Héctor Eduardo Lugo García: “Consumimos cultura, pero no producimos pensamiento”

Director del Departamento de Educación, Cultura y Universidades de la Conferencia Episcopal de Colombia

JOSÉ LUIS CELADA | El franciscano Héctor Eduardo Lugo García lleva años soñando con una Colombia más humana y en paz, empresa que pasa por la formación de las futuras generaciones “en la inteligencia del corazón más que en la de la razón”. Mientras, quien fuera activo protagonista de la implantación de la ERE en su país, aboga por un “encuentro entre fe y cultura” que contribuya a paliar una triste realidad: “Consumimos cultura, pero no producimos pensamiento”, se lamenta el director del Departamento de Educación, Cultura y Universidades de la Conferencia Episcopal. [Siga aquí si no es suscriptor]

– ¿Qué sociedad sueña para Colombia desde el punto de vista educativo-cultural?

– Tenemos que partir de la clase de hombre que queremos formar, porque se están manejando antropologías que no son constructivas, humanizantes, sino perversas. La perversidad de pensar que el hombre llega a ser persona por sí solo, que no hay un referente. Queremos soñar una nueva Colombia, pero no está claro cómo.

– La crisis económica y financiera deja ver una crisis de valores y, por tanto, educativa. ¿A quién es más achacable: al alumno, al profesor, a los padres…?

– Como adultos, maestros y padres de familia tenemos mayor responsabilidad que ellos, porque nosotros mismos estamos perdidos en la propuesta de los valores. Los padres le piden a la escuela honestidad, pero el niño llega a casa y ve que su papá es el primero que destruye ese valor, porque es mentiroso, tramposo… El padre no tiene conciencia de ser formador de sus hijos, sino “dispensador” de cosas. Y el maestro cayó en el mismo problema: dispensa conocimientos.

La manera de ser, de pensar, de actuar, hasta de creer hoy de niños y jóvenes nos está haciendo pensar qué nueva cultura religiosa, política, económica, social y, por lo tanto, educativa está surgiendo con ellos. Es un grito que nos están lanzando. Por otra parte, nosotros hemos perdido una serie de dignidades: el padre perdió la suya, porque comenzó a jugar a ser amigo de sus hijos; el maestro perdió, igualmente, su dignidad, porque la de hoy parece ser la última generación en haber sido regañada por los papás y maestros y la primera en ser regañada y casi insultada por sus estudiantes. No quiero que se entienda que el problema radica en ellos. Es lo que les hemos inculcado y lo que ellos están viendo en la familia y en la escuela.

– ¿Y qué grado de responsabilidad tienen instituciones como la Iglesia, tan comprometida siempre en la educación de las nuevas generaciones?

– Nuestra responsabilidad es muy seria, porque nos volvimos “consumidores de cultura” y no volvimos a producirla. Vivimos de las glorias del pasado. Durante muchos años nos gastamos y desgastamos luchando por cosas que no son las que hacen falta en nuestra misión. Y hoy no producimos pensamiento, solo damos opiniones. Debemos emprender una tarea extraordinariamente grande para construir una nueva línea educativa y hacerles saber a los políticos, a quienes legislan, que no estamos dispuestos a seguir callados, creyendo que hacemos muy buenas cosas solo porque nos permiten tener capellanes. Debemos centrarnos nuevamente en nuestra misión.

Conversión educativa

– ¿Haría falta también una “conversión educativa”, en la línea de aquella conversión pastoral que promovió Aparecida, para que la Iglesia recupere cierto liderazgo en este campo?

– Claro que es urgente una conversión educativa, que implica no solo un cambio de perspectiva, sino en los lenguajes, en el conocimiento de las sensibilidades de los jóvenes… No estamos soñando con ellos, y las sociedades que dejaron de soñar, ¿cómo pretenden conocer los sueños de sus jóvenes? Sospechamos cómo es el mundo de los niños y de los jóvenes, pero no conocemos realmente sus valores. Y ahí radica una de las razones por las que quizás no hayamos podido trazar unas propuestas educativas que, al mismo tiempo, sean creativas y que procedan del Evangelio.

