Ángel Martínez Puche: “Las mejores experiencias las he tenido con los pobres

Sacerdote español en Uruguay

FRAN OTERO | Ángel Martínez Puche recibió hace poco más de tres meses el regalo que más anhelaba, el sacerdocio, después de más de 25 años como diácono permanente en suburbios de Montevideo, Uruguay. Llegó hasta este pequeño país latinoamericano en 1978 como hermano dominico, la Orden de los Predicadores, para ofrecerse a los más pobres entre los pobres.

Él mismo se sorprendió ante la situación. “Encontré una pobreza extrema, que yo nunca había visto en España, y mi comunidad había optado por vivir con la misma pobreza de la gente: sin mantas, ni calefacción (los inviernos son muy fríos), pero muy felices”, explica. Allí, en Uruguay, con los olvidados, fue donde se ordenó diácono permanente y donde trabajó sin descanso: catequesis, bodas, casi 500 bautizos al año, además de ayudar con alimentos y formación. Tras esta ingente labor, dice que fue Dios quien “le empujó” al sacerdocio “estimulado por las comunidades a las que servía”.

Le preguntaban continuamente cuándo iba a ser ordenado sacerdote. “Querían un servicio pastoral más completo, y ha sido un estímulo que me hizo pensar que Dios me hablaba por medio de ellos, hasta convencerme de que debía pedir el sacerdocio”, explica.

No fue fácil el camino, pues sus superiores dominicos rechazaron hasta en tres ocasiones su petición, pues “no lo veían claro”. “Que si la idoneidad, que si los estudios… Y cuando ya había tirado la toalla, me llamó personalmente el arzobispo de Montevideo y me ofreció la posibilidad de ordenarme para la archidiócesis, aunque tenía que dejar la Orden de los Predicadores”. Tras una reflexión intensa, Ángel se decidió y recibió la ordenación sacerdotal el pasado 15 de mayo, con 66 años.

Tras recibir el sacramento y las celebraciones en Montevideo con sus antiguas comunidades –“con un entusiasmo desbordante”, dice–, se desplazó hasta Molina de Segura (Murcia), a su parroquia de origen, para compartir una primera Eucaristía en el lugar que le vio crecer. Pero no se quedó mucho tiempo, pues Ángel ya sirve en Montevideo en la Parroquia del Carmen, donde, precisamente, ya había estado cuando ejercía como diácono permanente. “Me siento muy feliz y ya estoy establecido en mi nueva misión. Sería ingrato si me quedara en España, acá hacen falta muchos sacerdotes y fui ordenado para esta archidiócesis”, responde a si piensa volver en el futuro a España.

Un país laicista, pero respetuoso

Uruguay, reconoce el sacerdote, es un país que se caracteriza por ser laicista, incluso ateo. De hecho, desde hace casi dos siglos, a las fiestas se les ha dado otro nombre: “Por ejemplo, la Navidad es el día de la familia; y la festividad de la Epifanía, el día de los niños”. Una situación que, para Martínez Puche, hace que “las personas que son católicas, lo sean de verdad y se den de lleno a la Iglesia”. En cualquier caso, la valoración que hacen del clero, incluso los ateos, es buena y, sobre todo, afirma, “nunca escucharás a nadie, aunque sean ateos, ninguna blasfemia contra Dios y lo sagrado”.

Cuando se le pregunta por la experiencia que más le ha llenado durante todos estos años, y que, de algún modo, resuma su labor en el país charrúa, solo tiene una palabra: pobres. “Mis mejores experiencias han tenido lugar cuando he estado entre los más pobres y marginados. Su vida de fe en Dios, en medio de la miseria, es toda una lección para quienes creemos que tenemos la Verdad casi en exclusiva. He aprendido mucho de los pobres –me han realizado como persona, como cristiano, como religioso y, ahora, como sacerdote–, me he sentido muy aceptado por ellos y me lo hacen ver en las muestras de cariño y felicitaciones por la ordenación, de la que ellos son los ‘culpables’”. “Oh, feliz culpa, diría yo”, concluye.

Una película: Fray Escoba.

Un libro: Amaneció de noche. Despedida de Narciso Yepes.

Una canción: Canción del testigo.

Un rincón del mundo: nuestro Mar Menor.

Un deseo frustrado: que mi madre hubiera estado presente en mi ordenación (murió en 2003).

Un recuerdo de infancia: mi Primera Comunión.

Una aspiración: ser un sacerdote plenamente entregado a Dios y a los hombres.

Una persona: mi madre.

La última alegría: mi última celebración de la Eucaristía.

La mayor tristeza: no poder socorrer a tanta miseria.

Un sueño: llegar a ver un mundo más justo y fraterno.

Un regalo: Dios me ha regalado lo que más anhelaba, ser su sacerdote.

Un valor: la lealtad.

Que me recuerden por… haber hecho el bien.

En el número 2.767 de Vida Nueva

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