Estos son los rostros del Domund

Más de 14.000 misioneros españoles encarnan el Evangelio por todo el mundo

Jorge Naranjo en su misión en Sudán

JOSÉ CARLOS RODRÍGUEZ SOTO | Más de 14.000 misioneros españoles dejaron un día casa y familia para ir a tierras lejanas a ofrecer aquello que había cambiado sus vidas: el Evangelio. Ante la próxima jornada del Domund (23 de octubre), nos recuerdan cómo nació esa vocación.

El padre Jorge Naranjo lleva desde febrero en Madrid. Muy a su pesar. Es la segunda vez que ha tenido que dejar Sudán –donde sirve como misionero desde hace tres años– debido a una enfermedad que en nuestro país ya es historia: la tuberculosis.

El año pasado, cuando trabajaba en una parroquia de la periferia de Wau, los bacilos de Koch le jugaron una mala pasada que le obligaron a venir a tratarse a España. A los pocos meses volvió a Jartum, impulsado por la mejora de su salud, pero también –según confiesa– “por algo de miedo a perder el visado”, que el Gobierno sudanés concede con cuentagotas. Poco después, tuvo una recaída seria que le hizo volver a tomar el avión de regreso a Madrid.

Ahora, en la casa provincial de los misioneros combonianos, este sacerdote de 37 años, que parece no perder nunca la calma, sigue pacientemente el tratamiento mientras ocupa su tiempo libre en preparar un libro en árabe sobre el cristianismo en la Nubia medieval, labor que realiza junto con un historiador musulmán y otro copto, con quienes se comunica por Internet. Al mismo tiempo, solo piensa en volver con su querida gente de la parroquia de Omdurmán.

Gema Castillo, mercedaria de Bérriz, en R.D. del Congo

‘Así os envío yo’

Pocos días antes de este encuentro, también en Madrid, la hermana Gema Castillo, de las Mercedarias de Bérriz, de 45 años, está a punto de coger el avión para incorporarse a su nuevo destino, en un colegio de México. Ella trabajó anteriormente en la República Democrática del Congo, donde combinaba su labor docente con la dirección de una casa de acogida para niños abandonados. “En ellos descubrí a Dios”, afirma con convicción, al mismo tiempo que señala que lo más le impresionó fue “el contraste entre lo rico en recursos que es el país y la miseria que ves por todas partes, y que a pesar de todo no despoja a la gente de la alegría que muestran siempre”.

Jorge Naranjo y Gema Castillo son parte de los alrededor de 14.000 misioneros españoles que, como nuevos Abrahames o pescadores del mar de Galilea, un día dejaron sus redes, su casa, su familia y su patria para ir a vivir a tierras lejanas con personas de otras culturas a las que anunciar el Evangelio.

Para apoyarlos a todos, la Iglesia española celebra cada año, el penúltimo domingo de octubre, el día del Domund, una jornada de gran arraigo social que despierta simpatías incluso entre personas que, en otras circunstancias, tendrían pocas inclinaciones a favor de la Iglesia. El lema de la campaña de este año es Así os envío yo, una cita del Evangelio de san Juan que recuerda la identidad de la misión: el hecho de no ir por propia iniciativa, sino por una vocación que les impulsa a anunciar el Evangelio, y, con frecuencia, en lugares del mundo que tienen más necesidad de una buena noticia, como son los enclavados en regiones donde escasea la dignidad de la persona y abundan el hambre, la injusticia, la enfermedad, la ignorancia y los conflictos.

Ser enviado no es fácil, y más si se toma como una vocación para toda la vida. Quienes parten como misioneros no son solo sacerdotes, hermanos y religiosas. Durante los últimos años, cientos de laicos han sentido también la llamada a ser enviados y han partido para otros continentes.

Matrimonios misioneros

Este es el caso, por ejemplo, de Antonio García Hernández y Ana Dolores Cruz, un matrimonio de Jaén, ambos de 45 años de edad. De 1992 a 1995 vivieron en la zona andina de Ecuador, una región muy deprimida donde trabajaron en la formación de catequistas.

En 2001, los dos volvieron, esta vez a la diócesis de Manabí, en la costa: “Allí trabajamos en un hogar de acogida para niños y niñas cuyas madres estaban en la cárcel, y donde llegaban también muchas adolescentes víctimas de abusos que se habían quedado embarazadas”, cuenta Antonio. Ana trabajaba también en la cárcel con grupos de mujeres. Ambos insisten en su identidad misionera: “No fuimos allí a hacer proyectos, sino para evangelizar y acompañar a personas que viven en situaciones duras y de violencia y llevarles el amor de Dios”.

En el nº 2.772 de Vida Nueva (reportaje íntegro para suscriptores).

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