MIGUEL ÁNGEL MALAVIA, enviado especial a HAITÍ | Haití, el país más pobre de América, arrastra una serie de problemas que impiden su desarrollo. Y que eran muy anteriores al terremoto que hace casi dos años echó abajo lo poco que había en pie. Pero hay motivos para la esperanza protagonizados por iniciativas propias que, con apoyo externo, promueven cambios extraordinarios en los que se implican las comunidades locales. Uno de esos apoyos es Manos Unidas, con numerosos proyectos en el país. Vida Nueva ha acompañado a la ONG católica en su último viaje a Haití. [Siga aquí si no es suscriptor]
Pese a que se cumplen casi dos años desde aquel 12 de enero de 2010 en que Haití se derrumbó sobre sus cimientos de barro, parece como si el terremoto, sobre todo en Puerto Príncipe, la capital, se hubiera producido el día anterior. El único cambio es que, al fin, casi no hay escombros. Pero aún permanecen intactas las casas sin techo, resquebrajadas o hundidas sobre sí mismas –y, bajo ellas, quienes las habitaban en ese momento–. El palacio presidencial o la catedral mantienen tal cual el quebrado caparazón esquelético con que se desnudaron ese día.
Esa zona, Campo de Marte, en pleno centro, fue la más dañada de la capital. Su paso por ella, de noche y lloviendo, retrotrae a lo que pudieron ser aquellas horas que dejaron más de 220.000 muertos. Basura, muchísima basura acumulada en las calles, a las mismas puertas de las casas. Hogares que quedan en pie, pero con escasos recursos. La gran mayoría de sus pobladores se sitúa en las entradas, iluminándose con velas.
Cientos de campamentos de refugiados que empiezan a ser desalojados… sin haberse logrado una vivienda para quienes la perdieron. ¿La razón? Muchos campos están en propiedades privadas y sus dueños reclaman que se ponga fin a lo que comenzó siendo provisional. Animales de todo tipo, como gallinas, cabras y cerdos, forman parte del paisaje habitual, aunque lo normal es verlos revolverse entre la dominante basura.
Pero, si algo resume el color que caracteriza Puerto Príncipe, y en general las ciudades haitianas, es el bullicio. Desde que apunta la aurora, antes de las seis, un sinfín de motos, coches y camionetas avanzan alocadamente marcando el paso a golpe de claxon. Aparentemente, apenas hay trabajo como tal, pero todos andan atropelladamente. Los puestos ambulantes de venta –de lo que sea, desde caña de azúcar hasta columnas dóricas–, invaden las inexistentes aceras. Una sensación, la de no parar, la de estar siempre en la calle –tal vez porque las casas no son el sitio más seguro en el que permanecer–, que no se frena ni al anochecer, cuando la vida es alumbrada por velas.
Sin embargo, este panorama no sería completo sin hacer referencia a la apabullante presencia de lo religioso en la esfera pública haitiana. Los autobuses, siempre abarrotados, están decorados con formas sinuosas y pinturas alegres. Pueden contener dibujos de famosos raperos o futbolistas, pero en la mayoría de los casos representan a Jesús de Nazaret. Ya sea orando angustiado en Getsemaní o triunfante como resucitado, su figura, acompañada de citas evangélicas y “gracias” a Dios, es una constante. También en las pintadas en las paredes, en los dinteles de las casas o en los espacios más insospechados. La fe ocupa, sin duda, el centro de las esperanzas de la población, que es predominantemente católica, seguida por numerosas comunidades protestantes. Y, en medio de ambas, el vudú, la herencia más vigente de las raíces africanas de este pueblo.
La población es predominantemente católica,
seguida por numerosas comunidades protestantes,
y en medio de ambas, el vudú,
que muchos viven con naturalidad.
