Líbano: un grito por la convivencia en Oriente Medio

niña refugiada en el Líbano
cristianos rezan en la basília de Nuestra Señora del Líbano, en Harissa

Cristianos rezan en la basília de Nuestra Señora del Líbano, en Harissa

ANTONIO PELAYO | El inminente viaje de Benedicto XVI al Líbano recuerda, inevitablemente, al que realizó Juan Pablo II en 1997. El Papa polaco venció multitud de obstáculos para poder visitar una tierra martirizada, en la que entonces, como ahora, los sangrientos enfrentamientos étnicos y religiosos en la región socavaban la autoestima de un pueblo llamado a ser ejemplo de tolerancia y convivencia. [Líbano: un grito por la convivencia en Oriente Medio – Extracto]

El Líbano es un país que te captura emocional, cultural y religiosamente. Cuanto más avanzas en el conocimiento de su historia, de sus paisajes, de sus gentes, más te atrae.

Los últimos papas –y de modo muy especial el beato Juan Pablo II– han sido “víctimas” de esta subyugación. Ya en su primer mensaje Urbi et Orbi, el 17 de octubre de 1978, Karol Wojtyla se prometía “tomar muy a pecho el gravísimo problema que afecta a la queridísima tierra del Líbano y a su pueblo, al que todos deseamos ardientemente la paz en la libertad”. A lo largo de sus 27 años de pontificado, el Papa polaco hizo más de doscientos llamamientos e intervenciones a favor del país de los cedros y batalló contra viento y marea hasta que pudo visitarlo los días 10 y 11 de mayo de 1997.

Creo que Benedicto XVI, con su solicitud por el Líbano, también se siente impulsado a marcar la continuidad con su “amado predecesor”, y solo así se explica que haya aceptado, entre tantas otras, la invitación de la Iglesia y del Gobierno libaneses para visitar el país en unas circunstancias actuales tan complejas y, para algunos, sumamente peligrosas.

refugiados sirios en Líbano

Refugiados sirios en Líbano

Tierra de refugio

El Líbano es una encrucijada geográfica y cultural entre tres continentes –Europa, Asia y África–, un acantilado de diez mil kilómetros cuadrados que se asoma al mar y que limita al norte y al este con Siria y al sur con Israel.

Su historia se remonta al siglo IV a. C., y sus tierras fueron colonizadas sucesivamente por los cananeos –fundadores de Tiro y Sidón–, los fenicios, los egipcios, los romanos, los árabes, los cruzados, los mamelucos y los turcos. Al final de la I Guerra Mundial, fue colocado bajo dominio francés, y el 22 de noviembre de 1943 se convirtió en un país independiente, realmente soberano en 1946, cuando evacuaron su territorio las fuerzas inglesas y francesas.

Por su situación geográfica, el Líbano ha sido tierra de refugio para las minorías religiosas perseguidas de todo Oriente Medio. Su población actual (algo más de tres millones de habitantes, más otro millón y medio de emigrantes, principalmente sirios y palestinos) la componen 18 grupos religiosos diferentes; de ellos, 12 son cristianos (seis católicos), cinco musulmanes y uno judío.

La primera predicación cristiana, el Líbano la recibió de labios del mismo Jesús, que varias veces visitó Tiro y Sidón; entre los primeros mártires de la Iglesia, muchos fueron libaneses. Después de los concilios de Éfeso, Calcedonia y Constantinopla, los cristianos se dividieron en varias Iglesias.

El Líbano es el único país de Oriente Medio
donde cristianos y musulmanes están
numéricamente a la par y donde
existe una absoluta libertad
para todos los grupos religiosos.

En la actualidad, los maronitas (discípulos de san Marón, eremita del siglo IV que vivió en Antioquía) son la comunidad cristiana más numerosa del Líbano y la más influyente, gracias a sus instituciones y a sus numerosas y ricas comunidades en diversos continentes. El Patriarca maronita –desde marzo de 2011, monseñor Bechara Boutros Raies una de las personalidades más influyentes y escuchadas de todo el país. Otras comunidades cristianas (en su doble rama, católica y ortodoxa) son la melquita, la armenia, la siro o siríaca, la caldea y la latina.

