Alimentos, la crisis de la que nadie habla

campesina en una plantación agricultura

un hombre africano protesta contra la subida del precio de los alimentos cartel estamos hambrientos

JOSÉ CARLOS RODRÍGUEZ SOTO | Los especuladores internacionales han puesto sus ojos en los alimentos. Son un valor seguro en estos tiempos. Cotizan en bolsa, controlan los precios y abocan al hambre a millones de personas. [Alimentos, la crisis de la que nadie habla – Extracto]

“¿Cuántas veces al día comen en su casa?”. Cuando le hice esta pregunta a Françoise Baraka, una viuda con cinco hijos en el barrio de Mugunga, a las afueras de Goma (República Democrática del Congo), me dijo que no entendía lo que quería decir. Pensé si sería cuestión del idioma, pero no. “Que si usted y sus hijos comen dos veces al día, o una o tres…”, le dije. La mujer seguía sin comprender. Al final cayó en la cuenta: “Ya entiendo. Mire usted: mis hijos y yo comemos una vez cada dos días”.

Mi pregunta estaba mal planteada. Yo daba por supuesto que, al menos, comerían una vez al día. Goma es la capital de la provincia congoleña del Kivu Norte, una región fertilísima donde crece de todo y la tierra llega a dar hasta tres cosechas al año, pero donde cientos de miles de personas llevan dos décadas sufriendo desplazamientos a causa de conflictos armados. Y circunstancias así, además de otras muchas penurias, causan hambre.

Como ocurre con millones de campesinos africanos, Françoise ha perdido su tierra y tiene que comprar los alimentos que consumen. Y aquí surge otro problema: un kilo de harina de maíz en el mercado cuesta un dólar, el doble del año pasado. Y una familia de seis personas necesitarían al menos tres kilos de harina al día (más un acompañamiento de verduras o alubias) para asegurarse una dieta mínima de 1.200 calorías.

El azúcar hace tiempo que la mayoría de las familias de Mugunga y otros barrios pobres de Goma dejaron de probarlo: un kilo cuesta tres dólares. Si se tiene en cuenta que un maestro de Primaria gana 40 dólares al mes, se llega a la conclusión de que alimentarse decentemente es una dura lucha que muy pocos consiguen ganar.

En el país vecino, Uganda, las cosas no son tan dramáticas, pero muchos de sus habitantes viven una situación muy parecida: la mayoría antes comía lo que producía: hoy, y debido a un cúmulo de circunstancias, cada vez hay más población urbana que tiene que comprar los alimentos.

En 2006, productos como el trigo, el arroz
y el maíz entraron en los mercados bursátiles,
con la consiguiente especulación, que produjo
aumentos repentinos de sus precios,
y ya no han vuelto a bajar.

En el popular mercado de Nakawa, en la capital Kampala, un kilo de harina de maíz cuesta 2.200 chelines (un dólar), y un kilo de alubias, 3.500 chelines (un dólar y medio). El sueldo de un maestro de Primaria puede llegar a los cien dólares, pero la mayoría de los habitantes de los suburbios viven con trabajos ocasionales y no llegan a ganar esa cantidad.

El tener que comprar todos los alimentos que se consumen, en lugar de producirlos como antes, hace que cientos de millones de personas dependan de los cambios bruscos en los mercados internacionales. Hay que tener en cuenta que en la mayoría de los países africanos, otrora autosuficientes en producción agrícola, ahora la gente consume sobre todo productos importados. Senegal, por ejemplo, donde el alimento básico es el arroz, tiene que importar el 80% de lo que consume de países como Vietnam.campesina en una plantación agricultura

Las causas de los desorbitados precios de los alimentos de primera necesidad hay que buscarlas muy lejos de Goma o Kampala. Las cosas empezaron a torcerse en 2006, cuando la entrada de productos como el trigo, el arroz y el maíz en los mercados bursátiles, con la consiguiente especulación, produjo aumentos repentinos de sus precios que, en 2008, alcanzaron máximos históricos en los últimos 30 años, para ya no bajar.