Un hecho este, el del sincretismo entre cristianismo y vudú, que muchos viven con naturalidad. Lo cual produce un fenómeno complejo, como se reflejó con el terremoto. Entonces, el peso del vudú hizo que muchos sintieran que Dios los había castigado, “como ya lo había hecho antes, al ser pobres”. Desde las iglesias, en las multitudinarias misas que siguieron a la catástrofe, se tuvo que hacer un esfuerzo de concienciación para explicar que fue una desgracia ocasionada por un fenómeno natural. Algo que contrastó con otro hecho que se produjo a la vez: en medio del caos, las alabanzas a Dios resonaban con una fuerza que impresionaba.
Isa Solà, religiosa española de Jesús-María que lleva tres años en Puerto Príncipe, recuerda cómo, mientras ella se revelaba íntimamente contra Dios por lo que acababa de ocurrir, incapaz de asimilarlo, “la gente de mi alrededor no paraba de dar las gracias a Dios por haber salvado la vida. Aunque hubieran perdido todo lo demás…”.
Testigo de esta compleja situación, configurada por aspectos muy anteriores al terremoto, Vida Nueva ha acompañado recientemente a una delegación de Manos Unidas, encabezada por su presidenta, Myriam García Abrisqueta, y su responsable de Proyectos para Haití y República Dominicana, Jimena Francos, con el fin de visitar el país para conocer de primera mano posibles iniciativas a apoyar, y que se sumarían a las muchas que ya se hacen… desde hace más de 30 años.
Un viaje que ha posibilitado, además de constatar los numerosos problemas –como que muchas ONG abandonan el país, dando por finalizada la inicial fase de emergencia, permaneciendo las implicadas en desarrollo, que se ven desbordadas–, conocer de primera mano muchos de los motivos de esperanza que permiten albergar un futuro mejor para el país.
¿Cuáles son esas semillas de esperanza? Los proyectos que surgen de los propios haitianos y, aglutinando a una comunidad en torno a ese esfuerzo, con el apoyo material que a veces se necesita desde el exterior, producen grandes avances con muy pocos medios.
Un caso claro es el del padre Fredy Elie, sacerdote paúl. Un mes después del terremoto, este cura haitiano fue destinado a Carrefour, una localidad colindante a Puerto Príncipe y cercana a Leogane, epicentro del seísmo, destruida en un 80%. Lo primero que hizo fue llegar hasta un campamento de refugiados situado en terreno del expresidente Aristide –que ha comenzado a desalojarlo– y crear allí una capilla. “Todos pensaban que estaba loco cuando lo propuse, pero al final se implicaron y salió adelante”, se sonríe.
La misa del domingo es
el gran momento de encuentro,
el eje vertebrador para una población
que vive en tiendas de campaña.
Fue así como nació la Comunidad del Sagrado Corazón de Caradeux, cuyo templo se compone por un suelo de lona, palos de madera y un techo de contrachapado. Allí –Vida Nueva es testigo de ello–, la misa del domingo tiene una dimensión especial. Actuando como eje vertebrador en medio de una población que vive en tiendas de campaña, la misa es el gran momento de encuentro de todos. El clima de alegría y profundidad con que se vive la celebración –en la que dominan los bailes y la música, con tambores, batería, guitarras eléctricas y saxos– se complementa a la perfección con lo que sucede el resto de la semana en la capilla.
Y es que el templo también es la escuela en la que se forman 220 chavales del campamento, en un proyecto que el padre Fredy ha bautizado como Niños de esperanza. La iniciativa cuenta con la implicación de unas 20 madres, que organizan rifas, loterías y todo tipo de iniciativas para recaudar dinero. Además, cada domingo, después de misa, comen unas 80 personas en casa de madame Frank, una vecina que mantuvo su casa tras el terremoto.
Formar comunidades
Una dinámica, la de la generación de una comunidad de personas unidas por los mismos problemas, que se abre al resto del campamento. Así, han creado un comité para impulsar la limpieza y la higiene. Pese a que el sacerdote reconoce que a veces es muy difícil que la gente colabore, lo cierto es que se consiguen resultados concretos. Como el de Esnel, un niño de nueve años que, hace dos, tras morir su padre y ser abandonado por su madre, quedó como un vagabundo. Fue entonces cuando el padre Fredy conoció a este habitual en las paleas callejeras y que, incluso, había participado en la violación de una chica: “Hablé muy duro con él y entendió que no podía seguir por ese camino. Desde entonces, su cambio fue radical”.
