El perdón: casi imposible, pero necesario

Lo difícil de la paz no consiste en sentar a la mesa de negociaciones a las partes en guerra; ni habrá llegado la paz cuando se firmen los acuerdos. La paz solo comienza cuando aparece el perdón. Solo que perdonar es lo más parecido a un milagro.

Después de 48 años de guerra interna, otra vez el gobierno colombiano intenta un proceso de paz, y nuevamente se siente la necesidad de crear un clima de perdón, como condición indispensable para la paz. Pero no será una empresa fácil.

Apuntaba en el 2001 el exministro y columnista de El Tiempo, Carlos Lemos que “la violencia política que azotó el país no produjo una sola moción de arrepentimiento”. Y explicaba: “un orgullo cerrero nos aísla de la contrición. Raras veces se ve que una persona o un grupo se conduela de sus equivocaciones”. Y agregaba en aquel mismo año el columnista de El Colombiano, Ernesto Ochoa: “lo que está faltando en Colombia para seguir soñando con la paz no son unos mecanismos de negociación, ni nuevos personajes en el diálogo, sino la capacidad de perdonar”.

Una encuesta publicada por El Espectador el mismo día en que el presidente Santos hizo el anuncio de las conversaciones para un proceso de paz, reveló que el 79% de los encuestados opina que no es la hora de buscar acuerdos de paz. Sólo un 20 por ciento estuvo de acuerdo en que era la hora de la paz. Cuatro días después de esa encuesta radial, una encuesta de Gallup reveló que un 60% aplaudía el anuncio de Santos.

Las posibilidades del perdón

Cuando el tema de la paz y del perdón se separan del marco político, se hacen posibles hechos tan positivos como los que atestigua un especialista en el tema, el padre Leonel Narváez con su Fundación para la Reconciliación y las Escuelas de Perdón y Reconciliación que operan en los barrios de Bogotá. Al enseñar a las familias a transformar sus rabias y sus deseos de venganza en disposición para comprender y perdonar, el sacerdote contribuye a la promoción de una cultura de perdón “sin la cual esto no se va a superar. Pienso que el perdón es una salida indispensable para superar la guerra”, explicaba Narváez. Él ve un ejemplo en la cultura de los indígenas del Cauca en cuyo vocabulario hay dos palabras fundamentales: “la limpia” o sea el ejercicio de reconciliarse con la comunidad y “la conversa” o armonización con todos. “La persona que tiene odio y rencor se queda con lo podrido”, es un dicho indígena.

Promovido por el diario El Espectador, el padre Narváez intervino como conferencista en el foro “sin perdón no hay futuro”. En ese foro los asistentes escucharon conmovidos la historia de Immaculee Ilibagiza, una sobreviviente de la matanza de la etnia tutsi ocurrida en Ruanda, y estimulada por el propio presidente Jean Kambanda, para quien el exterminio de esa etnia “solucionaría todos los problemas de Ruanda”. Mientras tanto la radio de ese país africano saludaba a sus oyentes preguntándoles varias veces al día: “¿Ya mataste un tutsi?”. Fue por esos días cuando Immaculee y otras siete mujeres tutsis se apretujaron en un baño de metro y medio en donde permanecieron escondidas tres meses. Cuando, por fin, pudieron salir y llegar a un campo de refugiados, Immaculee halló que toda su familia había sido asesinada y que solo sobrevivía un hermano que estaba en el exterior. A pesar de todo la mujer fue a la prisión “en donde habían encerrado al asesino de su familia y le ofreció su perdón. Entonces cayó en la cuenta de que era lo que había aprendido en aquellos tres meses de encierro en que su principal ocupación había sido la oración. “Le dije que solo quería liberarlo para que pudiera seguir su vida, y así me liberaría yo también de la ira y de las ansias de tener venganza”.

El lenguaje de Immaculee y del padre Narváez no es desconocido en Colombia. Hace parte de una cultura que sobrevive a pesar de los huracanes de odio que han arrasado al país. Esa cultura se mantiene en hogares como el del expresidente Ernesto Samper: “mi papá me enseñó, dice, que el problema del odio es del que lo siente”. Es una cultura fuerte que permea, aún, las filas de la guerrilla. Recordando sus tiempos de guerrillero del M-19, Antonio Navarro se apoyaba en una razón práctica: “el que ha sido combatiente perdona mucho más al otro combatiente porque quien ha estado combatiendo entiende más la guerra y la paz”. El exguerrillero y exitoso senador, gobernador, alcalde y ministro sorprendió al periodista que le preguntó por sus sentimientos hacia el hombre que había tratado de matarlo con una bomba. Sonrió con picardía y le dijo en tono de confidencia: que lo había visto en las primeras filas de un auditorio mientras dictaba una conferencia. Ni siquiera se distrajo, solo sintió una gran curiosidad.

