Historia de la JMJ: una intuición de largo recorrido

Benedicto XVI ha tomado el relevo del proyecto que inició Juan Pablo II

Juan Pablo II abraza a un participante de la JMJ 1993 Denver

ANTONIO PELAYO | Un acontecimiento de tamaña magnitud y de dimensiones tan históricas como la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) no puede ser obra de una sola persona. Nadie va a regatearle a Juan Pablo II haber tenido la genial intuición y la valentía de convocar a unos encuentros periódicos en los cinco continentes a los jóvenes de un mundo que muchos habían considerado irremediablemente perdidos para la Iglesia y el Evangelio de Jesús.

El papa polaco, dotado desde siempre de un especial magnetismo para escuchar y dialogar con las nuevas generaciones, puso en marcha un proyecto al que se sumaron con entusiasmo otras personalidades, entre las que quisiera destacar al cardenal Eduardo Pironio, que desde el Pontificio Consejo para los Laicos asumió la responsabilidad de pilotar y organizar su desarrollo.

Todo comenzó en el ya lejano 1983, cuando, desde Milán, Karol Wojtyla invitó “a los jóvenes de todas las naciones y continentes” a celebrar un jubileo especial con ocasión del Año Santo extraordinario de la Redención, cuyo objetivo era “haceros constructores de nuevas formas de vida más expresivas del rostro del hombre de hoy. Y, sobre todo, del hombre de mañana que ya se prefigura en vuestros rostros”.

Del 11 al 15 de abril de 1984, tuvo lugar en Roma el Jubileo Internacional de los Jóvenes, al que asistieron 60.000 muchachos venidos de todo el mundo. “¿Quién ha dicho –se preguntó el Pontífice– que la juventud de hoy ha perdido el sentido de los valores?”. Ese mismo año, el 25 de noviembre, solemnidad de Cristo Rey, el Papa reiteró la invitación a los jóvenes a venir a Roma el Domingo de Ramos de 1985, proclamado por la ONU Año Internacional de la Juventud.

El 26 de marzo de 1985, cinco días antes del Domingo de Ramos, Juan Pablo II hizo pública su Carta Apostólica a los Jóvenes, a los que llama “queridos amigos”, un documento programático para toda la Iglesia en el que afirma: “Vosotros sois la juventud de las naciones y de la sociedad, la juventud de cada familia y de toda la humanidad. Vosotros sois también la juventud de la Iglesia. Todos miran hacia vosotros, porque todos nosotros, gracias a vosotros, en cierto sentido, volvemos a ser jóvenes”.

El éxito del encuentro, al que asistieron jóvenes de 70 países, disipó las discrepancias en algunos sectores de la Curia, y en el discurso al Colegio Cardenalicio del 20 de diciembre de 1985, el Santo Padre anunció la institución de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), que se celebraría todos los Domingos de Ramos.

De Roma a Buenos Aires

Abrió la serie la de 1986, el 23 de marzo, en Roma, pero ya entonces se dibujaba la posibilidad de ampliar el horizonte al vasto mundo, y así se perfiló el proyecto de que fuera Buenos Aires la primera sede no romana de la JMJ, haciéndola coincidir con la última etapa del viaje que condujo al Papa primero a Uruguay, después al Chile de Pinochet y, por fin, a la Argentina que había dejado atrás los duros años de una sangrienta dictadura militar.

El papa Wojtyla, peregrino en la JMJ 1989 Santiago de Compostela

Aquella mañana del 13 de abril, la Avenida 9 de Julio de Buenos Aires era un mar de jóvenes (dos millones de personas, según la Policía) venidos de todo el país, de América Latina y, en números sensiblemente menores, de algunos otros países. Recuerdo muy bien el entusiasmo con el que fue acogido “el mensajero de la paz” y la interminable procesión de jóvenes que se dirigió desde primeras horas del alba hasta el inmenso altar instalado para la Eucaristía de clausura. “Jóvenes –les dijo el Papa–, Cristo, la Iglesia, el mundo, esperan el testimonio de vuestras vidas fundadas sobre la verdad que Cristo mismo ha revelado”.