Hoy, en el coro parroquial –en el que la mayoría de los niños son huérfanos o abandonados por sus padres–, Esnel es el más integrado de todos, sin parar de sonreír un solo momento. Al fin, es un niño.
Niños de esperanza es uno más de los proyectos que Manos Unidas estudia apoyar este año. Pero el que ya secunda es el que CESAL (ONG fundada por Comunión y Liberación hace 20 años en Madrid) desarrolla en una de las zonas más devastadas de la capital, Cité Militaire. Como explica su responsable en Haití, Jordi Bach, llegaron una semana después del terremoto.
Tras una primera fase de emergencia, actuando en dos campamentos, empezaron a trabajar en la revitalización del barrio. Para ello, centrando su esfuerzo en los niños, han creado hasta tres espacios para atender a un centenar de ellos, muchos sin escolarizar, con el fin de que puedan recibir una formación mínima que posibilite su reenganche en un futuro.
Pero ahí no finaliza su tarea. Con el objetivo de que la incorporación a la escuela sea una realidad, ayudan en la reconstrucción de seis colegios (casi todos los que existían en Puerto Príncipe quedaron en ruinas), que, a modo de compensación, acogen con becas gratuitas –en Cité Militaire hay 30 escuelas y solo una es pública; no estatal, sino regentada por unas religiosas– a los chicos atendidos por CESAL. Igualmente, la ONG fomenta programas de formación para profesores y de gestión para los propios centros.
“Más del 80% de las ayudas provenía de España,
pero con la crisis,
tenemos que buscar inversores privados”,
explica Jordi Bach.
Una idea, esta última, que también aplican con los padres de los alumnos, ayudándoles en el impulso de pequeños negocios propios, como peluquerías o puestos de venta. Para su mantenimiento, estudian emprender con Cáritas un programa de microcréditos dirigido a las familias con menos recursos. Esta apuesta por el desarrollo quieren culminarla el año que viene con la creación de un Centro de Formación Profesional, que complemente las actividades extraescolares que realizan con los niños. Y que se uniría a su Centro Nutricional, en el que forman a las familias sobre las enfermedades, las aconsejan sobre higiene y entregan comidas y medicinas en los casos en que sea necesario.
Crear tejido social
Para financiar sus proyectos –las familias apenas pagan una pequeña cuota–, dice Bach, tienen que adaptarse: “Hasta ahora, más del 80% de las ayudas provenían de ayuntamientos y autonomías de España. Pero, con los recortes por la crisis, tenemos que buscar inversores privados. También contamos con asociaciones locales. El fin es crear tejido social y que los haitianos sean los propios protagonistas de su desarrollo”.
Como se aprecia, uno de los grandes problemas en Haití es la escasa valoración que merecen los niños. Son habituales los casos de mujeres que dan a luz a numerosos hijos, pero muchos de ellos son fruto de diferentes padres o, incluso, de violaciones. De ahí que sea frecuente su abandono. Algo que sufren los llamados niños restavec. Hijos “sobrantes” de familias numerosas del campo, donde apenas hay escuelas, sus padres los envían a las ciudades al cuidado de familias que, previamente, se han comprometido a escolarizarlos. Algo que incumplen, al utilizarlos como esclavos domésticos en las tareas del hogar. Y no, no van a la escuela.
Salvo en casos excepcionales, como el del sacerdote Jean Baptiste Miguel, quien, desde hace 22 años, en Carrefour, realiza programas educativos con los restavec.Consciente de “la dificultad de acabar con un problema muy asentado en la mentalidad haitiana, por el que hay 300.000 niños en esta situación”, centra sus esfuerzos en, al menos, paliar sus efectos.
