Testimonio de Ainhoa Fernández de Rincón, cooperante española secuestrada en Argelia
El 22 de octubre de 2011, Ainhoa, junto con dos compañeros de la
ONG extremeña Amigos del Pueblo Saharaui, fue secuestrada en Argelia. El suyo se unió
al rapto de otras dos cooperantes españolas, de Médicos Sin Fronteras, en Kenia. Se equivocan
quienes lo achacan al “turismo de aventura”. Se trata de personas que dejan todo
tras de sí por ayudar a quienes más sufren en rincones olvidados del mundo.
En Ainhoa, esta llama nació en Malawi. Y así lo dejó escrito en un testimonio de aquella época
que publica www.africadirecto.org y que recogemos aquí.
Su lectura adquiría una especial significación en las circunstancias
del secuestro, tan difíciles para ella y sus familiares.
Pero es una buena noticia que merece contarse.
Hoy, 19 de julio de 2012, nos unimos a la alegría de los suyos y celebramos la confirmación
de su liberación y la de su compañero Enric Gonyalons.
AINHOA FERNÁNDEZ DE RINCÓN | A veces el corazón te pide algo con fuerza. Y eso es lo que me ocurrió a mí. Comencé mi voluntariado con 16 años sabiendo que algún día iría a África, porque sentía que aquello era parte de mi camino. Sabía que quería ir allí, pero también que necesitaba estar preparada, como persona y como profesional.
No se puede dar aquello de lo que se carece, así que empecé a entregarme aquí para llevar lo mejor de mí allí. Y eso me ayudó mucho a conocer las necesidades que tienes a tu alrededor día a día y que el estrés de los estudios, el trabajo o la costumbre de convivir con ello te hacen no darles la importancia que tienen. En España hay mucha gente que necesita ser escuchada y un apoyo para salir adelante.
Cuando mi formación académica y profesional avanzó, tras 10 años de voluntariado en España, cogí un avión con destino a Lilongwe, capital de Malawi; un pequeño país al sureste de África que años atrás atrajo mi atención, ya que formaba parte de los beneficiarios del programa Un Kilo de Ayuda, de la Fundación IUVE, en la que trabajaba.
No sé por qué, pero ese país me atraía e intrigaba. Quizá el hecho de ser un país menos conocido y que, por tanto, recibía menos ayudas, era lo que me llamó la atención. ¿Cuántos conocen Malawi y sus grandes necesidades? ¿Cuántos saben el alto porcentaje de sida en aquel país y el alto número de niños que mueren de inanición?
Y allá que me fui. Con la ilusión de formar parte de algo y dar lo mejor de mí y con el enorme miedo que da la duda de saber si serás todo lo útil que quieres ser. Me marché con el apoyo de África Directo, una ONG creada por José María Márquez. Uno de los programas que tenía en marcha por aquel entonces (2005-2006) era paliar la gran hambruna que asolaba algunas zonas del país a causa de la sequía. Además de este programa de emergencia, había otros: hospitales, pozos, ayuda a familias con bajos recursos, clínicas móviles, apoyo a escuelas locales… Mi misión era ayudar en lo que pudiera y dar mi apoyo al personal local, porque África Directo busca la total autonomía de los proyectos.
“Tras muchos esfuerzos, te das cuenta de que
tienes que ser tremendamente observador y dispuesto.
Y, por supuesto, no hacer juicios de valor”.
Mis primeras semanas fueron algo duras. Aclimatarte a la temperatura, las costumbres, las duchas de agua fría a las siete de la mañana, el no tener luz ni agua potable… Al principio cuesta, pero luego se convierte en parte de tu día a día y pierde importancia. Quizá, lo más duro es intentar ser uno más, comprender la cultura y hacerte comprender. Tras muchos esfuerzos, te das cuenta de que, para poder conocerles y dar lo mejor de ti, tienes que ser tremendamente observador y dispuesto. Y, por supuesto, no hacer juicios de valor.
Cuando has aprendido eso, todo va rodado. Al tiempo que te das, aprendes tanto que necesitas que los días duren más. La parte personal es la más fácil de sobrellevar, excepto cuando te sientes solo, porque, por mucho que estés rodeado de gente, a veces te sientes solo; estás muy lejos de tu realidad y tus costumbres. Aunque esos instantes pasan y se ven eclipsados por los grandes de aprendizaje y entrega.
