M. Luis Augusto Castro, un hombre con una misión

Texto: javier darío restrepo
Fotos: Álvaro Calderón, Gobernación
de Boyacá, VNC

A propósito de los 25 años de la Ordenación Episcopal de Monseñor Luis Augusto Castro, Arzobispo de Tunja.

Reverberaba el sol de las 2:30 de la tarde sobre la plaza, cuando desde la plataforma levantada al fondo, se escuchó la voz del obispo que pedía un minuto de silencio por los soldados que habían muerto diez meses antes en Las Delicias y por los infantes de marina muertos en enero, en Juradó.

Desde la plataforma podía ver a los guerrilleros que, aunque pocos, dominaban el conjunto: a los 60 soldados y a los diez infantes de marina que habían padecido el secuestro en las selvas del sur del país; todos lucían uniformes nuevos y botas pantaneras que les habían proporcionado sus secuestradores. Se les veía ansiosos y alegres a la vez, disciplinados en posición de firmes; casi al frente el grupo de sus parientes y amigos con las mochilas y morrales en que habían traído sus obsequios de saludo; menos expresivos los miembros de las ONG y de entidades nacionales e internacionales, y dispersos por todos los lados los periodistas de distintos medios del país y del mundo.
La noticia tenía todas las características de un hecho espectacular, y el obispo lo sabía mientras desgranaba como cuentas de un rosario los hechos de un largo proceso de preparación y de espera, a medida que pasaban, lentos, los segundos de ese minuto de silencio.
Había guardado, intactos los paquetes de toallas, jabones, calzoncillos y galletas que les había llevado como regalo de navidad a los 70 secuestrados, confiado en la palabra que le habían dado los guerrilleros de permitirle una visita al grupo de militares secuestrados. No pudo disimular su desilusión cuando, después de un largo recorrido un guerrillero le informó que las operaciones militares habían hecho imposible la entrevista y que por seguridad los policías e infantes habían sido divididos en grupos pequeños.
Fue su primera gestión; la siguiente tuvo mayor éxito y tres semanas después pudo tener delante los ojos vivos y astutos de Fabián Ramírez, uno de los jefes del Bloque Sur. Lo conocía de antes porque lo había convencido para que le entregara cinco policías sobrevivientes al ataque de Cartagena del Chairá. Al lado de Fabián estaba otro viejo conocido, antiguo profesor en la universidad de Florencia y ahora flamante jefe del bloque sur, Joaquín Gómez. La reunión concluyó con un cierto aire de complicidad: dispondrían de un mecanismo secreto de comunicación en adelante.
Por esos días continuó su misión con un viaje a Bogotá para conversar con el presidente Ernesto Samper a quien preocupaba la suerte de los setenta militares. De esa conversación salió con un ardiente dilema por resolver. Según el gobierno, habría el despeje necesario para la libertad de los secuestrados si la guerrilla accedía previamente a un diálogo con el gobierno; pero la guerrilla exigía el despeje antes de cualquier diálogo.
Entonces comenzaron sus viajes por el río en busca de nuevos contactos hasta que pudo llevarles la noticia de la desmilitarización de los 13.161 kilómetros cuadrados de su región durante 30 días; tiempo en que debía producirse la liberación que había comenzado esa mañana, al llegar al pequeño aeropuerto de Cartagena del Chairá el primer helicóptero. Cinco helicópteros habían seguido aterrizando con los soldados e infantes que, finalmente estaban ahí, frente a él. A ellos se dirigió, en primer lugar, al terminar el minuto de silencio.
