Pablo Colino: “Ahora todos se contentan con cuatro guitarradas”

Director del Coro de la Academia Filarmónica Romana Basílica de San Pedro del Vaticano

Texto y fotos: VICENTE L. GARCÍA | Quien fuera, entre 1980 y 2006, maestro di capella de la Basílica de San Pedro, en el Vaticano, sigue recorriendo el mundo con su batuta. Recientemente, Pablo Colino estuvo en Bilbao, invitado por la Universidad de Deusto, donde deleitó con la actuación del Coro de la Academia Filarmónica Romana Basílica de San Pedro del Vaticano. Sus cantores pertenecen a la Scuola di Educacione Musicale e Canto Corale, fundada en 1961.

Nacido en Pamplona en 1934, siempre deseó ser “sacerdote cien por cien, y músico cien por cien”, y a juzgar por su trayectoria, a los 77 años puede decirse que lo ha conseguido. Los primeros años los vivió en la localidad navarra de Etxarri-Aranaz, desde donde la familia se trasladó pronto a Guipúzcoa, lo que provocó que comenzara su carrera de Estudios Eclesiásticos en el Seminario de Saturrarán, hasta que para cursar cuarto de latín les trasladaron al Seminario de Vitoria, “ese único y bendito Seminario de Vitoria”. Tras profundizar en latín y en filosofía, posteriormente cursó Teología en San Sebastián.

Su pasión musical le viene de sangre por su padre, músico de la banda de la Guardia Civil de Madrid, en donde tocaba el fliscorno. Pero también por la formación recibida en Vitoria de la mano del profesor de Armonía, Fuga y Contrapunto, Julio Valdés Goikoechea, y de José María Zapiraín, director de la Schola Cantorum.

Su deseo de estudiar música en Roma se vio cumplido tan pronto como se ordenó sacerdote. Con su formación bajo el brazo, no le resultó muy complicado obtener el título de maestro en Composición, en Música Sacra y Dirección Coral en el Pontificio Istituto di Música Sacra de Roma, especializándose, posteriormente, en Canto Gregoriano y en Didáctica y Pedagogía Musical.

Cuando contaba con 25 años, el entonces obispo de San Sebastián, Jaime Font, intentó hacerle regresar a las lindes diocesanas, pero, tras escuchar los argumentos del joven sacerdote, el obispo dictó sentencia definitiva: “Prefiero tener un amigo en Roma que un enemigo en casa. Quédate y sigue tu formación”.

Pablo Colino tiene a gala muchas de las tareas realizadas en su dilatada trayectoria en el mundo de la música y habla con orgullo de cómo fue elegido para la dirección de los niños cantores de la Basílica de San Pedro, o de cómo creó en “la laica Roma” una escuela de música por la que hasta la fecha han pasado cerca de 20.000  alumnos.

Más de medio siglo en la Ciudad Eterna le han dado la posibilidad de conocer a cinco pontífices, de quienes musicalmente dice que “quien más sabía de música era Pío XII; Pablo VI estaba como una tapia; Juan XXIII  tenía una bonita voz;  Juan Pablo II  entonaba bien y a Benedicto XVI se le nota su formación musical, aunque no la haya cultivado posteriormente”.

Desinterés tras el Concilio

Vivió el desarrollo del Concilio Vaticano II en primera persona, y lo recuerda con el dolor de no haber visto cumplidos los principios allí marcados en cuanto a la música en la liturgia se refiere: “Después del Concilio, en la Iglesia ha habido un desinterés general por la verdadera música. Ahora todos, obispos y no obispos, se contentan con cuatro guitarradas”.

Se rebela contra la explicación  que su amigo José Luis Martín Descalzo le dio frente a su argumento de que “la letra del Concilio no se estaba cumpliendo”. Quien fuera director de Vida Nueva le contestó: “Hay cosas en que la letra dice una cosa y el espíritu otra”. Vincula su postura al planteamiento que un día le hizo Pablo VI, quien afirmaba que “hoy ya no hay profetas en la Iglesia. Que profeta es aquel que levanta al pueblo. Y que lo que se estaba haciendo es rebajarse a la altura de la incultura”. Dictamen que Pablo Colino traslada al mundo de la música.

EN ESENCIA

Una canción: Cantemos al Amor de los Amores, con letra del P. Restituto del Valle y música de Juan Ignacio Busca Sagastizabal.

Un libro: Jesucristo, vida del alma, de Columba Marmiol, que comencé a leer y meditar en el Seminario de Vitoria.

Un recuerdo de infancia: el certamen catequístico de Navarra, que gané con 10 años y por el que me dieron 100 pesetas.

Un lugar en el mundo: Etxarri-Aranaz, mi pueblo en el Valle de la Burunda.

Un valor: la sinceridad.

Me gustaría que me recordasen… porque he sido siempre muy cariñoso con todos.

En el nº 2.761 de Vida Nueva.

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