Los momentos más difíciles son aquellos en los que te sientes impotente porque ves morir a gente sabiendo que en España podrían curarse en un abrir y cerrar de ojos, y allí no pueden ni siquiera aspirar a ello. Siempre que me preguntaban a mi vuelta cómo era la pobreza allí, mi respuesta era simple: “No hay pobreza, hay olvido”. Porque, para mí, es miserable que aquellos que nos llamamos “mundo desarrollado” demos la espalda al hecho de que millones de personas se mueren de hambre, cólera, malaria… A veces me asusta pensar que la gente se acostumbra a oír estas frases.
Morir de hambre es algo serio. No poder comer o malcomer durante un día, otro, otro y otro… Hasta que sus pequeños cuerpos se debilitan, hinchan y llenan de heridas, y pierden las fuerzas incluso para llorar. Y, después de eso, mueren, tras haber sufrido caída del pelo, heridas en carne viva y la pérdida de la alegría y la sonrisa que tanto caracterizan a un niño; porque los niños no son conscientes de lo que carecen mientras puedan jugar, comer y sentirse queridos.
El hambre mata su inocencia y alegría para finalmente matar sus cuerpos débiles y ávidos de lucha por los pocos minutos más de vida que el tiempo les quiera ofrecer.
Es lo que más me marcó de mi tiempo en África: ver día tras día que alguno de los pequeños que iban entrando en mi vida se iban para siempre. De muchos de ellos recuerdo sus caras, sus nombres, sus miradas penetrantes y llenas de súplica. Recuerdo incluso sus voces y sollozos de miedo y dolor.
Pero he de ser justa y también diré que, gracias a la ayuda de muchas organizaciones públicas y privadas, otros muchos niños salían de los hospitales recuperados y listos para volver a empezar. Esos eran los mejores días, cuando, por la mañana, al mirar el registro de nuevos ingresos y bajas, lo único que veías era el nombre de aquellos pequeños que abandonaban el hospital para marcharse a casa con sus familias.
No todo allí eran días tristes. Cada mañana era un festival de saludos, sonrisas, buenos ratos, felices historias que te contaban frente a una olla llena de nsima (pasta de harina de maíz), mientras reían y te hacían preguntas sobre “tu mundo” y cómo es la vida aquí o sobre por qué tu piel es tan blanca y tu pelo tan liso.
Echo de menos aquella vida, aquel sentimiento de no tener casi nada y no necesitar más. Aquellos largos paseos bajo el caluroso sol contemplando el paisaje, respirando pureza y encontrándome con lo más esencial del ser humano.
Echo de menos la sensación de sentir el alma tan llena que crees que vas a estallar y el sentimiento de riqueza interior que ves en ellos y se te contagia.
No suelo tener buena memoria en mi vida. Sin embargo, de aquellos meses en Malawi soy capaz de recordar cada minuto, cada rostro y cada experiencia, mejor o peor, que me hicieron llegar a ser quien soy ahora; alguien que intenta tener presente cada día que su misión en la vida es el servicio a la sociedad, esté donde esté, trabaje en lo que trabaje y haga lo que haga.
Si tuviera tiempo infinito, contaría palabra por palabra las miles de historias de vida que conocí allí, porque lo importante de todo esto no es mi experiencia; no soy yo, sino las vidas de aquellos que, día tras día, siguen amaneciendo en Malawi y luchando por sobrevivir una jornada más dando lo mejor de sí mismos a los demás.
Y, cuando digo esto, me vienen nombres a la cabeza como Texon, Violet, sister Ángela, sister Teresita, sister Stephanie… Todas las sisters que velan por el buen funcionamiento de los proyectos y los trabajadores que ponen todo su empeño y conocimiento para que todo marche bien y siga adelante, como el increíble Devlin, un malawiano que no distingue entre día y noche cuando de trabajar se trata y no descansa porque, como él me dijo una vez, “siempre hay algo más que se pueda hacer por los demás”.
Esta es mi historia, que seguro no es nada especial, pues hay gente que ha dado y da mucho más tiempo y esfuerzo de lo que yo he dado o daré, pero que a mi me cambió la vida y me hizo mirar a África con otros ojos y la vida con otra disposición del alma.
En el nº 2.775 de Vida Nueva.