Los musulmanes –más de la mitad de la población– se dividen, por su parte, en cinco grupos: chiitas, que son los más numerosos (850.000), seguidos por los sunitas (700.000), drusos (180.000), alauitas, ismaelitas y una exigua comunidad chiíta disidente cuyo líder es el riquísimo Karim Aga Khan. Los judíos, que en su día fueron varios miles, hoy son apenas un millar.

A la vista de estas cifras, resulta obvio que el Líbano es el único país de Oriente Medio donde cristianos y musulmanes están numéricamente a la par y donde existe una absoluta libertad para todos los grupos religiosos.

Eso llevó a Juan Pablo II a afirmar que “el Líbano, más que un país, es un mensaje”; de tolerancia, se entiende, de recíproca aceptación, de convivencia, de diálogo interreligioso al más alto nivel y en la vida cotidiana.

Quince años de guerra

Esa convivencia saltó por los aires en 1975, con una guerra devastadora cuya chispa explosiva fue la presencia en territorio libanés de unos 400.000 palestinos armados hasta los dientes y su enfrentamiento con las milicias libanesas llamadas falangistas.

A los sucesivos y sangrientos ataques entre cristianos y musulmanes, entre diversas facciones étnicas y religiosas, se sumaron la intervención militar siria, que llegó a ocupar Beirut, y la israelí, cuyos ejércitos invadieron el sur del país.

guerra en Siria, combatientes en Trípoli

El actual conflicto en Siria amenaza con extenderse al Líbano

Imposible hacer aquí el recuento de las atrocidades cometidas por los diversos bandos a lo largo de quince años de guerra (varios presidentes y líderes políticos salvajemente asesinados), pero no podemos no citar la matanza de palestinos en los campos de Sabra y Chatila (16-18 de septiembre de 1982), así como el fracaso de todas las mediaciones internacionales para poner fin a una carnicería cuyas imágenes sembraban la consternación en todo el mundo.

En enero de 1990 –último episodio de la guerra–, el Ejército libanés, dirigido por el general Michel Aoun, se enfrentó a muerte con las Fuerzas Libanesas de Samir Geagea. En octubre de ese mismo año, una campaña militar sirio-libanesa expulsó del palacio presidencial al general Aoun, que se refugió en la Embajada de Francia, y finalizaron las hostilidades. Antes, los diputados libaneses habían firmado los llamados Acuerdos de Taef, que redimensionan el mapa político y hacen una nueva distribución de poderes.

Algunas cifras nos dan una idea de la sangría que supusieron para ese pequeño país tres lustros bélicos: 140.000 muertos (de los cuales, el 90% eran civiles), 350.000 heridos y 19.000 desaparecidos. Como consecuencia de la guerra, 950.000 libaneses abandonaron su tierra natal (dos tercios de los cuales eran cristianos), 45.000 casas fueron destruidas y 440 lugares de culto cristiano (iglesias, monasterios, seminarios) arrasados.

En el orden económico, la libra libanesa se devaluó en un 600% y el paro se situó entre el 20 y el 30% de la población activa. Han sido necesarios más de veinte años para que la economía del Líbano haya recobrado parte de su pulso.niña refugiada en el Líbano

El empeño de Juan Pablo II

La primera vez que Karol Wojtyla expresó abiertamente su deseo de ir al Líbano fue en 1982, cuando el Ejército israelí había ocupado Beirut. En su discurso a la Curia romana del 28 de junio, dijo: “Afirmo aquí públicamente que estaría dispuesto a ir sin tardanza a la martirizada tierra libanesa, si fuese posible para la causa de la paz”.

Al día siguiente, festividad de los apóstoles Pedro y Pablo, abrió la misa en la Basílica con unas palabras en las que reiteraba su voluntad de viajar al Líbano, pero no siendo eso posible, pidió oraciones para que “reencuentre la paz, resurja de las ruinas, recomponga su unidad y se transforme, del campo de batalla en que hoy se ha convertido, en un activo y pacífico factor de equilibrio en Oriente Medio”.

Desde entonces, el infatigable Papa polaco no cejó en su empeño de visitar el país de los cedros, pero los trágicos episodios de guerra se lo impedían.

