles, castillos… La rapiña llegó, según los autores, con “la voracidad del coleccionismo estadounidense” durante finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX.

“La potente burguesía norteamericana era capaz de comprar todo cuanto en España se deseara vender”. Los autores apuntan a los hispanistas Arthur Byne y a su esposa, Mildred Stapley, como “los protagonistas fundamentales del negocio clandestino de venta y exportación de obras de arte del país”.

Es decir, los marchantes que se encargaron de abastecer a Hearst y a todos cuantos nuevos ricos quisieron hacerse con un trozo de la historia de España, entre ellos, también, John D. Rockefeller, jr. Solo a partir de 1922, cuando se denuncia en las Cortes el despojo de San Baudelio de Berlanga, y especialmente con la legislación de 1933, el expolio pasó a ser un negocio clandestino.expolio arte español

Hearst, el primer gran magnate de la prensa, fue “el mayor comprador de arte español” y un verdadero especialista en armas, armaduras, tapices y cerámica hispanomorisca, sus piezas favoritas. Con Byne de agente, “no dudó en vulnerar todo tipo de obstáculos legales a fin de satisfacer su insaciable apetito como coleccionista”.

Las piezas procedentes de España –hoy esparcidas por museos norteamericanos y de medio mundo– que acaparó entre 1912 y 1951 son miles. Buena parte, para decorar su impresionante mansión en California y su apartamento de Nueva York –en donde colgaba, por ejemplo, El credo de los apóstoles, tapiz del siglo XVI procedente de la catedral de Toledo–, entre otra decena de inmensas residencias.

“Llevó la corte de los Austrias a pleno corazón de Manhattan o a lo alto de una loma en California. El gran magnate de la comunicación convirtió en posible lo aparentemente imposible –escriben los autores–, procuró para sí una puesta en escena que mucho debía a la historia y la cultura europeas, si bien interpretadas de una manera tan excéntrica y personal que solo una personalidad como la suya podía imaginar”.

Como inimaginable fueron sus compras, entre ellas, el claustro, sala capitular y refectorio del desamortizado monasterio románico de Santa María la Real de Sacramenia (Segovia), así como heraldos del convento de San Francisco de Cuéllar (Segovia), que se instalaron, a partir de 1925, en Sacramenia, reconstruido piedra a piedra en Miami.

Hearst también adquirió del monasterio cisterciense de Óvila (Guadalajara), vendido por Fernando Beloso, director del Banco Español de Crédito en 1931, su claustro, sala capitular, refectorio, dormitorio de novicios y portada manierista de la iglesia, cuyas piedras están dispersas hoy en el Golden Gate Park de San Francisco. La portada se encuentra en la jesuita Universidad de San Francisco y la sala capitular en el Abbey of New Clarivaux, en California.expolio arte español

Además, arquirió elementos del castillo de Benavente, del palacio de Ayamans en Palma o una impresionante colección de 84 techos de madera, artesonados que datan la mayoría entre el siglo XV y XVI, procedentes de inmuebles tan diversos como el palacete de las Leyes de Toro, el palacio del duque de Arcos en Marchena, el palacio de Pedro El Cruel o el de Fuensalida de Toledo, de la Casa del Judío de Teruel, el palacio de los marqueses de la Algaba en Sevilla y del castillo de Curiel de los Ajos, en Valladolid, entre otros.

Tan solo “de menos de la mitad –afirman los autores– podemos dar actualmente noticia cierta de su paradero; del resto, nada podemos adelantar”. La historia desaparecida del arte español.

“Allí recibirán el aprecio que aquí se les niega, afirmaban muchos de los que trataban de justificar los despojos en las primeras décadas del pasado siglo, y en algunos casos puede que así fuera, pero en otras ocasiones no”. Merino y Martínez citan cabildos, párrocos y priores que vendieron para obtener fondos para el sostenimiento de los templos o costear reformas, pero ofrecen, mucho más allá, la inmersión en todo un engranaje que se extendía a nobles venidos a menos y alcaldes sin escrúpulos.

“Es posible que los extremos se encontraran: que ciertos responsables de la protección del tesoro artístico ampararan la venta y exportación del mismo, ya fuera desde las Comisiones Provinciales de Monumentos o desde la mismísima Dirección General de Bellas Artes”, afirman los autores, a la vez que enumeran –y no paran– a quienes instigaron o se beneficiaron de ese tráfico ilegal: hispanistas, notables “padres” de la historia del arte –Ricardo Madrazo o Josep Pijoan–, miembros del cuerpo diplomático (Juan Riaño, primer embajador español en los Estados Unidos) o autoridades eclesiásticas cuyos nombres no dan.

jcrodriguez@vidanueva.es

En el nº 2.822 de Vida Nueva.

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