El despojo: un problema de conciencia

Devolverles sus tierras a los desplazados, protegerlos de la acción criminal de los despojadores, acompañarlos en su regreso y recuperación de sus tierras, más que un proyecto político, es un problema de conciencia y de supervivencia para el país. Y un reto de fidelidad para los creyentes.

Los que cultivan las tierras de El Garzal, al sur de Bolívar, son la tercera generación. Los viejos llegaron cuando eran terrenos baldíos de la nación. En la historia, recogida por Alfredo Molano, el sosiego campesino se rompe cuando irrumpe, prepotente y gritón, el primero de los Barreto, Manuel Enrique, nombre que figura en la versión libre de alias Julián Bolívar como el que, junto con Macaco, trajo los paramilitares y con ellos, la zozobra a este corregimiento.
Estos Barreto también aparecen vinculados al despojo de tierras en los Montes de María, según investigación de la Superintendencia de Notariado y Registro, y a la construcción de una pista que sirvió para el transporte de cocaína de Pablo Escobar y que utilizaron los guerrilleros del ELN que secuestraron un Fokker de Avianca en abril de 1999.
Tal es el perfil del hombre que llegó a El Garzal para apoderarse de las tierras que cultivaban 78 familias desde cincuenta años atrás. Y agrega Molano: “hoy El Garzal está dividido en 14 títulos, todos a nombre de la familia Barreto Esguerra”, y con el aval de notarios de Bogotá, Cartagena, Simití y Mompós.
Las pretensiones de los Barreto aparecen legalizadas, además, por el juzgado primero de Simití y por la Oficina de Instrumentos Públicos de ese municipio, cuyos titulares tienen relación con los Barreto; también los apoyan las Bacrim, bandas criminales que movilizan armas y droga por el lugar y que mantienen bajo amenaza a la comunidad, según consta en informes oficiales.
Ni más, ni menos esta es la historia que cuentan en otras regiones los investigadores que han seguido la trayectoria de los desplazados, despojados de sus tierras. Según el Informe de Desarrollo Humano, Colombia 2011, de Naciones Unidas, 3,6 millones de personas en Colombia han sufrido desplazamiento forzoso y 6,6 millones de hectáreas les fueron arrebatadas mediante acoso armado o judicial o con el uso de los dos recursos. Esto ha ocurrido en los últimos 13 años como parte de un proceso que atraviesa toda la historia nacional. Ha sido una guerra solapada por la tierra, que explica la persistencia de nuestras guerras civiles y la violencia que ha llegado hasta nuestros días.
Como el presidente Santos y su Ley de Tierras, ahora, los presidentes Alfonso López Pumarejo y Carlos Lleras Restrepo en el pasado, quisieron hacerle justicia al campesinado, con sus propuestas de reforma agraria. “Me juego entero mi prestigio y mi vida política por la reforma agraria”, dijo Lleras Restrepo con palabras a las que hizo eco el presidente Santos al presentar su proyecto en el congreso. Pero la oposición abierta del partido conservador y el rechazo encubierto del partido liberal, alentaron en los dos casos a los terratenientes para la defensa a sangre y fuego de las tierras de que se habían hecho dueños, hasta lograr la concentración que hoy registra con alarma el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD): el 52% de la tierra en Colombia está concentrado en las manos de un 1,15% de propietarios; un hecho que le ha dado al país el título escandaloso del segundo más desigual en América Latina, y uno de los primeros en el mundo.
Son los términos asépticos con que se describe la catástrofe social de que son víctimas los 3.600.000 campesinos desplazados por el despojo de sus tierras.