El 15 de agosto de 1989, a la hora del Angelus en Castel Gandolfo, casi al borde de las lágrimas, habla del “genocidio” que se está llevando a cabo con el pueblo libanés, “que implica la responsabilidad de toda la sociedad internacional”. “Ahora, aún más que nunca
–añadió–, siento el imperativo interior de ir al Líbano. Ruego que no se me interpongan dificultades en el cumplimiento de este ministerio pastoral”.

En septiembre de ese mismo año, en la Carta Apostólica que dirige a los obispos de todo el mundo sobre la situación en el Líbano, encomienda de nuevo al Señor “la realización de la visita pastoral que tengo la firme intención de llevar a cabo a ese país”.

En noviembre de 1993, el presidente de la República Libanesa, Elias Hraoui, hace una visita al Pontífice, invitándole a visitar su país. “Aceptando dicha invitación –decía el comunicado vaticano–, el Santo Padre ha expresado su deseo de que las circunstancias le permitan dirigirse a ese amado país”. Un mes después, el 21 de diciembre, en su discurso a la Curia romana, anticipa que el viaje en cuestión se prepara para la primavera de 1994, colocándolo en el proceso de reflexión de todos los libaneses en torno a la Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos que ha convocado.

Juan Pablo II afirmó que
“el Líbano, más que un país, es un mensaje”;
de tolerancia, se entiende, de recíproca aceptación,
de convivencia, de diálogo interreligioso
al más alto nivel y en la vida cotidiana.

El entonces nuncio en Beirut, el español monseñor Pablo Puente, había trabajado intensamente para preparar un itinerario y un calendario –durante la primera semana de mayo– lo suficientemente calculados para unir todos los objetivos de tan ambicioso proyecto.

Pablo Puente, el nuncio intrépido

Monseñor Pablo Puente fue nuncio apostólico en el Líbano desde julio de 1989 hasta el mismo mes de 1997, en que fue nombrado representante diplomático del Papa ante Su Majestad británica. Cuando llegó al país de los cedros (antes había sido nuncio en Indonesia y Senegal), sabía muy bien a dónde iba, puesto que había pasado cuatro años (1973-1977) bajo el fuego de la guerra que destruyó la antigua sede de la Nunciatura, en el centro de la capital libanesa.

Retirado de la actividad diplomática por libre decisión –anticipó su jubilación en 2004–, sigue desde su casa en la localidad cántabra de Colindres las andaduras de la Iglesia y del mundo, pero muy especialmente las del Líbano, país que no ha salido del todo de su corazón. Allí estuvo a punto de morir más de una vez, y allí se jugó la vida para que los libaneses pudiesen vivir un día en paz.

Conocía los entresijos políticos, militares y diplomáticos de un país que, como el ave fénix, renace de sus cenizas. “Puente es más libanés que muchos de nosotros mismos”, me dijo un día un abogado de Beirut que le conocía muy bien, y yo recordé la frase paulina de “hacerse griego con los griegos y romano con los romanos”.

Volviendo a Juan Pablo II, una vez más, el contexto político-militar se complica hasta la exasperación, y el 11 de abril de 1994, con una amplia declaración del portavoz vaticano Joaquín Navarro-Valls, se anuncia que, “después de haber consultado a la Asamblea de Patriarcas y de Obispos Católicos del Líbano, las más altas autoridades del Estado y otras personalidades, se ha considerado más oportuno posponer el viaje algún tiempo, hasta un momento más propicio, a fin de que obtenga los esperados frutos”.

Como premisa a esta renuncia, el comunicado precisa que “se han registrado acontecimientos graves e imprevisibles que han provocado fuertes tensiones y turbado el ambiente, de tal modo que no parece todavía apto al carácter pastoral de la visita”. Pocos meses antes, en efecto, un atentado en una iglesia cristiana de Zouk había causado diez muertos y herido a 60 personas… No había garantías de que una locura semejante no fuese intentada durante la visita de Juan Pablo II.

catolicos melquitas en LíbanoResignado, pero sin abdicar de su voluntad de llevar a cabo sus propósitos, el infatigable pastor tendrá que esperar aún tres años antes de poder ver realizado su sueño.

Un Sínodo Especial

Quizás como consuelo ante tantas dificultades, Karol Wojtyla anuncia el 12 de junio de 1991 la convocación de una Asamblea Especial para el Líbano del Sínodo de los Obispos, que deberá celebrarse en el Vaticano del 26 de noviembre al 14 de diciembre de 1995. El lema propuesto dice: Cristo es nuestra esperanza, renovados por su espíritu, solidarios damos testimonio de su amor.