“No soy un idealista –declaró entonces el cardenal Pironio–, pero los jóvenes han querido gritar su esperanza al mundo”. El de Buenos Aires, en todo caso, fue el test que demostraba, sin lugar a dudas, la viabilidad de la convocatoria internacional, y así se acordó celebrar alternativamente la Jornada un año en Roma y otro fuera de la Ciudad Eterna.

Éxito en Compostela

Santiago de Compostela, donde entonces era arzobispo Antonio Mª Rouco, se había ofrecido como sede, y a los organizadores y al Papa mismo les pareció el lugar ideal para lanzar la idea de recristianizar a la vieja Europa, nacida en los alrededores del Camino Jacobeo.

Sin ningún prurito nacionalista, podemos afirmar, además, que la de 1989 marcó un cambio en la concepción de las Jornadas, reafirmando la importancia de su preparación previa y su dimensión catequética y sacramental. Juan Pablo II se hizo, una vez más en su vida, peregrino, y entró en la ciudad del Apóstol con el báculo y la esclavina marrón.

Desde el primer momento fue acogido por un enorme calor que explotó en el Monte del Gozo, en la Eucaristía de clausura. La noche había sido húmeda y fría, pero no lo suficiente para enfriar el ardor del medio millón de participantes. “Volved –les dijo– a vuestras casas y a vuestros trabajos con los cordones del peregrino para caminar siempre hacia Cristo Verdad y Vida del mundo entero”.

Encuentro del Este y el Oeste en Polonia

Al papa polaco no se le podía negar la satisfacción de que dos años más tarde la cita fuese en Czestochowa, en la colina de Jasna Gora, en torno a la cual se fraguó durante siglos la identidad de la nación.

JMJ de París, en 1997

A finales de 1989 había caído el Muro de Berlín, y por primera vez en la historia iba a ser posible reunir a jóvenes del Este y del Oeste de Europa, acompañados por una festiva presencia de representantes del resto del mundo.

Las cifras hablan por sí solas: 100.000 rusos, 40.000 bielorrusos, 10.000 de los tres países bálticos, otros miles de Hungría, Checoslovaquia, Rumanía, Bulgaria… se fundieron con una marea de polacos y de europeos occidentales, entre lo cuales los españoles, si no fueron los más numerosos (los superaban italianos, franceses y alemanes), sí eran los más rumorosos, como siempre.

“Lo que durante largos decenios ha estado separado a la fuerza en este continente –reclamó el Pontífice– debe ahora acercarse por ambas partes para que Europa busque su unidad, volviendo a las viejas raíces cristianas”. La convivencia de aquellos día abrió a la comunicación a jóvenes que no habían tenido antes la ocasión de conocerse ni de tratarse, descubriendo que eran distintos, sí, pero al mismo tiempo compartían las mismas inquietudes y un idéntico interés por construir un futuro diferente.

En Denver (1993), Manila (1995) y París ( 1997), la JMJ se consolidó definitivamente como un acontecimiento rico de promesas, y le permitió a Juan Pablo II señalar en su libro Cruzando el umbral de la esperanza, que si él siempre había confiado en los jóvenes, muchos obispos tenían que reconocer su “sorpresa” ante el éxito de su personal iniciativa.

Cientos de miles de jóvenes en la JMJ de Roma del año 2000

Hacia el Gran Jubileo del 2000

Para preparar mejor la participación de los jóvenes en el Gran Jubileo del Año 2000, se decidió retrasar tres años la Jornada, haciendo coincidir su 15ª edición con el año jubilar. Del 15 al 20 de agosto, invadieron Roma dos millones de peregrinos dispuestos a convertir su presencia en una fiesta interminable e indescriptible. La Ciudad Eterna, que creía haber visto de todo a lo largo de más de dos mil años de historia, tuvo que reconocer que un espectáculo como el que se pudo vivir en el campus de Tor Vergata ni tenía precedentes ni, probablemente, volvería a producirse en muchos años. Y así fue.

