Un despertar indígena frente al eurocentrismo

niño indígena en una Iglesia con velas

niño indígena en una Iglesia con velas

PABLO ROMO CEDANO. MÉXICO DF | Ya en 1995, el Consejo Indigenista Misionero (CIMI), desde Brasil, adoptaba los siguientes objetivos: “A través de nuestra fe en el Evangelio de la vida, la justicia y la solidaridad frente a la agresión del modelo neoliberal, hemos decidido fortalecer la presencia y apoyo en las comunidades, las personas y las organizaciones indígenas en la sociedad brasileña y actuar como aliados (…) de los pueblos indígenas, el fortalecimiento del proceso de autonomía de estos pueblos en la construcción de una alternativa de proyecto, multiétnica, popular y democrática”.

Y agregaban como principios: el respeto a la alteridad indígena en su pluralidad y su valor étnico-cultural e histórico de los conocimientos tradicionales de los pueblos indígenas, la lucha por garantizar los derechos históricos, y la elección y el compromiso con la causa indígena dentro de una perspectiva más amplia de una sociedad democrática, justa, multiétnica y multicultural.

Un despertar surge en medio de las comunidades y pueblos indios, tanto secular como teológico. En el mundo de los gobiernos y de las reivindicaciones globales, los pueblos indios posicionan una agenda cada vez más clara, más compacta y conjunta, asumiendo diversidades y multirregiones.

Las instancias internacionales que nacen con la vocación de respetar a los derechos de los pueblos indios se hacen más desde los pueblos indios y menos desde los gobiernos que pretenden unificar en “ciudadanos” la compleja relación de los desiguales.

En la Iglesia, ya desde Juan Pablo II se asomaban las insurgencias indígenas, se inician las grandes discusiones colocando al sujeto de la reflexión teológica, al indio, en su contexto: pobre, explotado y marginado. Se discutía ya no sobre la humanidad del indio, sino sobre su derecho de acceso al ministerio desde sus tradiciones culturales.

El difícil acceso al ministerio del orden

Hay que recordar que a los indios no se les dejó –en casi todo el período colonial en la mayoría de los países– acceder al ministerio del orden, según la poco conocida ley de ‘linaje de sangre’. En la Nueva España, el arzobispo Aguiar y Seijas concedió por primera vez, en 1697, la oportunidad a algunos indios de acceder al orden. Sin embargo, este acceso estuvo siempre condicionado por decreto a una superioridad numérica de europeos y a que los indios fueran hijos de nobles indios.

Los ministerios ordenados y no ordenados entre los pueblos indios han sido regateados permanentemente por muchos sectores de la Iglesia. Una criba natural del acceso al ministerio ha sido la necesidad de pronunciar, en términos de la cultura y filosofía medieval europea, el anuncio de la Buena Nueva para los pueblos que nunca han sido herederos de la cultura helénica, en el nombre de una presunta universalidad del conocimiento.

Con frecuencia –dicen muchos de los que reflexionan en torno al tema–, el pretendido universalismo encubre una ideología eurocéntrica y etnocéntrica. En ocasiones se expresa incluso en documentos de la Iglesia, que hablan de los indios sin ser ella india, es decir, desde afuera, describiéndolos y tratando de comprenderlos, pero pocas veces como parte.

De ahí la insistente búsqueda de muchas diócesis de elaborar catequesis, programas y proyectos no para los indios, sino desde los indios.

En el nº 2.807 de Vida Nueva.

 

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