En su convocatoria, el Papa se dirige también “a los libaneses de fe islámica, invitándoles a apreciar este esfuerzo de sus conciudadanos católicos, a verlo como el deseo de estar más cerca de ellos, en una sociedad de genuina convivencia y sincera colaboración para la reconstrucción del país” (de hecho, en el Sínodo participaron tres representantes de las comunidades musulmanas).

Los trabajos, tanto en el Líbano como en Roma, comienzan inmediatamente: el 13 de marzo de 1993 se publican los Lineamenta, y antes del verano de 1995, sale a la luz el Instrumentum laboris, que marca claramente la esperanza de todos los libaneses “de poder volver a reunirse para reconstruir todos juntos su país, en pro de su naturaleza como lugar de encuentro y convivencia entre los hombres”.

El Sínodo se abrió el 26 de noviembre de 1995, festividad de Cristo Rey del Universo, con una vistosa Eucaristía presidida por el Pontífice en la Basílica de San Pedro, en la que al rito latino se unieron elementos de las antiquísimas liturgias melquita, maronita, siro-antioquena, armenia y caldea. Con el Papa concelebraron los dos presidentes delegados de la Asamblea Sinodal, el Patriarca maronita Nasrallah Pierre Sfeir, y Achille Silvestrini, prefecto de la Congregación para las Iglesias Orientales, así como los otros tres patriarcas libaneses, Hayek, Hakim y Kasparian, y muchos de los 120 participantes en el Sínodo.

La Asamblea Especial para el Líbano
del Sínodo de los Obispos Sínodo, en 1995,
firmó un mensaje conclusivo
con algunas ideas clave para el futuro del país.

Al final de sus trabajos, que se desarrollaron constructivamente, pero con momentos de tensión por los puntos de vista discordantes de algunos de los presentes, el Sínodo hizo público un mensaje de nueve páginas dirigido a todos los libaneses con algunas ideas clave: la necesidad de salvaguardar la especificidad del Líbano como país pluralista que permite la convivencia islamo-cristiana en un clima de libertad, igualdad y colaboración; el régimen político debe asociar a todas las comunidades en las decisiones de relevancia nacional; y los musulmanes deben ser considerados por los cristianos como compañeros de trabajo en la ciudad terrestre y compañeros en la peregrinación hacia la ciudad de Dios.

“Nada hay más desmoralizador para el pueblo libanés –escribían los padres sinodales– que el sentimiento de que no es dueño de su destino. Este sentimiento paraliza la vida nacional, retarda el retorno de los emigrados y continúa fomentando las salidas hacia el extranjero (…). El retorno de la paz es también el retorno del estricto respeto de los derechos humanos. Pedimos, pues, al Estado que se ponga fin a las detenciones arbitrarias, que la tortura sea abolida, que las personas encarceladas por razones políticas sean liberadas, que se clarifique la suerte de las personas desaparecidas, que las personas alejadas del Líbano sin sentencia judicial estén en medida de volver a sus casas y de vivir en ellas seguras, que se restablezca la igualdad de todos ante la ley y la justicia. La ausencia de respeto a los derechos humanos impele injustamente a los libaneses a abandonar el país”.

papa Juan Pablo II con Elias Hraoui, presidente de Líbano, en Líbano 1997

Juan Pablo II y el presidente Hraoui, en Líbano en 1997

A los jóvenes, más en concreto, se les pedía que ni condenasen ni juzgasen a la Iglesia, porque “su vocación es la vuestra, su misión es la vuestra. Asegurad el relevo con la intrepidez de vuestra vida cristiana. Vuestra Iglesia, vuestro Líbano, serán mañana los que vosotros queráis que sean”.

El sueño realizado

Por fin, en la primavera de 1997 llegó el momento tan esperado de poder visitar el Líbano. Hasta el último instante no faltaron las tensiones y las aprensiones ante posibles atentados contra la persona del Papa o los fieles que quisieran acudir a sus ceremonias. Según un sondeo publicado por diversos medios de comunicación locales días antes de la llegada de Juan Pablo II, el 87,67% de la población era favorable a su visita, frente a un 4% de adversarios y un 7% de indiferentes.

