El grito de Montesinos sigue vivo en Cajamarca

La Iglesia se vuelca en el apoyo a los campesinos indígenas peruanos acosados por las mineras

padre Antonio Sáenz iglesia indígena en Cajamarca Perú

El P. Antonio Sáenz, párroco en Celendín (Cajamarca)

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA | Cinco siglos después del grito de Montesinos, el religioso dominico que aturdió la conciencia de las autoridades de la colonia de La Española con el fin de mostrar que los indígenas eran personas como las demás y, por tanto, merecían un trato digno, este mismo clamor por la justicia se reproduce hoy en toda América Latina.

Y es que, en los últimos años, uno de los fenómenos más extendidos en varios países del continente es aquel por el que empresas multinacionales, con la connivencia de las autoridades gubernamentales locales, se apropian de territorios en los que viven desde tiempos inmemoriales comunidades indígenas con el fin de implantar allí proyectos que destrozan su hábitat natural.

Uno de los últimos casos es el que se registra en Cajamarca, en la sierra norte de Perú, en un enclave fronterizo con Los Andes en el que viven desde siempre pueblos campesinos. ¿Su delito? Tener su casa al lado de la mayor mina de oro de toda América Latina, en un proyecto encabezado desde hace dos décadas por Yanacocha, un consorcio de carácter internacional conformado por la empresa minera estadounidense Newmont, con el 51% de las acciones; la peruana Buenaventura, con el 44%; y el Banco Mundial, con el 5% restante.

¿Las consecuencias para la comunidad indígena? Más pobreza y más contaminación. Un riesgo que se ha acrecentado con Conga, el último proyecto minero del consorcio, que implicaría el secado de cuatro lagunas para facilitar la explotación de oro y cobre. Como los campesinos han denunciado, esto pone en cuestión la viabilidad de los sistemas hidráulicos naturales y, por tanto, la superviviencia en su tierra.

Todo estalló a inicios de julio, cuando la policía reprimió por la fuerza marchas de protesta. Cinco campesinos muertos por heridas de bala fueron el resultado final de una tragedia que conmocionó a todo Perú.

Un pueblo reprimido

Sumidas en la indefensión, las familias de las víctimas necesitaban una palabra que fuera más allá incluso del consuelo y la esperanza. Esa palabra, en la homilía del entierro, se la dio su pastor, el español Antonio Sáenz Blanco. Este sacerdote diocesano de Badajoz, que a sus 58 años lleva ya 12 en Perú, al modo del sermón de Montesinos, clamó por la justicia: “¡No hay derecho a esto! (…) Urgíamos a la policía y al ejército a mantener una postura de serenidad y comprensión con un pueblo cuya pretensión es hacer oír su voz defendiendo el agua y la vida, y pedíamos al pueblo abstenerse de caer en actos violentos. Por favor, no más violencia, ni física, ni verbal, ni institucional”.

En el intento de buscar las causas profundas del conflicto, llegó el aldabonazo en las conciencias de los últimos responsables: “Algunos, lo que desean es el oro y el cobre, y se les trata con reverencia. Al pueblo, que lo que busca es el agua, se le trata con represión, desde órdenes tomadas por señores que están cómodamente sentados en sus sillones limeños. A unos, reverencia; a otros, represión desproporcionada. Siempre le toca la muerte a los más pobres, a los más indefensos”.

En el nº 2.810 de Vida Nueva. El grito de Montesinos sigue vivo en Cajamarca, íntegro solo para suscriptores

 

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