Una Torre de Babel gigante a los pies de la meseta castellana

El Colegio La Inmaculada, en Armenteros (Salamanca), cuenta con un 70% de inmigrantes

Texto y fotos: ROBERTO RUANO ESTÉVEZ | En medio de una tierra de nadie, despoblada y pobre como ninguna, justo en la frontera entre las provincias de Ávila y Salamanca, se encuentra el Colegio La Inmaculada, en Armenteros. Uno de los lugares preferidos por el siempre grande Miguel de Unamuno para perderse y, al tiempo, encontrarse, a las faldas del gran paredón natural de Gredos. Tímidamente bañado por el pantano de Santa Teresa; a una orilla de la antigua calzada romana; lugar de “justicia” para los que profesaban la religión judía hace muchos años; hoy aislado por carreteras retorcidas y de tercera, repleta de baches, que lo cobijan prácticamente del mundanal ruido…

Nada más cruzar la puerta, da la sensación de llegar a un continente distinto, a una Torre de Babel gigante, a un Pentecostés desconcertante. Algo inesperado, atípico, llamativo en esta comarca de Salamanca. Razas, lenguas y culturas a solo un paso de la meseta castellana. Una gran urbanización, un oasis donde se conjugan asfalto y arboledas en un marco de 18 hectáreas, algo sorprendente en un mundo de crisis y de miseria. Todo ello diseñado para la promoción de los últimos. Una apuesta arriesgada que, milagrosamente, sobrevive en el tiempo, que nadie ha derribado, aunque muchos lo hayan intentado.

El Colegio La Inmaculada de Armenteros es la obra personal del sacerdote diocesano de Salamanca Juan Trujillano González, abulense de nacimiento, (La Carrera del Barco, 1928). Todo comenzó en la década de los 50, cuando, recién ordenado, inició en este perdido pueblo su ministerio sacerdotal: “Yo venía del CEU de San Pablo de estudiar Sociología y Economía. Creo que me mandaron aquí para ponerme a prueba, pues estorbaba en otros sitios”.

El sacerdote Juan Trujillanos, artífice de este centro

Los comienzos fueron duros. Don Juan, que había heredado una gran fortuna de su familia (era un cura rico y hubiera podido vivir muy bien en aquella época de escasez), comenzó esta obra convirtiendo la casa parroquial en un escuela. Convenció a los profesionales de la zona para impartir clases nocturnas en lugar de echar la partida en la taberna. Los resultados fueron buenos y, poco a poco, se fue estructurando un pequeño centro. Se utilizaron incluso las casas vacías del pueblo.

Una apuesta evangélica

Hoy, este sacerdote ejemplar tiene la friolera de 83 años. Toda una vida dedicada a la enseñanza de los más desfavorecidos. Una apuesta evangélica que ha cruzado mares y atravesado fronteras: un 70% de los alumnos de este colegio son inmigrantes, muchos de ellos llegados a nuestro país en cayucos y pateras. En la actualidad, el Colegio La Inmaculada es una macro estructura, dependiente de una fundación. ¡Se desbordaron las expectativas iniciales!

Los inquilinos más pequeños de esta gran casa solo tienen 3 años, y forman parte de la guardería infantil. Los mayores alcanzan la edad de 18. Una franja muy amplia para trabajar con pasión por su educación y desarrollo. Casi todos ellos proceden de la miseria económica: “Si no estuvieran estudiando aquí, estarían enganchados a la droga y a la delincuencia, algunos en la vecina cárcel de Topas”.

En su mayoría, huérfanos o inmigrantes ilegales. El Colegio La Inmaculada es su casa y su escuela. Algunos no conocen otra. “Aquí viene todo el que quiera, tenga dinero o no. El boca a boca ha sido siempre nuestra mejor publicidad”, afirma su precursor.

Lo que ha conseguido este sacerdote por su cuenta y riesgo es digno de admiración. El colegio hay que verlo, hay que cruzar el umbral de la puerta que lo separa del resto del mundo y conocerlo. Un proyecto educativo sacado adelante a base de tres pilares fundamentales: ilusión, trabajo y constancia. “Esta obra tiene que ser de Dios. De otro modo, no me lo explico cómo puede seguir en pie 60 años después”, comenta don Juan.

En el nº 2.774 de Vida Nueva (reportaje completo para suscriptores).

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