Los autores de la catástrofe

Contribuye a esta catástrofe la acción a veces inconsciente, casi siempre cómplice de notarios y registradores que le dan al despojo una máscara de legalidad. Acosado por las acusaciones, el notario de San Jacinto intentó una explicación: “solo somos receptores de documentos”, dijo en lo que parece ser la excusa usual en las notarías, para los abusos encubiertos con los sellos y firmas oficiales. El robo de tierras en los Montes de María se hizo con la complicidad de 19 funcionarios, además de alcaldes como los de San Juan Nepomuceno, San Jacinto y Zambrano, y los notarios de esas localidades y los de Córdoba y el Carmen de Bolívar; todos ellos responden ante unos investigadores de la justicia que piensan que el motivo no es solo una simple y pasiva recepción de documentos.
En Quibdó, Marinilla, Turbo, Fundación, Plato y Ciénaga, la Superintendencia de Notariado les sigue la pista a las transacciones con que les robaron 222.000 hectáreas a más de 460 familias de desplazados.
No son, pues, los terratenientes desalmados, ni los paramilitares, guerrilleros y las bandas criminales los únicos responsables de esta catástrofe social; son líderes de cuello blanco, misa los domingos, amigos o familiares de religiosos, dueños de apellidos respetados y respetables y herederos de una tradición creada por viejos patriarcas, los “abuelos que siquiera se murieron” cantados por Robledo Ortiz, los que han adiestrado sus conciencias para que no reaccione mientras le ganan la guerra de la tierra a campesinos inermes e indefensos, pero honrados.
Porque no hay argumento alguno que legitime el despojo. El Ministerio de Agricultura detectó más de diez trucos utilizados para apoderarse de tierras ajenas y en la misma ley de tierras es posible encontrar grietas por donde se infiltran la mala fe y las trampas de los despojadores. Unas veces son los documentos falsos, otras las reuniones con campesinos para convencerlos y presionar su asentimiento, o el truco de algún ladino exconsejero presidencial que creó un sindicato paralelo al que defendía los derechos de los campesinos de Las Pavas, para dividirlos aunque con la sospechosa característica de ser un sindicato al servicio de los terratenientes que les disputan la tierra.
Todas estas trampas y zancadillas para la ley, y tranquilizantes para las conciencias, pierden su contundencia cuando una conciencia social activa y una conciencia individual viva, muestran la otra cara de esta catástrofe social.

El impacto social del despojo

La historia de las guerras colombianas, las atrocidades de la violencia de la segunda mitad del siglo XX y de los doce años de este siglo, son hechos que ponen al descubierto el impacto del despojo de tierras en la vida de la sociedad.
Esa injusticia atraviesa toda la historia colombiana y la marca como con una herida que no acaba de cerrarse, y ello hasta el punto de que hoy puede afirmarse, con respaldo en los hechos, que “es prácticamente irreversible el cambio económico y productivo generado sobre la base de tierra despojada a la población campesina”, como aparece en el informe de la Corporación Nuevo Arco Iris.
Son, pues, una economía y una productividad montadas sobre la injusticia y la violencia del despojo y que se han convertido en una segunda piel de la vida nacional.
A lo largo de la historia pasada y en las prácticas del presente, el robo violento o fraudulento de las tierras ha llegado a legitimarse. Una de las formas de legitimación procede de la misma sociedad que, a pesar de los males que le ha producido la práctica del despojo, vuelve los ojos al otro lado para dejar sin sanción social a los despojadores. El rigor que en nuestra sociedad tradicional se aplica a la madre soltera, a los divorciados o a los grupos de gays u homosexuales en nombre de principios y costumbres cristianas, no aparece cuando se presentan en sociedad el ladrón de tierras o el auspiciador de las acciones de grupos armados ilegales. Apunta el citado documento de Nuevo Arco Iris: “la necesidad de desarrollar una campaña sobre los beneficiarios del despojo, que implique sanciones sociales más allá de la ley, sobre empresas e individuos que se lucraron de ello”.
Las primeras aplicaciones de la Ley de Tierras ya han demostrado, además, que la injusticia no se repara con la sola titularidad legal de los predios. El campesino sólo tendrá en sus manos un papel al que se agregan las deudas, el compromiso de hacer productivas sus tierras, la necesidad de préstamos y de asistencia técnica, la defensa de su vida que comienza a ser amenazada cuando se conoce su aspiraciones a la devolución de la tierra, el asedio de los que, conocedores de su debilidad económica, lo agobiarán y cercarán con ofrecimientos. Se trata, en muchos casos, de grupos poderosos interesados en conservar la propiedad que han comenzado a explotar.
Ante una situación así, con la que parece reiniciarse el círculo infernal del despojo y la violencia, y a pesar de los compromisos y esfuerzos del gobierno, es evidente que la sociedad como tal, o asiente pasivamente y acepta que las raíces de la violencia se reproduzcan y la injusticia se eternice o busca una solución radical.

