El escondite

PABLO d’ORS | Sacerdote y escritor

“No es solo que necesite encerrarme, sino esconderme: que nadie sepa que estoy ahí. Que solo lo sepamos Dios y yo…”.

No es solo que necesite encerrarme, sino esconderme: que nadie sepa que estoy ahí. Que solo lo sepamos Dios y yo. ¿Qué extraño placer hay en esconderse? Escondido puedo escribir, leer y rezar, que es lo que más me gusta en el mundo. Estas tres actividades son maneras de estar conmigo mismo, de familiarizarme con quien he llegado a ser.

Cuando mi ración de soledad me parece suficiente, cuando mi alma queda más o menos satisfecha, salgo al mundo. No me basta un refugio –ermita o habitación– para ser feliz. Siempre llega el momento en que debo abrir la puerta para permitir que lo que no soy yo entre en mi corazón.

Pero cuanto más salgo al mundo, más necesito volver a mí, porque mayor es la nostalgia de mi escondite. Mis silencios, tan poblados, son la mejor patria que he encontrado: un lugar árido y fértil, según; un espacio tan fecundo como estéril, tan lleno como vacío, tan magnífico como horrible.

No sé bien qué pensar de mí mientras me voy haciendo mayor: soy casi todo y su contrario, y está bien así. Con esta conclusión miro a Dios, pero sobre todo me dejo mirar por Él. Soy insignificante, pero en el mismo centro de esta insignificancia hay un extraño núcleo significativo: pequeño, consistente, ingobernable.

Cuando puedo me refugio en el sueño, esa antesala del paraíso. Me hundo en el olvido de mí. Me abandono y me fundo con el universo. Quisiera dormir más, pelear menos. Quisiera tener en mi alma un interruptor que, cuando estuviera fatigado, pudiera apagar. Y sumirme en la dulce oscuridad.

En el nº 2.793 de Vida Nueva.

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