El Hogar Maurice Sixto, fundado por el padre Miguel, acoge actualmente, de un modo gratuito, a 300 chavales de todas las edades. Allí reciben una formación orientada a su futuro laboral, enseñándoles oficios como la mecánica, la albañilería o la costura. Para vencer las reticencias de las familias de acogida, las clases son por la tarde, cuando han finalizado sus innumerables tareas en el hogar. Como explica este sacerdote haitiano, aparte de una ayuda material, buscan que “los niños se sientan queridos. Intentamos enseñarles desde el cariño, pues su déficit afectivo es muy grande”.
Igualmente, tratan de “concienciar a las familias biológicas y a las de acogida para que valoren a los chicos, para lo que incluso organizamos encuentros entre ambas. Tampoco las culpabilizamos, pues todos, de un modo u otro, son víctimas del sistema”. Por su experiencia, cree que la existencia de los restavec “proviene de la mentalidad que generó tres siglos de esclavitud. Entonces, el hombre valía por lo que trabajaba. Y los niños, por su debilidad, eran insignificantes. Este olvido de sus derechos se ha transmitido de generación en generación”.
Por todo ello, apela “a la responsabilidad de las instituciones, especialmente de la Iglesia, que ha de tener pasión por seguir el Evangelio. Algo que se puede mostrar defendiendo al niño de hoy, que será el hombre del mañana. Como también será el sacerdote, el obispo o el Papa del mañana”. El Hogar Maurice Sixto fue trasladado tras la destrucción de su sede por el terremoto, compartiendo hoy las cinco aulas (con 13 profesores asalariados) un espacio minúsculo y sin techar. Manos Unidas, junto a otras organizaciones, se ha comprometido a financiar una nueva escuela.
Otra razón para la esperanza la ofrece, nuevamente, el padre paúl Fredy Elie. En el campo, en la montaña, en el ámbito que supone el 80% del territorio nacional y en el que vive gran parte de la población. Allí donde no llegan las escuelas ni los hospitales. Concretamente, en la zona de Moliére, cercana a la frontera con República Dominicana, donde se crió y donde vive su familia.
Gracias a su impulso y al de otras personas, incluidos dos pastores evangélicos y otros sacerdotes católicos, los propios campesinos han creado un Comité para el Desarrollo, constituido, simbólicamente, por 12 miembros, aunque con el apoyo de todos los demás. Los logros son evidentes: han creado una escuela, trabajan en la limpieza de los caminos para facilitar la posible construcción de una carretera, han comenzado a elaborar un tendido eléctrico… Son muchas iniciativas, pero ninguna tan simbólica como un pequeño molino de maíz, financiado por Manos Unidas, y del que se benefician directamente hasta 3.000 familias de unos 50 pueblos de la región.
Actuación desde la fe
El sentimiento de comunidad es tan fuerte –como reflejan sus asambleas, iniciadas con una oración– que se mira por las necesidades de cada una de las personas que la conforman. Como el joven Baloy y su madre, a quienes, tras perder su casa, y por mediación del padre Fredy, les fue construida otra gracias a la ayuda de Cáritas Italia y la Parroquia de Guadalupe, en Madrid. O Édbert, un joven profesor que da clases en la escuela. Posiblemente, sea uno de los pocos minusválidos en Haití que cuenta con una rampa en su casa y en el colegio. Ahora, rota su silla de ruedas, ya trabajan por ayudarle.
Este es el modelo que produce desarrollo en Haití. La acción no paternalista ni exclusivamente material que Manos Unidas y otras ONG desarrollan en el país, la que convierte en protagonistas de su propio crecimiento a los más interesados en él, es la solución para huir del conglomerado de palos en la rueda que marca su historia. Se trata de formar comunidades. La verdadera esperanza para que los haitianos tengan, al fin, la oportunidad de avanzar por el camino de la dignidad.
Cuenta de Manos Unidas (indicar ‘Para Haití’): 0049 0001 54 2210040002
En el nº 2.775 de Vida Nueva.
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