Tribuna

El honor de Dios

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Fernando García de Cortázar, SJ, historiadorFERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR | Catedrático de Historia Contemporánea. Universidad de Deusto

“Sin la defensa del lugar del hombre en el mundo, se vulnera la tarea encomendada por Cristo. Sin ese ejercicio de vigilancia suprema, no sabremos defender el honor de Dios…”.

En octubre de 1959, se estrenó en el Teatro Montparnasse de París Becket o el honor de Dios, de Jean Anouilh. Las desavenencias entre Thomas Becket, arzobispo de Canterbury, y su amigo Enrique II, que le había elevado a la máxima dignidad de la Iglesia católica en Inglaterra, desembocaron en la muerte violenta del prelado en 1170, que dio pie a esta obra y a otra de igual maestría, Asesinato en la Catedral, de Thomas S. Eliot.

El enfrentamiento entre la independencia de la Iglesia y el proyecto de una monarquía en gestación escenificaba en ambas obras el conflicto entre el mensaje perpetuo del cristianismo y la estrategia temporal del poder político. Fuera en los tiempos del fascismo o en los de la Guerra Fría, para ambos escritores católicos existía el deber de manifestar, por encima de las circunstancias históricas concretas, la buena nueva de Jesús.

Los cristianos, sea cual fuere su lugar en la comunidad de los creyentes, están obligados a defender el honor de Dios. Honrar la palabra dada: la promesa de redención a través de la Encarnación, vida y pasión de Cristo. Honrar la promesa de justicia del Sermón de la Montaña. Verificar la saciedad de los humildes y la reprobación de quienes se enriquecen poniendo en almoneda la dignidad de los hombres.

El honor de Dios nunca podrá mecer la cuna de la violencia social ni coquetear con una justicia absorta en sistemas utópicos que reducen el proyecto del hombre a una instancia provisional y terrena.

Pero el honor de Dios tampoco podrá sostenerse siendo indulgentes con el pecado, considerándolo el lamentable resultado de una libertad que implica la posibilidad del error. Nuestra compasión nunca puede ser resignada aceptación de la imperfección humana. Debe poseer la energía del escándalo cuando se fabrican condiciones sociales ignominiosas, que pueden llevar a los inocentes a perder su confianza en la propuesta que Cristo hizo a los hombres de buena voluntad en esta Tierra.

Hacer honor a la palabra de Dios es mucho más que la defensa de una institución, aun cuando esta contenga el fluido imperecedero del acto fundacional de la Cruz.

La Iglesia es custodia de un mensaje con el que se inició la aventura del hombre moral, libre y universal sobre la Tierra. No defiende una posición parcial, un programa que representa a un porcentaje de quienes habitan el mundo, ni de los ciudadanos de nuestro país.

El cristianismo expresa, como no lo ha hecho idea ni institución alguna durante los últimos dos mil años, la defensa del hombre vuelto a nacer, definido de nuevo gracias a la Encarnación. La Iglesia no está obligada solo a defender su autonomía política frente al poder: su carga es mucho más pesada que la de una relación bilateral con quienes manifiestan compartir principios esenciales acerca de los derechos de la persona.

En estos tiempos en que el sufrimiento social adquiere su paroxismo, el hombre está en peligro de que su alma se corrompa por la desesperación o de que continúe encharcada en la indiferencia ante la suerte de los humillados. De nada nos servirá salvar nuestra posición terrenal, nuestra parcela de poder, nuestra riqueza de influencias, si perdemos el alma de nuestro compromiso con la dignidad de los hombres.

Hace dos mil años, Dios resolvió renovar –¡y a qué precio desde entonces!– su compromiso con sus criaturas. Restauró la alianza que prometía su salvación, pero también la que exigía de nosotros la preservación constante de su dignidad y la reprobación sin matices de quienes pusieran en riesgo la integridad de su fe.

Sin la defensa del lugar del hombre en el mundo, se vulnera la tarea encomendada por Cristo. Sin ese ejercicio de vigilancia suprema, no sabremos defender el honor de Dios.

En el nº 2.812 de Vida Nueva.