Como denuncia el documento Especulación financiera y crisis alimentaria, publicado en 2011 por Prosalus, Cáritas, Ayuda en Acción y Ongawa, “no hay mecanismos internacionales legales obligatorios que regulen esta especulación, solo códigos de buenas prácticas que son opcionales y no pueden ser impuestos”.

El detonante del hambre

El siguiente caso ilustra perfectamente cómo funciona esta especulación: un suplemento de un conocido diario español publicó en 2010 una entrevista con un alto directivo de la empresa alimentaria Cargill, una de las tres, junto con Bunge y ADM, que controlan el 90% del mercado internacional de cereales.

El ejecutivo comentaba que el detonante de las revueltas populares en países como Túnez y Egipto había sido la crisis alimentaria, y que con la sequía y los incendios de verano que acababan de producirse en Rusia ese año –y que destruyeron la producción de 10 millones de hectáreas de terreno–, se preveía que este país suspendería sus exportaciones de trigo y habría, por tanto, desabastecimiento en países del norte de África que dependían de Rusia, y un agravamiento mayor de la situación. Para su empresa, estos acontecimientos eran una oportunidad de negocio.

Los hechos le dieron la razón: después de que Cargill hiciese acopio de toneladas de cereales durante semanas, el precio del trigo en el mercado mundial subió un 50% y en la Bolsa de Chicago llegó a incrementarse por encima del 60%.

Otro factor importante que está detrás de esta situación es el uso de la producción de cereales para la cría de ganado y de biocombustibles. El aumento de las clases medias en países emergentes como China, India o Turquía hace que cada vez haya más millones de personas que comen carne en su dieta diaria y, por lo tanto, hay que dedicar más tierras a la cría de reses.

Otro factor importante
que está detrás de esta situación
es el uso de la producción de cereales
para la cría de ganado y de biocombustibles.

Pero mucho mayor es el efecto que ha tenido la creciente demanda de biocombustibles. En los Estados Unidos, por ejemplo, de los 416 millones de toneladas de cereales producidos en 2009, se destinaron 119 millones a la producción de etanol, una cantidad suficiente para alimentar a 350 millones de personas durante un año. Hoy día, el 15% de la producción mundial del maíz se dedica al negocio de los combustibles verdes.

En otras ocasiones, estos carburantes se obtienen de cultivos no alimentarios, pero requieren grandes extensiones de agua y de tierra, y su uso intensivo deja a miles de campesinos privados de sus medios de producción, además de tener consecuencias irreversibles para el medio ambiente. Es el caso de Malasia, donde la mayoría de sus bosques han sido talados para cultivar palmera de aceite para biocombustible.

Adiós a la agricultura

Otras causas de esta crisis tienen que ver más con políticas internas de países africanos, donde la reducción de las inversiones públicas en sus sectores agrícolas ha sido imparable durante los últimos 30 años. La consecuencia de dejar la agricultura familiar en África abandonada a sus propios recursos ha sido que los países más pobres del mundo han pasado de ser exportadores de alimentos a importar la mayor parte de la comida que consumen.

Para intentar remediar esta situación, en 2003, los países de la Unión Africana firmaron la Declaración de Maputo, por la que se comprometían a incrementar sus gastos públicos en agricultura hasta llegar al 10% de sus respectivos PIB. Hasta hoy, solo siete países han cumplido su compromiso: Etiopía, Madagascar, Malawi, Malí, Níger, Senegal y Zimbabwe.

plantación de palmeras de aceite destinada a biocombustible

Plantación de palmeras de aceite destinada a biocombustible

Por lo demás, la agricultura en África va de cabeza como consecuencia de que la Unión Europea y los Estados Unidos hayan exigido a los países de este continente que liberalicen sus sectores agrícolas mientras que los países ricos continúan aumentando sus subsidios a la agricultura, haciendo imposible un juego de competencia justa.