La invasión resultó pacífica, desde luego, pero masiva: las plazas de San Pedro y de San Juan de Letrán, el Circo Máximo, el Coliseo, los grandes parques de Villa Pamphili y Villa Borghese no daban abasto para contener una marea humana que se desplazaba en grupos compactos entre cantos y portando estandartes y banderas de 160 países. Juan Pablo II estaba, literalmente, subyugado por el espectáculo, y los romanos no daban crédito.

La Vigilia en la noche sofocante de Tor Vergata ha pasado a la historia como uno de los momentos más bellos e intensos del largo pontificado de Wojtyla. El Papa, rodeado de jóvenes, hace confidencias sobre su niñez y años de juventud: “Hay un proverbio polaco que dice: ‘Si vives con jóvenes, tendrás que convertirte también tú en joven’; así yo me rejuvenezco. Y una vez más, os saludo a todos, especialmente a los que están allá lejos, en la sombra y que no pueden ver nada. Pero si no han podido ver, sí habrán podido oír este alboroto. Un alboroto que ha sorprendido a Roma y que Roma no olvidará nunca”.

El Papa, ya pasadas las once de la noche, se va, pero allí quedan, en vigilia, los que ha llamado “centinelas de la mañana”. Son los mismos que, horas después, ya están en pie y que son abundantemente “regados” para que el sol no les derrumbe ni decaiga su entusiasmo.

El recorrido en papamóvil del inmenso territorio no parece acabar nunca, y cuando comienza la Misa, el Papa puede divisar un mar de cabezas, todas pendientes de él: “Sois el corazón joven de la Iglesia. Id a todo el mundo y anunciad la paz. Volviendo a vuestras tierras, poned a la Eucaristía en el centro de vuestra vida personal y comunitaria. Vivid la Eucaristía testimoniando el amor de Dios a los hombres. Os confío a vosotros, queridos amigos, este que es el mayor don que Dios nos ha hecho a nosotros que peregrinamos en la tierra, pero que llevamos en el corazón la sed de eternidad”.

Un anciano Juan Pablo II en Toronto (2002)

Toronto 2002, tras el 11-S

Dos años después, en 2002, Juan Pablo II se desplazaba hasta Toronto (Canadá) para presidir un nuevo encuentro mundial con sus amados jóvenes. El cuerpo de Wojtyla arrastraba consigo todas las consecuencias de la enfermedad y de la fatiga acumulada durante más de dos décadas de entrega ilimitada.

El mundo había conocido, el 11 de septiembre del año anterior, el más terrible atentado terrorista de la historia. Era un período de grandes tensiones, y en el Vaticano algunos se preguntaban si el Papa podía permitirse todavía estos esfuerzos sobrehumanos.

Como si nada fuese con él, el anciano señor recorrió los 7.000 kilómetros que separan Roma de la bella ciudad canadiense y, ante la sorpresa de todos, descendió por su propio pie la escalerilla del avión. Aceptó, sin embargo, reposar un par de días en un idílico paraje antes de ponerse manos a la obra.

Es cierto que las cifras de Toronto reflejaban el miedo y las cautelas que había a los vuelos (llegaron, sin embargo, más de 50.000 norteamericanos) y que la dispersión de la metrópolis difuminaba un poco la presencia de los jóvenes, pero el milagro se produciría una vez más. El Papa y la que ya muchos llaman “generación JMJ” se encuentraron, y la chispa prendió enseguida para hacerse luminosidad total en la ex base militar de Downsview Park, donde se vivieron los momentos más intensos de esta Jornada, que se convertiría, con sus 800.000 personas, en el acontecimiento más participado de la historia de Canadá.

“El mundo moderno –dice el Papa– necesita testigos del amor. Necesita que seáis la sal de la tierra y la luz del mundo. Ninguna dificultad, ningún miedo es tan grande como para ser capaz de sofocar completamente la esperanza que mana eternamente en el corazón de los jóvenes”. Estas palabras suenan como un eco de las que habían pronunciado al comienzo de su ministerio pontifical: “¡No tengáis miedo!”.