El párroco y los palmeros

Habla el padre Ubaldo Díaz, párroco en Regidor, bajo cuya jurisdicción está la Hacienda Las Pavas.
La familia Dávila Abondano, Los Macías y los Dávila gestionaban la expulsión de los campesinos que desde 17 años atrás, vivían y cultivaban en Las Pavas.
El 14 de julio de 2009 miembros del ejército y de la policía expulsaron a los campesinos. Ese día estaba yo con otros dos sacerdotes. Los campesinos no querían desalojar. Se atrincheraron en la casa de la hacienda mientras el Esmad iba entrando. Allí había niños, ancianos y mujeres. Nosotros los convencimos de que salieran. Los otros dos sacerdotes eran el padre Leonel Comas, director de Pastoral Social de la diócesis de Magangué y el padre Rafael Gallego, director de los espacios humanitarios del Programa de Desarrollo y Paz. Estábamos presentes porque sabíamos que el desalojo iba a ser muy difícil porque los campesinos no querían salir y deseábamos ser garantes de que la fuerza pública no fuera a maltratarlos. El inspector que vino a desalojarlos, llegó con los palmeros. Eso no era tranquilizador. Si no hubieran desalojado habría habido muertos.
Yo fui contactado por los palmeros para que convenciera a los reclamantes de Las Pavas para que desistieran. Lo hicieron en tres ocasiones: la primera en 2008, Armando Villegas, gerente de una palmera, Brisas. Fue a mi casa a decirme que le ayudara a interactuar con ellos. “Dígame padre, ¿qué hay que hacer?”, me dijo. Le contesté que apenas estaba conociendo la zona. Hubo otras dos reuniones con los Dávila y los Macías.
Los sacerdotes hemos estado presentes en la región y monseñor Leonardo Gómez Serna, obispo de Magangué, es un hombre de diálogo. Los palmeros querían que ayudáramos a buscar una solución al conflicto social. Pero no tuvimos eco.
Alfonso Dávila Abondano me llamó aparte y me dijo que a mí me escuchaba la comunidad y por eso quería hablar conmigo. Después me contó que tenía una fundación para niños especiales en Barranquilla. Y me dijo: “Padre, ¿qué necesita para que me ayude con los campesinos?” Le contesté que lo que quería él no me lo podía dar. Me abrió los ojos y me preguntó qué deseaba. “Quiero justicia”, le respondí. Desde ese momento se rompió toda relación con él.
(De la entrevista con la periodista Cecilia Orozco, El Espectador 18-12-11)

 

Una respuesta desde la conciencia

¿Tiene la conciencia cristiana una palabra y una actitud que ofrecer?
La conciencia de los creyentes, o de quienes creen serlo, necesita una ilustración y sensibilización, y es aquí en donde a la Iglesia le corresponde asumir su tarea de formadora de conciencias en un momento en que la inactividad puede ser leída como legitimadora o cómplice de una catástrofe social.
La lucidez con que los obispos en 1940, después en 1958 y 1960 y, más tarde, en una carta colectiva de 1994, se dirigieron a la conciencia del país para urgir el deber de justicia de proteger al campesinado de los despojadores, vuelve a ser urgente. Con visión profética advirtieron en 1958 cuando la violencia provocaba una emigración campesina hacia las ciudades: “Este es un problema que no se solucionará mientras a todas estas gentes no se les restablezca, con las debidas garantías, en el goce de lo que antes poseían”. La advertencia se mantiene vigente. Y el deber de crear una conciencia de rechazo a los despojadores y de solidaridad con los despojados se ha hecho más apremiante todavía. VNC

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