Antes, la mayoría de los hogares rurales africanos consumían lo que ellos producían, pero ahora hay que comprar lo que se come. Si se invierte, como suele ser la norma, el 80% del presupuesto familiar en comida, la consecuencia es evidente: no hay dinero para otros gastos.

En cualquier ciudad africana, una de las cosas que llama más la atención es la visión de miles de personas que caminan por sus calles desde las primeras luces del amanecer, camino del lugar donde trabajan. Si hay que cortar gastos, se empieza por el transporte. Y, aunque se note menos, cada vez más niños (sobre todo niñas) se quedan en casa sin ir al colegio. El segundo gasto a eliminar es el de la educación, algo muy poco alentador en un continente que necesita desesperadamente tener cuadros intelectuales bien formados para poder salir adelante.

Pero tampoco en las zonas rurales de los países empobrecidos la situación es mucho mejor. En algunos casos, los campesinos han perdido sus tierras como consecuencia de la carrera desenfrenada de compañías de países europeos, asiáticos y árabes por acaparar las mejores tierras, privando de ellas a sus legítimos dueños, aprovechándose del hecho de que no tienen títulos de propiedad, de que sus gobiernos están dispuestos a cerrar acuerdos a espaldas de sus ciudadanos y de circunstancias tan dramáticas como una guerra.

En el distrito de Amuru, por ejemplo, en el norte de Uganda, miles de familias fueron obligadas por el ejército, en 1996, a abandonar sus aldeas y concentrarse en campos de desplazados con el pretexto de que así los soldados tendrían más margen de acción para terminar con la guerrilla del LRA. La guerra terminó en 2007, pero muchos campesinos, al regresar a sus tierras, se encontraron con que estas estaban ocupadas por la compañía india Madhvani, que cultiva de manera intensiva caña de azúcar en miles de hectáreas.

Muchos de estos desposeídos han terminado malviviendo en alguno de los nuevos suburbios miserables de la ciudad de Gulu, donde sobreviven con trabajos ocasionales, y donde, ciertamente, tienen que comprar los escasos alimentos que consumen.

En el rural, ahora hay que
comprar lo que se come; se invierte
el 80% del presupuesto familiar en comida
y ya no hay dinero para otros gastos.

Otros casos no son menos llamativos. La reciente campaña Crece, promovida por Oxfam para llamar la atención sobre la crisis alimentaria en muchos lugares del mundo, muestra el caso de mujeres campesinas de Chad que durante los meses de escasez de alimento pasan el día escarbando la tierra para robar a las hormigas sus granos de cereal y conseguir un puñado con que alimentar a la familia.

Esta campaña pone el dedo en la llaga al señalar el sistema que causa hambre en el mundo como un conjunto de los siguientes factores: especulación con el precio de los alimentos, producción de biocombustibles, reglas injustas de comercio internacional, desigualdades entre hombres y mujeres, acaparamiento de tierras y cambio climático.

Cambio climático

Sobre este último factor, el cambio climático, algunas de sus consecuencias, como sequías e inundaciones, inciden también en el alza de los precios. Sequías que producen hambrunas se suceden una tras otra: si el año pasado sonó la alarma en el Cuerno de África, este año la crisis ha estallado en el Sahel. Y hay que tener en cuenta que cuando hay que enviar ayudas alimentarias de emergencia para evitar que millones de personas mueran de hambre, estos víveres cada vez cuestan más.

El antiguo jefe de operaciones humanitarias de la ONU, Jan Egeland, afirmó hace pocos años: “Si antes nos costaba un dólar al día salvar a un niño desnutrido, ahora nos cuesta 80 dólares”.

Convertir el alimento de los seres más vulnerables, algo que marca la diferencia entre la vida y la muerte, en un objeto de rentabilidad donde invertir dinero que busca el máximo beneficio es un acto que trasgrede límites éticos y al que normas internacionales de obligado cumplimiento deberían poner coto.

En el nº 2.819 de Vida Nueva.

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