Más importante aún: el líder de la formación islamista filoiraniana Hezbolá, Hassan Nasrallah, invitó la víspera a sus correligionarios a acoger favorablemente al Papa. “Creo que esta visita –dijo al periódico L’Orient-Le Jour– debe desarrollarse sin reservas ni prejuicios. Dejémosle que haga lo que crea necesario y después juzgaremos”. “Su visita es muy importante también para la comunidad musulmana”, aseguró, por su parte, el secretario del Comité Nacional para el Diálogo Islamo-cristiano, el musulmán Muhammad Al Samak.

La visita se desarrolló en 32 horas y se limitó a Beirut y sus alrededores: Harissa, sede de la Nunciatura Apostólica, que fue también su residencia; y Bkerké, sede del Patriarcado Maronita.

“Hoy, con gran emoción –dijo el Santo Padre a su llegada al aeropuerto internacional de Beirut, vigilado por tierra, mar y aire– he besado la tierra libanesa como signo de amistad y respeto. Vengo a vuestra casa como un amigo que quiere visitar a un pueblo y sostenerle en su diario caminar. Como amigo del Líbano, vengo a animar a los hijos e hijas de esta tierra de acogida, este país de antigua tradición espiritual y cultural, deseoso de independencia y libertad”.

“A vosotros os toca hacer caer
los muros que han podido ser edificados
durante los períodos dolorosos de la historia
de vuestra nación”.

Juan Pablo II a los libaneses, en 1997.

Nada más abandonar el ­aeropuerto, visitó al presidente de la República, el maronita Elias Hraoui, en el Palacio de Baabda; al presidente de la Cámara de Diputados, el chiíta Nabih Berri; y al presidente del Consejo de Ministros, el sunita Rafic Hariri (asesinado pocos años después), así como a los jefes de las comunidades religiosas musulmanas.

A la caída del sol, se encontró en la basílica de Nuestra Señora del Líbano, en Harissa; allí, ante numerosísimos jóvenes llegados de todo el país, firmó la exhortación apostólica postsinodal Una nueva esperanza para el Líbano. “A vosotros os toca hacer caer los muros que han podido ser edificados durante los períodos dolorosos de la historia de vuestra nación; no alcéis nuevos muros en el seno de vuestro país. Al contrario, os toca construir puentes entre las personas, las familias y entre las diferentes comunidades. En vuestra vida cotidiana ojalá podáis llevar a cabo gestos de reconciliación para pasar de la desconfianza a la confianza”.

cristianos rezan en una iglesia en Beirut, Líbano

Celebración cristiana en Beirut

Al día siguiente, domingo 11 de mayo, en una imponente explanada cercana a la Plaza de los Mártires y a la base naval (donde la avalancha de personas era tal que el grupo de periodistas que teníamos que acercarnos al altar papal corrimos el peligro de ser literalmente aplastados), tuvo lugar la misa de conclusión del Sínodo libanés.

“En esta asamblea excepcional –afirmó el Papa en su homilía– hemos querido decir al mundo la importancia del Líbano, su misión histórica desarrollada a través de los siglos: país de numerosas confesiones religiosas, ha demostrado que estas pueden vivir juntas en la paz, la fraternidad y la colaboración; ha mostrado que se puede respetar el derecho de todos y cada uno de los hombres a la libertad religiosa; que todos están unidos en el amor a la patria, que ha madurado en el curso de los siglos conservando la herencia espiritual de sus padres”.

Antes de abandonar Beirut, esa misma tarde dirigió un llamamiento a los dirigentes de la comunidad internacional para que “sean garantizadas la soberanía, la autonomía legítima y la seguridad de los estados y que sean respetados el derecho y las aspiraciones comprensibles de los pueblos”.

Sobre el país que le había acogido con tantas pruebas de entusiasmo, deseó que fuese sostenida “la marcha de los libaneses hacia una sociedad cada vez más democrática en una total independencia de sus instituciones y en el reconocimiento de sus fronteras, condiciones indispensables para garantizar su integridad”.

El del Líbano hacía el número 77 de los viajes internacionales de Wojtyla. Solo el que pudo realizar el año 2000 a Tierra Santa acumuló una espera más emocionada en su corazón.

En el nº 2.813 de Vida Nueva.

 

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