Por otra parte, estamos fuera de sus lenguajes. Los nuestros –homilías, catequesis, clases de Religión…– son lineales, y los suyos, hipertextuales. El zapping televisivo es ya una mentalidad, estamos pasando del homo sapiens al homo zapping. Los muchachos de hoy actúan saltando, fisicamente, pero también en su manera de pensar. Aquí hay algo que no funciona, porque nosotros no hemos querido cambiar el lenguaje. O lo cambiamos o perdemos el sentido de nuestra vocación de servicio.

– ¿Están calando en Colombia y en América Latina iniciativas de diálogo como el Atrio de los Gentiles?

– Me he encontrado mucha desinformación a nivel de Iglesia católica, he tenido que explicarles a personas de toda condición cuál era la idea que el Papa había iniciado a partir de las propuestas del cardenal Ravasi. Nos preguntamos cómo recrear ese Atrio de los Gentiles para nuestras culturas, que es algo bien interesante, desde dónde tendríamos que hacer una propuesta de diálogo y de encuentro entre fe y razón. Porque no puedo hacer un Atrio de los Gentiles igual en París que en Colombia.… Yo propongo más la palabra encuentro que diálogo, porque es más vital. A nosotros nos falta primero conocer, pero, sobre todo, poner en práctica desde lo que estamos viviendo.

– ¿Y cómo vive su país la relación fe-cultura?

– Ese diálogo fe-cultura se agotó en las mentalidades. Y hay una falencia en la concepción de ambas cosas: separarlas. Cuando veo la fides por un lado y la cultura por otro, estoy diciendo que son dos cosas distintas. Mientras no entendamos que no son dos cosas diferentes, vamos a seguir planteando todo con ese dualismo que nos mata desde hace miles de años: alma-cuerpo, gracia-pecado, Dios-diablo… No podemos seguir así. Mientras no entendamos la unión, el encuentro, entre los dos términos, incluso esa transversalidad, vamos a seguir pensando que ese diálogo fe-cultura se nos agotó en las manos. Como ocurre con otras palabras de nuestro vocabulario: conversión, fraternidad…

– Ya para acabar, ¿qué papel puede y debe jugar la educación en un país como Colombia para fortalecer la defensa de los Derechos Humanos y el cultivo de una cultura de paz y reconciliación?

– El papel y la responsabilidad son enormes, porque tenemos la grave obligación de hacer unas propuestas que nazcan realmente de lo que estamos convencidos, y no simplemente de posibles pedagogías o distintas formas didácticas. Tenemos que hacer una propuesta desde el Evangelio, que sea muy clara pero que no sacralicemos.

Y una educación, para que sea firme, con referentes en personas, culturas, maneras de ser, de vivir y de creer. Pero no hay que mirar solo los textos; hay que tener el pretexto de leer el contexto. Y el nuestro es de violencia. Tenemos que enseñar a los niños a abrazar lo que el corazón rechaza, lo cual no es masoquismo, sino realismo. Tenemos que aprender (y enseñar) a construir una nueva sociedad, que camine hacia la paz, pero que reconozca esa paz. Porque conflictos siempre los habrá, por lo que se trata de ver cómo formamos al niño para que tenga su corazón en paz, que ahí es donde nacen las guerras y donde hay que sembrar la paz en primera instancia.

Nuestro modelo educativo y pedagógico se ha centrado en formar la inteligencia de la razón, lo que nos ha llevado a tener niños y muchachos individualistas, egoístas…, y hemos insistido muy poco en la formación de la inteligencia del corazón, que supone ayudar a enfrentar las dificultades de la vida, a tener coraje. Todo lo demás será dar palos de ciego.

En el número 2.770 de Vida Nueva

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