La venganza fue una defensa disuasiva anterior a las legislaciones penales; es una reacción arcaica, explica Edgar Morin para quien el perdón es un progreso humano que se apoya en la fuerza moral. Hoy los más modernos sistemas penales y penitenciarios se proponen disolver la lógica feroz de la venganza y el castigo. Menciona Morin un avance de esta naturaleza al recordar que 403 años antes de Cristo los triunfantes demócratas griegos abolieron la dictadura de los 13 y proclamaron una amnistía.

El perdón como creación

 La etimología de la palabra lo muestra como una actitud excelsa. Pero con su fuerza de insistencia y de constancia en una acción hasta su perfeccionamiento, le comunica al verbo donar el sentido de donación perfecta de lo mejor de sí mismo. El perdón es, por eso, acción elevada, colindante con el milagro.

Explican autores como Ricoeur y Arendt que si crear es obtener algo de la nada, el que perdona, de la nada del desamor y del odio logra la creación de un ente nuevo que es el amor al ofensor, a pesar de todo.

Immaculee, la tutsi, descubrió esa naturaleza creadora del perdón cuando reflexionó que odiar era ponerse al mismo nivel del ofensor y que la manera más segura para restablecer el equilibrio perdido por la negación o la carencia del afecto es darles afecto a los demás. “Fue el perdón lo que me llevó a libertarme de los traumas de la guerra,” concluyó.

Este ideal del perdón sufre un impacto brutal cuando es un político quien lo incorpora como un capítulo de su programa de paz. Aunque en sus orígenes, actos de perdón como el de los vencedores griegos o las amnistías de los romanos, obedecían a cálculos políticos, el perdón que alcanza su cima es el que obedece a un mandato del espíritu.

Citando al poeta español, León Felipe, el columnista Ochoa recuerda una verdad de a puño: “el único heroísmo al que estamos abocados los hombres, es el de saber perdonar”. El perdón es a la vez urgente y casi imposible, y no puede ser una creación de agentes externos como las leyes o la publicidad. Es la obediencia a un impulso interior.

Immaculee ante un auditorio acostumbrado al manejo de tácticas políticas y estrategias apoyadas en factores externos, corrió el riesgo de desconcertar a sus oyentes cuando explicó que este poderoso mecanismo del perdón es “un proceso interior para despojarse de los sentimientos destructivos y dejar a los victimarios aceptar y corregir sus errores”.

Desde otra orilla distante, el filósofo francés Edgar Morin agrega otra señal de identidad del perdón: “El perdón se basa en la comprensión. Comprender a un ser humano significa no limitarlo a la fechoría o al crimen cometido”. Y citando a Hegel, el filósofo explica: “el pensamiento abstracto solo ve en el asesino una maldad abstracta y borra de él el resto de su condición humana”. Recordando a Shakespeare o El Padrino, Morin agrega un dato revelador: “quienes matan pueden ser buenos hijos, buenos padres y sentir amor y amistad”.

Comprender esto, aceptarlo, es posible cuando la mirada se amplía después del ensimismamiento de quien tras el impacto brutal de la ofensa, sólo contempla su herida y su venganza. El perdón supone un cambio de mirada y así, se convierte en un ambicioso objetivo educativo. Para zafarnos de la lógica de hierro de la venganza y del odio, “se necesita un sistema capaz de desarrollar nuestra capacidad de comprensión”, observa Morin.

Este cambio radical en las personas, este giro profundo de una sociedad no es, como podría pensarse, una hazaña para minorías, es una condición indispensable para toda la sociedad si es que, después de una larga guerra, quiere recuperar la paz.

El hijo de Pablo Escobar, en su polémica carta de petición de perdón a dos de las víctimas de su padre, observaba con realismo: “si seguimos en este mar de odio, nos vamos a ahogar todos”.

¿Para qué perdonar?