Reconstruyendo los detalles de ese proceso, he visto en monseñor Luis Augusto Castro el perfil de un hombre con una misión. Son hombres obsesivos que viven en función de su misión; todo en sus vidas, sus afectos, sus instintos, incluido el de supervivencia, su tiempo y sus energías físicas y espirituales están al servicio de su misión. Son humanos con una meta. Así debieron verlos aquellos guerrilleros que en la carretera entre Florencia y San Vicente habían secuestrado a unos políticos y ciudadanos comunes. El estaba entre ellos. Como gesto de generosidad los secuestradores le dijeron: a usted no nos lo llevamos, monseñor. Sin inmutarse, el obispo les dijo: más bien entréguenme a los que tienen. Dos días después los liberaron con la orden de presentarse ante el obispo. Para los guerrilleros siempre fue clara la acción de la Iglesia en la región.
No se detenía ante nada. Lo mismo acudió ante la Secretaría de Estado del Vaticano o del gobierno de Estados Unidos, ante el presidente Hugo Chávez o ante su canciller Maduro, oyó su voz el expresidente Alfonso López, lo mismo que la senadora Piedad Córdoba. Todas esas puertas llegó a tocar para apresurar el momento de la libertad de los secuestrados.
Después de la liberación de los 70 militares en Cartagena del Chairá lo seguí encontrando como alma de múltiples gestiones de paz. Presidente de la Comisión Nacional de Paz, ofreció un estremecedor testimonio cuando después del asesinato de dos sacerdotes en Teorama por el ELN, el 14 de agosto de 2005, anunció la voluntad de la Conferencia Episcopal de seguir en sus tareas de facilitación de las conversaciones con ese grupo guerrillero; los familiares de los secuestrados tuvieron en él consejo y consuelo y un apoyo efectivo. Pero esto no lo es todo para este hombre con tan profundo sentido de misión en su vida.
Examino sus relaciones con los periodistas y descubro las huellas de ese sentido en actitudes y expresiones que, en algunos casos, fueron difíciles de entender. Su talante apareció severo cuando algún periodista le reclamó por su cierta distancia con los medios cuando todos querían saber detalles de sus gestiones de liberación. Entonces dijo: “no tenía por qué ir a los medios a decir tonterías sobre las liberaciones, porque respeto a los secuestrados y a sus familias”. Mirando de frente al periodista que lo interrogaba en Aparecida, durante la Asamblea Episcopal latinoamericana denunció “un convenio de la prensa comercial para no darle espacio a la Iglesia y para presentarla de modo negativo y erosionar su autoridad moral”. Por esos días había expuesto en la Conferencia Episcopal su idea de un periódico de circulación nacional para darle a la Iglesia el espacio que le negaban los medios.
En los medios, sin embargo, se ha impuesto esa imagen que un periodista conserva en su memoria. Lo recuerda en botas pantaneras, en una de esas calles llenas de barro de San Vicente del Caguán. Lo de las botas y el barro es lo de menos, le impresionó más ese trato llano, de amigo de todas las personas. De esos años fue su percepción del vacío de Estado que llenaba la guerrilla, convertida en un paraestado en aquellas regiones en que el vacío económico se llenaba con los dineros abundantes de la coca. El obispo recuerda que escuchaba con escalofrío a los niños cuando manifestaban su sueño de ser guerrilleros cuando crecieran. La guerrilla llenaba a su modo las aspiraciones de los niños.
La prensa recogió con desconcierto su opinión adversa a la del presidente Uribe sobre los diálogos regionales de paz: “Colombia es un país de regiones y la paz no se hace unívocamente, sino desde una perspectiva regional”.
La suya fue una de esas voces libres, y por tanto con claridad de visión cuando el gobierno decidió la extradición de los jefes paramilitares: “No me gustó que se llevaran para el exterior a los jefes paramilitares cuando estaba aflorando la verdad”. En efecto, fue un mecanismo para silenciar la verdad que necesitaba el país.
Sumo todos esos datos recogidos en mi libreta y el resultado evidente es que en este obispo, monseñor Luis Augusto Castro, se reúnen todos los admirables elementos de los hombres que en la historia han dejado huella profunda, porque pertenecen a esa clase luminosa de hombres que viven para una misión. VNC

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