Una Iglesia privilegiada

CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla

“¡Hay que terminar con los privilegios! Se repite una y otra vez, dicen los que más pueden gritar. No, por favor, pueden decir los más indigentes y marginados. Que no se nos quite aquello que es amparo para nuestra debilidad”.

Hay que acabar con los privilegios de la Iglesia católica y denunciar los acuerdos y concordatos, y hasta las relaciones diplomáticas con el Vaticano. Es lo que suele oírse en campañas de todos los días. En fin, una serie de temas recurrentes, que no son más que escapatorias y entretenimiento del personal, para desviar, con el manido instrumento del populismo y de la demagogia, la ya desgastada atención de contribuyentes y votantes.

Pues, efectivamente, la Iglesia en España, y en muchas partes del mundo, está ciertamente privilegiada por el enorme honor que supone el poder servir a los pobres, a los enfermos, a los marginados, a la gente sin casa y sin techo, a los que no tienen mesa donde comer ni un lugar donde dormir. Estos son los grandes privilegios a los que la Iglesia no está dispuesta a renunciar de ninguna de las maneras. Porque esta es su misión: cumplir el mandamiento del Señor acerca del amor fraterno.

Somos, ciertamente, privilegiados,
pero no por tener franquicias y exenciones,
sino por la libertad de poder vivir como cristianos
y practicar la justicia y la caridad.

Los otros privilegios son más que discutibles, pues no acabamos de saber si se trata de unas prebendas inexistentes o del reconocimiento de unas libertades que están en cualquier código de derechos fundamentales de las personas y de las sociedades.

¡Hay que terminar con los privilegios! Se repite una y otra vez, dicen los que más pueden gritar. No, por favor, pueden decir los más indigentes y marginados. Que no se nos quite aquello que es amparo para nuestra debilidad. Es conocida la escena del pretor que llama al diácono cristiano para que le traiga los tesoros de la Iglesia. Le presentó a los pobres. ¡Este es nuestro tesoro!

Para qué repetir una vez más los impresionantes números de los balances y presupuestos que ofrecen las Cáritas diocesanas y tantas asociaciones benéficas de la Iglesia católica. De los pobres no se presume; a los pobres se les sirve. Y sin hacer ruido, como bien quería san Vicente de Paúl.

Después viene lo de concordatos, acuerdos y relaciones diplomáticas con la Santa Sede. Como si fuéramos una excepción en el mundo. La mayor parte de los países tiene relaciones diplomáticas con el Vaticano o algún tipo de acuerdo suscrito para que la Iglesia católica pueda libremente desarrollar su misión de servir, como es obligado, a los más necesitados.

En plan de añadir privilegios, pensemos también en la ingente obra cultural que realiza la Iglesia católica con el mantenimiento de tantos y tantos bienes artísticos, archivos, patrimonio musical… No digamos nada de lo que la Iglesia hace en el campo de la enseñanza, de la sanidad, de la cultura… Somos, ciertamente, privilegiados, pero no por tener franquicias y exenciones, sino por la libertad de poder vivir como cristianos y practicar la justicia y la caridad.

Decía Benedicto XVI: “La religión no constituye un problema para la sociedad, no es factor de perturbación o conflicto. Quisiera repetir que la Iglesia no busca privilegios, ni quiere intervenir en cuestiones extrañas a su misión, sino simplemente cumplirla con libertad” (Al Cuerpo Diplomático, 10-1-2011).

En el nº 2.776 de Vida Nueva.

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