Rebelión clerical en el viejo Imperio austriaco

JUAN RUBIO, director de Vida Nueva | En octubre de 2004, Juan Pablo II beatificaba al último emperador de Austria- Hungría, Carlos I. Entre las razones, estaba el hecho de haber colaborado con el Papa para promover la paz europea en 1917. No gustó este revival del Imperio. Los austriacos prefieren a los Habsburgo en la Cripta de los Capuchinos, en la Neuen Markt.

Al “Emperador del pueblo”, como lo definió el periódico Arbeiter Zeitung, le rezan ahora para que no se rompa la comunión eclesial, tras la llamada a la desobediencia de un considerable número de sacerdotes para actuar “ante la negativa de Roma a tratar sus propuestas de reforma, mucho tiempo pospuestas”, dicen.

No aceptan el masterplan diocesano en el proceso puesto en marcha por la Apostelgeschichte 2010. Mal se le ponen las cosas al cardenal Christoph Schönborn, acosado por la crisis de los abusos sexuales en el clero y por el creciente abandono de muchos cristianos. En los últimos 30 años causó baja un considerable número (en este país se debe notificar oficialmente la pertenencia a la Iglesia). El cardenal, amigo de Ratzinger, alumno, colaborador y uno de sus príncipes electores, habrá tratado el asunto en el Ratzingerschülerkreis de este verano.

Uno de los firmantes del documento fue vicario general de la archidiócesis. Austria no es tierra fácil. Benedicto XVI dijo en su viaje de 2007: “Sé que la Iglesia en Austria ha vivido tiempos difíciles. Expreso mi agradecimiento a todos los que en medio de esas dificultades han permanecido fieles a la Iglesia y han sabido reconocer el rostro de Cristo en una Iglesia de pecadores. No creo que hayan quedado totalmente superadas esas dificultades”.

Pues no están superadas. La campana Pummerín resuena desde su altura en la Domkirche de San Esteban, en Viena. Al fondo, la eterna melodía de Mozart y, en la Cripta de los Capuchinos, las testas coronadas ya fallecidas tiemblan viendo la rebelión. Y es que, como dice el conde Chojnicki en La Cripta de los Capuchinos, del escritor Joseph Roth, “la esencia del Imperio Austro-húngaro, reside no en el centro, sino en la periferia; no en el elemento germánico, sino en la multitud de etnias congregadas”. Viena es un espacio cultural que supera fronteras y aúna impulsos. Más allá del Ring vienés, lejos del Hofburg, también hay vida.

La pelota está en el tejado de Roma. No es el momento de las condenas. Viena es símbolo de apertura al pensamiento. La Iglesia tiene aquí una ocasión de dialogar. Debieran dejar al cardenal, con no pocos enemigos en la Curia, que sea el enlace para este necesario diálogo con quienes, quizás sin mala voluntad, piden cosas, algunas de ellas muy descuadradas en el planteamiento.

La tarea del obispo es la de unidad en el amor y en la verdad. Se ofrece una oportunidad de presentar una cara de la Iglesia capaz de entenderse. De no corregirse, la rebelión puede extenderse . En los Estados Unidos, la tensión entre obispos y teólogos se ha reverdecido con motivo de un libro de Elizabeth Johnson. Tampoco se amansan los bríos de algunos teólogos centroeuropeos y hay lugares en los que el derecho a disentir se ve zarandeado. Hay temas que la Iglesia no debe temer abordar desde su fidelidad. Austria puede ser una ocasión. En este centro europeo, el pensamiento debe ponerse en diálogo con la fe.

En el número 2.767 de Vida Nueva

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