OBITUARIO: Francesc Abel, un apasionado maestro de la Bioética

Francesc Abel jesuita experto en Bioética

Francesc Abel jesuita experto en Bioética

JOSÉ RAMÓN AMOR PAN | En la madrugada del 31 de diciembre falleció en Barcelona Francesc Abel, SJ, a la edad de 78 años, como si hubiese planificado su adiós justo en el último día de 2011, un año muy cargado de simbólicos aniversarios en el ámbito de la Bioética (Pliego del nº 2.744 de Vida Nueva).

Tal y como informaba esta revista hace unas semanas, su estado de salud era precario desde hacía unos meses y ello había llevado a su relevo en la presidencia del Instituto Borja de Bioética; pero nada hacía pensar que nos dejaría tan pronto.

Conservaba el buen humor y el gusto por la conversación, como pude comprobar en nuestro último encuentro en noviembre, en la enfermería de los jesuitas en Sant Cugat.

Como ha escrito Nuria Terribas, su sucesora en las tareas de dirección del Borja, “todos los que hemos aprendido a su lado, con su impagable maestría y guía, tanto en el campo profesional de la Bioética como personal y espiritual, le tendremos siempre entre nosotros y continuaremos disfrutando de su legado”.

La disciplina de la Bioética, que él tanto amaba y a la que se dedicó en cuerpo y alma, debe mucho a su persona. Su Bioética: orígenes, presente y futuro, publicada precisamente hace diez años, sigue siendo una lectura indispensable. No es ahora el momento de enumerar sus muchos méritos y aportaciones, sino de destacar los ejes que orientaron su vida y le llevaron a dejarnos en herencia un legado tan valioso: la Medicina, con la especialidad de Obstetricia y Ginecología, cuyo ejercicio nunca dejó del todo; la necesidad de establecer puentes entre Ciencias y Humanidades, entre las diferentes sensibilidades éticas y teológicas, ayudando a superar los recelos e integrismos, fruto del mutuo desconocimiento; y una clara vocación por los problemas universales que dio origen a Medicus Mundi y a diversos proyectos internacionales, sobre todo en el ámbito de la Unión Europea.

Amaba la vida y, por eso mismo, quería que todos los seres humanos la pudieran disfrutar en plenitud. En ello gastó su existencia. Y lo hizo con sencillez, con humildad, con exquisita sensibilidad hacia los problemas y circunstancias de los demás, con una enorme capacidad de acogida y escucha, actitudes esenciales del diálogo auténtico.

Ya no podrá participar físicamente en el homenaje que se le estaba preparando, pero lo hará desde la Casa del Padre con esa enorme sonrisa que solía acompañarle, conscientes todos nosotros de que el mejor tributo que podemos hacerle es el de seguir sembrando en los surcos por él abiertos.

En el nº 2.783 de Vida Nueva.

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