La herencia de las dictaduras en los países árabes

cristianos en Egipto Plaza Tahrir primavera árabe

cristianos en Egipto Plaza Tahrir primavera árabe

ILYA U. TOPPER | En todos los países árabes, la nueva democracia llega con una contradicción: entrega el poder a grupos opuestos a los valores que los propios manifestantes proclamaron como sus ideales. En todas las protestas, y especialmente en Tahrir, mujeres y hombres participaron juntos, formando una hermandad revolucionaria que rompía con las barreras tradicionales. Es una paradoja que, precisamente los partidos islamistas que hoy dominan el Parlamento egipcio gracias a la revolución, planteen la segregación de sexos en transportes públicos y playas.

Esta paradoja es una consecuencia directa de la falta de libertad. Durante décadas, los dictadores, desde Marruecos a Irak, dirigían la represión, sobre todo contra los movimientos de la izquierda, y favorecían la expansión de los movimientos fundamentalistas: en parte, para dividir a la oposición; en parte, para dominar la sociedad mediante un discurso religioso cuidadosamente destilado.

Hoy, las protestas en Siria se realizan los viernes tras la oración, porque la mezquita es el único lugar donde los hombres se pueden reunir sin ser dispersados de inmediato por la policía. Así se islamiza una revolución.

“Los tiranos árabes, apoyados por un Occidente que tenía miedo de ver propagarse la onda islamista, paradójicamente han favorecido su ascenso mediante la asfixia de la cultura de debate y de todo espíritu crítico. El islamismo que hoy brota de las cenizas de las dictaduras derrocadas es su heredero directo”.

Son palabras de Zineb El Rhazoui, una activista del Movimiento 20-F marroquí. Y no hay que olvidar que sus primeras víctimas no son tanto los cristianos –protegidos en parte por su identidad religiosa, que los exceptúa de todo dictado islamista acorde a la teología tradicional–, sino, sobre todo los propios musulmanes laicos o agnósticos. Para ellos, la segunda fase de la revolución acaba de empezar.

En el nº 2.790 de Vida Nueva.

 

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