Soledad y luna

ARTURO GUERRERO

En el primer verso de un poema dedicado a María Kodama y titulado llanamente La luna, canta Borges: “Hay tanta soledad en ese oro”. Tres palabras componen la grandeza de una frase. Dos sustantivos contrapuestos, el del magnífico mineral, la inquietante soledad que lo niega, y el adjetivo tanta, que inclina la balanza en derrota del oro.

He aquí la poesía, fulminando un sentido con mínimos recursos, propiciando el asombro más económico en elementos. El hombre exalta el milagro rotundo del astro en plenitud y de inmediato lamenta la pequeñez de su propio destino peregrino.
Porque el desamparo no pertenece al satélite, de por sí yerto y mudo. No. Ese desaliento es atributo humano. La luna crece y decrece, pasmada en su inmensidad de milenios e inconsciente de su hado rutinario. Es el hombre quien tiembla de abandono, quien se contempla íngrimo en medio de su siglo insuficiente.
Es inmenso el oro que circunda el cielo, pero más poderoso resulta el terror del ser que siente inútiles los puentes que lo unirían a otros seres. Nace solo, es cedido al desgarramiento, se bate como individuo entre lobos, se acerca a la muerte, territorio donde nadie lo puede reemplazar.
No obstante, allá arriba cruza incesante ese oro. La luna es victoriosa sobre las innumerables muertes de los incontables solitarios. Algebraica en su circunferencia, categórica en ritmo, perpetua como faro nocturno al que se acogen azarosas naves.
En la generosa escritura de los siglos, cada poeta avizora una porción de desastre y un deslumbramiento de riqueza. De ahí que Borges, nuestro Borges duplicado, remata su poema a Kodama con una interpelación de luna que es reto y conjuro de lectores: “Mírala. Es tu espejo”.

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