Benedicto XVI, el nuevo anfitrión

El 2 de abril de 2005, Karol Wojtyla “vuelve a la casa del Padre”, y el mundo se queda un poco huérfano. Muchos de los jóvenes que se estaban preparando para la ya anunciada JMJ 2005 de Colonia se preguntan qué va a pasar, temiendo la suspensión. La duda se disipa con cierta rapidez, y el nuevo Sucesor de Pedro anuncia a los cuatro vientos que todo sigue en pie y que será él quien presidirá la XX Jornada Mundial de la Juventud. Él, papa bávaro en Colonia, la capital de la católica Renania.

Benedicto XVI navega por el Rin, en la JMJ 2005 Colonia

Algunos, sin embargo, comenzaron a preguntarse si Joseph Ratzinger, habituado al silencio de las bibliotecas y despachos, iba a ser capaz de arengar a una multitud de jóvenes y tener tanto poder de convocatoria como su taumatúrgico predecesor. La pregunta no era ociosa, ni mucho menos, pero Colonia demostró que, sin perder sus características personales, Benedicto XVI tenía también “gancho” con las generaciones del tercer milenio.

La del Papa navegando las aguas del Rin, rodeado de jóvenes de los cinco continentes y acompañado por una flotilla de engalanadas embarcaciones, será una de las imágenes más sugestivas de la historia de las Jornadas, como será también imponente el efecto que producirá en el corazón de todos los presentes la noticia de la muerte del Hermano Roger, fundador de la Comunidad de Taizé, asesinado ese 16 de agosto por una desequilibrada.

Marienfeld (“el campo de María”), situado a unos 15 kilómetros de Colonia, fue el escenario de la JMJ en la que se estrenaba el papa Ratzinger como anfitrión. Acogieron su invitación un millón de jóvenes de 197 naciones diferentes que, por primera vez en la historia, participaban estricta y religiosamente silenciosos, en una exposición eucarística. Era una gran novedad que demuestra que son capaces de crear todo el estrépito imaginable, pero igualmente de participar en una adoración silenciosa del Santísimo Sacramento, echando por tierra algunos de los prejuicios más generalizados.

La alegría de los españoles, en Sydney 2008

A Madrid, por Sydney

Convocar en la bellísima ciudad de Sydney (Australia, en nuestras antípodas) la siguiente Jornada les pareció a algunos casi una provocación destinada al fracaso. Se equivocaron de nuevo. Éramos menos los europeos, pero el quórum lo llenaban esta vez neozelandeses, indios, jóvenes de Sri Lanka y de otros países asiáticos que habían tenido hasta entonces escasas oportunidades de ver al Papa en persona.

Los australianos echaron el resto para que esta oportunidad que se les brindaba –y que vete a saber cuándo se repetirá– fuese inolvidable. De todos mis recuerdos de esos días, quizás el más intenso es haber contemplado la adoración eucarística de tantos miles de jóvenes en las capillas abiertas en el inolvidable edificio de la Ópera de Sydney.

Cuando Benedicto XVI, el 20 de julio de 2008, anunció en el hipódromo de Randwick, lleno hasta los topes, que Madrid sería el próximo lugar de encuentro, los españoles que estábamos allí no pudimos refrenar un grito de entusiasmo. Aunque la noticia fuese ya sabida de antemano, no podíamos no celebrarlo, como lo hicieron de forma exultante con cantos y danzas.

Al día siguiente se puso en marcha la máquina de preparación de la JMJ madrileña, en la que han jugado un papel fundamental las redes sociales, a las que son tan adictos nuestros jóvenes. También a través de Internet transita el soplo del Espíritu Santo.

En el nº 2.764 de Vida Nueva.

NÚMERO ESPECIAL de Vida Nueva

ESPECIAL JMJ 2011 MADRID en VidaNueva.es

Compartir