¿Existe la seguridad absoluta para los bienes culturales?

FRANCISCO MARTÍNEZ ROJAS, secretario de la Asociación de Archiveros de España | El robo del Codex Callistinus del archivo catedralicio de Santiago de Compostela ha vuelto a poner de actualidad, una vez más, la seguridad de los bienes culturales en general, y de la Iglesia en particular. Como cabía esperar, en las reacciones producidas hay para todos los gustos. [¿Existe la seguridad absoluta para los bienes culturales? – Extracto]

Fco. Martínez Rojas

Desde las airadas pretensiones desamortizadoras que vuelven al manido discurso de la incapacidad de la Iglesia para conservar su rico patrimonio cultural cuando un Erik el Belga de turno vuelve a hacer de las suyas, hasta opiniones más sensatas que se abstienen de un pronunciamiento definitivo hasta que el caso no esté aclarado del todo.

Desde el punto de vista de la normativa eclesiástica, los principios básicos de seguridad de los bienes culturales están claramente definidos. El Código de Derecho Canónico (1983), en el canon 1220 § 2 estableció que, para proteger los bienes sagrados y preciosos, deben emplearse los cuidados ordinarios de conservación y las oportunas medidas de seguridad.

Este axioma incuestionable se ha concretado posteriormente en documentos como la carta circular sobre la función de los archivos eclesiásticos, de la Pontificia Comisión de Bienes Culturales de la Iglesia (1997), en la que vuelve a enfatizarse que los archivos deben contar con medidas de seguridad antirrobo y vigilancia durante la consulta de los documentos.

En la misma línea, este organismo vaticano publicó en 2011 una carta circular sobre la función pastoral de los museos eclesiásticos, que en el párrafo 3. 2., dedicado a la seguridad, señala que es necesario garantizar ya sea la conservación del bien como tal, ya sea su preservación contra delitos y robos.

Evidentemente, la aplicación de estos claros principios varía mucho, dependiendo de los recursos económicos que tenga cada archivo, museo, parroquia, convento o catedral. Porque, aunque la concienciación de los responsables sobre la necesidad de garantizar la seguridad del rico patrimonio cultural de la Iglesia está fuera de dudas, la aplicación de medidas concretas depende del Poderoso Caballero, es decir, el Don Dinero de que se disponga.

Dificultad económica

Sin embargo, las dificultades económicas que suponen para la Iglesia conservar y dotar de medidas de seguridad un patrimonio cultural que representa el 80% del total nacional no se resuelven de modo simplista, como algunas voces han reivindicado, con una tutela estatal de dicho patrimonio.

Baste recordar cómo en Francia, donde en 1905 los bienes de la Iglesia fueron nacionalizados, y el Estado, como propietario, es el responsable de su conservación, los robos se multiplican en los mismos museos públicos. Sin ir más lejos, en mayo de 2010 fueron robados del Museo de Arte Moderno de París cinco óleos de Picasso, Matisse, Léger, Braque y Modigliani. Los ejemplos podrían multiplicarse hasta la saciedad, afectando hasta el mismo Museo del Louvre.

En España no nos libramos de semejantes sustracciones, ni siquiera en museos y bibliotecas de titularidad pública. Por muchos recursos disponibles que tenga, el Estado también hace aguas a la hora de preservar su patrimonio, y nunca mejor dicho “aguas”, si se recuerdan las goteras persistentes que afectan a varios puntos del Museo del Prado, situados incluso en la reciente ampliación, o, lo que es peor, en la Sala Velázquez, cayendo delante de Las Meninas.

No puede olvidarse tampoco que en la misma Biblioteca Nacional se han producido varias sustracciones, entre ellas, la más reciente, los dos mapamundis pertenecientes a la edición incunable de 1482 de la Cosmografía de Ptolomeo, que fueron adquiridos por un anticuario en una subasta celebrada en Londres, y terminaron en Australia. Lo llamativo del caso es que dicho robo produjo la mutilación de diez libros guardados en la Sala Cervantes, de acceso restringido a los investigadores y, por lo tanto, con las medidas de seguridad para evitar cualquier sustracción de los ejemplares allí custodiados.

Frente a robos como el del Códice Calixtino, lo peor es evaluar el hurto desde posiciones ideológicas preconcebidas. Por desgracia, El secreto de Thomas Crown no es solo una película sobre un experto ladrón de obras de arte, que encarna Pierce Brosnan. Es reflejo de una realidad constante que amenaza el patrimonio y que recuerda que la seguridad perfecta, absoluta, no existe. Si alguien es capaz de burlar todas las medidas de seguridad del Palacio de Buckingham y meterse en el mismo dormitorio de Isabel II de Inglaterra, ¿no va a ser capaz de robar un incunable en la Biblioteca Nacional o un manuscrito medieval de la Catedral de Santiago?

En el nº 2.762 de Vida Nueva.

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