Virginia Ortiz de Barrón: “Fui como cooperante y regresé como misionera”

Virginia Ortiz de Barron - Laica colaboradora con las Misiones Diocesanas Vascas

Laica colaboradora con las Misiones Diocesanas Vascas

Virginia Ortiz de Barron - Laica colaboradora con las Misiones Diocesanas Vascas

Texto y foto: VICENTE L. GARCÍA | Cada vez menos personas dudan de que “Dios escribe derecho con renglones torcidos”, como experimentan quienes son objeto de su llamada de las formas más peregrinas. Este podría ser el caso de la vitoriana Virginia Ortiz de Barrón, una joven que, desde su filantropía solidaria –“yo tenía ilusión por ir al extranjero a colaborar, como fuese”–, aceptó “utilizar” a las Misiones Diocesanas Vascas (MDV) para encauzar su agnóstica vocación de ayudar a los más pobres. [Siga aquí si no es suscriptor]

“Les pregunté qué problema podía haber si yo no era creyente. Me dijeron que ninguno –rememora–. El grupo me aceptó y yo, encantada, me uní”. No obstante, “tragó” con hacer el curso Norte-Sur, uno de los requisitos que desde hace unos 15 años se pide para acceder a las experiencias de verano y a un compromiso misionero posterior.

Entonces, a las bromas de sus amigos y conocidos, respondía irónicamente: “Lo peor que me puede pasar es que me vaya agnóstica y vuelva creyente”. Y si alguien le insistía en el tema, sentenciaba: “A ver, si ir, voy, técnicamente, como misionera, pero espero regresar como cooperante”.

Aunque el esfuerzo de las MDV por preparar a quienes se animan a tener una experiencia misionera es grande, “ni el testimonio de otros, ni las fotos, ni los vídeos te libran del choque que supone convivir con aquella gente”.

Con poco más de 30 años, comenzaría su aventura solidaria con su primer viaje, a Ecuador: “La experiencia de verano era para mí una oportunidad de saber si podría adaptarme a esa labor y a estar todo el día hablando de Dios… Lo que me encontré allí fue a una gente maravillosa, muy trabajadora y siempre con la Palabra de Dios en la boca”.

Entonces, recuerdos de su infancia cobraron una nueva dimensión –“procedo de una familia cristiana y fui educada en un colegio de monjas, pero cada vez que me tocaba leer el Evangelio, nunca le encontraba una sentido práctico”–. Aquello la animó a firmar un compromiso por dos años con las MDV en Ecuador. Inicialmente, estuvo en la provincia de Los Ríos, y su segundo destino fue Santa Rosa.

A su regreso, se le seguía haciendo “duro” aquello de compaginar el trabajo material y asistencial, que era “lo suyo”, con la encomienda misionera de compartir la lectura y la reflexión de la Palabra de Dios: “Yo veía que la gente lo hacía tan bien y que a mí no me decía nada, que llegué a desearlo. ‘¡Quiero que a mí me diga algo!’, pensaba”.

Y sucedió que un día la Palabra le dijo “algo”: “Lo recuerdo perfectamente porque yo misma me asusté. Estaba en una reunión con una de las comunidades. El sistema era leer el texto tres veces y dejar un tiempo para pensar y luego compartir. La gente fue aportando su reflexión y, en un momento, dije para mí: ‘¡Ya está! Aquí está Dios’. Dejé de mirar al cielo buscando algo, para pasar a mirar a las caras de la gente y encontrar allí a Dios. ¡Si Jesús existe, está entre esta gente! Ahí experimenté un cambio, al llevar mejor las reuniones, al compartir lo que la Palabra me decía…”.

Un cambio definitivo

Muchos misioneros expresan que es más duro el regreso, pero Virginia contó con el apoyo de la gente de las MDV: “A lo largo del tiempo, fui conociendo gente que vivía aquí su compromiso misionero. Cuando vives una experiencia así, vas por algo y quieres volver de otra manera. La acogida de un grupo que sintoniza con lo que tú has vivido, como el proyecto de Betania en Sansomendi, un barrio de Vitoria-Gasteiz, me ha permitido mantener ese objetivo”.

Han pasado dos años y hoy Virginia reconoce sin rubor: “Lo interesante de esta experiencia es que fui más por un motivo altruista y solidario que por una vocación misionera y, después de compartir mi vida con las Comunidades Eclesiales de Base de Ecuador, volví con Diosito en la mochila. Al final, puedo decir que fui como cooperante y regresé como misionera”.

EN ESENCIA

Una película: Tomates verdes fritos, de Jon Avnet.

Un deporte: la natación.

Una canción: Sin documentos, de Los Rodríguez.

Un recuerdo de la infancia: mi abuela haciéndome huevos fritos.

Una persona: mi aita (padre).

Un rincón del mundo: el Valle de Ayala (Álava).

La última alegría: el nacimiento de mis sobrinos, Jon y Kattaline.

Un valor: la honestidad.

La mayor tristeza: la sensación de soledad.

Que me recuerden por… ser una buena amiga.

En el nº 2.780 de Vida Nueva.

 

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