La magnitud del problema creado por la multiplicación de los crímenes hace aún más urgente el recurso al perdón. Para el obispo surafricano, Desmond Tutu, en su país no había otra salida, a pesar de las proporciones colosales del odio acumulado en los años de dominio del apartheid: “sin perdón no tendríamos futuro”. Hablando en Cali ante un auditorio de más de 1200 personas, algunos de los cuales consideraban injusto e irreal cualquier diálogo con las guerrillas, dijo con una severidad serena: “si quieren terminar la guerra tienen que hablar”. Se trata de eliminar las abstracciones y denominaciones genéricas para mirar el rostro del otro y dialogar cara a cara, porque así comienza el proceso del perdón, con el conocimiento directo del otro.

Los que han conocido y padecido el ciclo infernal del crimen que genera venganzas y de las venganzas que alimentan la hoguera de otras violencias, saben que ese es un incendio que solo se aplaca con las aguas mansas de la misericordia.

Después de haber participado en la creación del FMLN de El Salvador, la exguerrillera Lorena Peña reflexionaba: “uno no debe olvidar la muerte de sus seres queridos en la guerra, porque se vuelve cínico, pero tampoco debe albergar rencor”. El perdón no impone el olvido, pero sí restablece el equilibrio interior indispensable para que la vida recupere su calidad humana.

El perdón implica el reconocimiento de que el error es una posibilidad para cualquier ser humano. Tanto para el ofensor como para el ofendido. En la venganza se olvida esta verdad elemental y el vengador se erige como un juez, además asume el papel de quien castiga un error que él hubiera podido cometer o que también ha cometido. Cuando hay comprensión de la condición falible de todo ser humano, el perdón se hace posible.

Se perdona, además, para que el mal no se repita. Deliberaba Morin: “no tiene sentido perdonar a quien ha cometido crímenes y es probable que vaya a seguir cometiéndolos”. Es claro que la venganza no detiene la corriente del crimen y del odio, sino que la incrementa; en cambio, el perdón llega en el momento en que hay un desequilibrio que daña y ofende y al peso de la ofensa, enfrenta el peso del perdón que, por gratuito y no racional, recupera el equilibrio.

Y respondiendo a la enseñanza evangélica, el perdón es el acto de responder al mal con el bien. Quien perdona da la última respuesta eficaz al mal. A la irracionalidad y el absurdo del mal, corresponde el que perdona a pesar de la irracionalidad y gratuidad del perdón que es tanto como construir donde otro ha destruido, obtener flores en la aridez de un desierto y hacer brotar la vida donde ha sido impuesta la esterilidad de la muerte. VNC

 

“Sin perdón no hay justicia”:

Mons. Rubén Salazar, Presidente de la Conferencia Episcopal de Colombia

La Iglesia católica recibió con optimismo el anuncio del presidente Juan Manuel Santos sobre el “acuerdo general para la terminación del conflicto y la construcción de una paz duradera” (04.09.2012), con el cual el gobierno nacional formalizó el inicio del proceso de negociaciones con la insurgencia, con el propósito de poner punto final al conflicto armado que lacera a los colombianos desde hace más de medio siglo. 

Al día siguiente de la alocución presidencial, desde la curia arzobispal en Bogotá y en rueda de prensa con los medios de comunicación, Monseñor Rubén Salazar, respondió a la pregunta que Vida Nueva Colombia le formuló sobre el sentido del perdón en un eventual proceso de paz.

¿Cuáles son los caminos del perdón que la Iglesia propone en este momento?

El Papa Juan Pablo II en uno de los mensajes para las Jornada mundial de la paz, tenía como lema: “no hay paz sin justicia y no hay justicia sin perdón”, porque cuando la justicia se hace única y exclusivamente castigo, puede adquirir las dimensiones de venganza, y, por lo tanto, se puede convertir prácticamente en una injusticia. Hay un adagio latino que dice: “summum ius summa iniuria” (a mayor justicia, mayor daño), cuando la justicia se lleva al máximo, se puede convertir fundamentalmente en injusticia. Entonces, aquí lo fundamental es que encontremos ese equilibrio ente lo que podríamos llamar la justicia punitiva y la justicia restaurativa, entre lo que significa el castigo por el crimen cometido, pero, al mismo tiempo, la posibilidad de que el criminal, aquel que ha cometido la falta, sea capaz de cambio, de rehabilitación y, por lo tanto, de reinserción en la vida social.

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