Romano Dada: “Cuando la gente es pobre, depende más de Dios”

Romano Dada, misionero

Misionero comboniano ugandés

Romano Dada, misionero comboniano en Uganda

Texto y foto: JOSÉ CARLOS RODRÍGUEZ SOTO | Cuando Romano Dada tenía 12 años, toda su familia tuvo que escapar al Zaire (hoy República Democrática del Congo). Eran los años posteriores al derrocamiento de Idi Amin, y quienes, como ellos, provenían de la región natal del dictador, en el noroeste de Uganda, se vieron atrapados en un círculo de venganzas y rebeliones que obligaron a sus padres y a sus siete hijos a pasar tres años de exilio en campos de refugiados. [Entrevista con Romano Dada – Extracto]

El recuerdo, aunque atemperado por la serenidad, es propio de quien ha visto mucho sufrimiento: “Todos los días moría gente por enfermedades y los niños no teníamos una escuela a la que ir”.

Una dura experiencia, pero, a partir de la cual, “Dios se sirvió para llamarme a la vida misionera”. El hoy padre Dada recuerda cómo percibió esta llamada: “Un día vino a nuestra choza una madre llorando con una niña de dos meses que había enfermado de meningitis. Mi padre le dijo que él no era médico, sino maestro. Entonces, ella le rogó con insistencia que la bautizara, cosa que mi padre hizo. El mismo día murió la niña. Poco después, un vecino enfermo de cólera pidió a mi padre que buscara a un cura para confesarse y casarse antes de morir, pero no lo consiguió. Estos dos hechos me hicieron pensar en hacerme sacerdote”.

De regreso a su tierra, entró en contacto con un promotor vocacional de los misioneros combonianos. Esperó cuatro años más y, terminado el período de formación, fue ordenado sacerdote en 1998. Ese mismo año fue destinado a Centroamérica, donde trabajó en Costa Rica y Nicaragua.

Fue un tiempo que le marcó: “La mayoría de nuestros feligreses eran miembros de las sectas evangélicas, pero yo fui muy feliz anunciando la Buena Noticia. Las personas me trataron muy bien y siempre me invitaban a visitar sus casitas y comer con ellos”.

En aquellos “pueblitos” vio de cerca la pobreza: “Vivían de la pesca, aunque en temporadas de escasez pasaban hambre. La mayoría de los niños no iban a clase porque tenían que cuidar la casa mientras sus padres trabajaban, muchas veces, en otros países a los que habían emigrado”.

Después de nueve años, sus superiores le pidieron que volviera a Uganda para ocuparse de la promoción vocacional, una tarea que hoy, a sus 42 años, realiza con entusiasmo, encargándose de una pequeña revista que envía a escuelas secundarias y parroquias para entrar en contacto con los jóvenes: “Muchos de ellos me llaman y les visito para iniciar un período de discernimiento. De este modo, hay más garantías de seriedad”.

Los frutos se perciben al repasar el número de candidatos que entran en el postulantado comboniano cada año: siete en 2008, nueve en 2009 y 14 el año pasado.

Romano tiene muy clara la explicación de este boom vocacional que se está dando en toda Uganda (algo que se aprecia en su orden: 48 combonianos ya son originarios del país): “Cuando la gente es pobre, depende más de Dios. En sociedades ricas, las vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa disminuyen siempre”.

Pastoral carcelaria

El religioso compagina esta tarea con su apostolado como capellán en la cárcel de Luzira, el mayor penal del país, en Kampala. Sus cuatro años de experiencia con los prisioneros le han reafirmado en una de sus mayores convicciones: “Todo el mundo merece una segunda oportunidad”. Ardiente defensor de la abolición de la pena de muerte (vigente en Uganda), su nombre es hoy una referencia para distintos grupos de defensa de los derechos humanos.

Romano no olvida que, como misionero, está llamado a salir de su país. Cuando esto ocurra, espera volver a Centroamérica, un lugar del que le enamoró “la unión de las familias, su religiosidad popular y su capacidad de acoger a los que vienen de fuera”.

EN ESENCIA

Un libro: La vida del obispo Óscar Romero.

Una película: La Misión.

Un deporte: el fútbol (soy forofo del Barça).

Una persona: Nelson Mandela.

Un valor: la justicia.

Un regalo: la fe.

Un recuerdo de la infancia: caminando a la escuela por la mañana en mi pueblo.

Un rincón del mundo: Costa Rica.

La última alegría: ver a jóvenes que quieren ser misioneros.

La mayor tristeza: cuando no puedo ayudar a alguien que lo necesita.

Que me recuerden por… haber sido fiel a mi vocación.

En el nº 2.791 de Vida Nueva.

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