Benedicto XVI reivindica la teología como fundamento de la verdad

Olegario González de Cardedal recibe el Premio Ratzinger de manos del Papa

Olegario Glez. de Cardedal y Benedicto XVI

ANTONIO PELAYO. ROMA | El mensaje que se había filtrado es que Benedicto XVI deseaba que el sexagésimo aniversario de su ordenación sacerdotal no adquiriese caracteres triunfalistas, como algunos ambientes de la Curia habían pretendido. Así ha sido: no podía ignorarse una fecha tan significativa, pero tampoco dar rienda suelta a ciertos tics cortesanos, siempre dispuestos a agradar al monarca aunque este no se considere tal, ni le interese lo más mínimo recibir tales homenajes.

La celebración eucarística del 29 de junio tuvo la habitual solemnidad. La Basílica de San Pedro sirvió una vez más como escenario único de la universalidad de la Iglesia con la presencia de los más de cuarenta arzobispos de todo el mundo que recibieron el palio como símbolo de su unión con la sede apostólica.

No había entre ellos ningún metropolitano de diócesis españolas, pero sí un alavés de pura cepa, monseñor Luis María Pérez de Onraita Aguirre, desde el 12 de abril de 2011, primer arzobispo de Malanje, en Angola. Este sacerdote vasco ha pasado buena parte de su vida en dicho país africano, en el que ha sido, sucesivamente, misionero, párroco en Luanda y, desde 1996, obispo. El Papa elevó a Arzobispado la diócesis de Malanje (con más de medio millón de católicos) el mismo día en que Pérez de Onraita cumplía 78 años.

En su homilía, Joseph Ratzinger recordó que, el día de su ordenación sacerdotal, el arzobispo de Freising, cardenal Faulhaber, les dijo a los jóvenes sacerdotes: “Ya no es ‘llamaré siervos’, sino ‘amigos’”, evocando la palabra de Cristo a sus discípulos (Juan 15, 15). “Yo sabía y sentía –dijo– que en ese momento esta no era solo una palabra ‘ceremonial’ y era también algo más que una cita de la Sagrada Escritura. Era bien consciente: en este momento, Él mismo, el Señor, me la dice a mí de manera totalmente personal. Él ya nos había atraído hacia sí, nos había acogido en la familia de Dios. Pero lo que sucedía en aquel momento era todavía algo más. Él me llama amigo. Me otorga la facultad, que casi da miedo, de hacer aquello que solo Él, el Hijo de Dios, puede decir y hacer: Yo te perdono tus pecados”.

Un momento de la ceremonia de imposición del palio arzobispal

No siervos, sino amigos

“‘Ya no siervos, sino amigos’ –prosiguió un poco más adelante–: en estas palabras se encierra el programa entero de una vida sacerdotal”. A lo largo de esta hermosa homilía desarrolló como solo él sabe hacerlo este concepto de amistad que no es solo conocimiento, sino comunión, y aludiendo al contexto de esas palabras (el discurso sobre la vid), afirmó: “Un vino de clase no solamente se caracteriza por su dulzura, sino también por la riqueza de matices, la variedad de aromas que se han desarrollado en los procesos de maduración y fermentación. ¿Acaso no es esta una imagen de la vida humana y particularmente de nuestra vida de sacerdotes? Necesitamos el sol y la lluvia, la serenidad y la dificultad, las fases de purificación y prueba y también los tiempos de camino alegre con el Evangelio. Volviendo la mirada atrás podemos dar gracias a Dios por ambas cosas: por las dificultades y por las alegrías, por las horas oscuras y por aquellas felices. En las dos reconocemos la constante presencia de su amor, que nos lleva y nos sostiene siempre de nuevo”.

En la parte final de su homilía, el Pontífice reservó un saludo especial a la delegación del Patriarca Ecuménico de Constantinopla, presente en el templo: Su Eminencia Emmanuel Adamakis, metropolita de Francia, con el auxiliar del metropolita de Bélgica y un archimandrita suizo. La víspera, Benedicto XVI les había recibido en audiencia y estos le habían entregado un mensaje de Su Santidad Bartolomé I en el que este, además, de evocar “la comunión tan deseada”, le manifestaba su “profunda alegría con ocasión de los sesenta años de la entrada de Vuestra Santidad en el sacerdocio”.

Entregados los Premios Ratzinger

Momento especialmente fuerte de las celebraciones del 60º aniversario de la ordenación fue la ceremonia de entrega del primer Premio Ratzinger, que tuvo lugar el 30 de junio en la Sala Clementina del Palacio Apostólico con una afluencia notable de cardenales y prelados de la Curia romana.

El patrólogo italiano Manlio Simonetti

Los galardonados con este premio, que algunos han definido como el Nobel de la Teología, eran el patrólogo italiano Manlio Simonetti; el abad de la abadía cisterciense de Heiligenkreuz (Austria), Maximilian Heim; y don Olegario González de Cardedal, “sacerdote y teólogo español de fama internacional y de formación igualmente internacional, puesto que estudió y trabajó en Munich, Oxford y Washington antes de ser profesor ordinario de Teología Dogmática en la Universidad Pontificia de Salamanca [UPSA]”, como recordó en sus palabras de presentación el cardenal Camillo Ruini, presidente de la Fundación Joseph Ratzinger-Benedicto XVI.

Palabras ya muy autorizadas pero menos explícitas y elogiosas de las que diría minutos después el Santo Padre. “Con el profesor González de Cardedal –aseguró Benedicto XVI– me une un largo camino común de muchas décadas. Los dos comenzamos con san Buenaventura y por él nos dejamos marcar la dirección. En una larga vida de estudioso, el profesor González ha tratado todos los grandes temas de la teología, y esto no solo reflexionando y hablando en teoría, sino siempre en relación con el drama de nuestro tiempo, viviendo e incluso sufriendo de modo absolutamente personal las grandes cuestiones de la fe y, con ellas, las cuestiones del hombre de hoy. De esa manera, la palabra de la fe no es algo del pasado; en sus obras, se convierte en algo contemporáneo a nosotros mismos”.

Es este un elogio tan autorizado y tan ajustado a la realidad que pone en ridículo a los que las semanas pasadas han cicateramente criticado al ínclito profesor de Salamanca y autor de decenas de libros memorables.

La teología en la Iglesia

Benedicto XVI no podía dejar pasar la excepcional ocasión que se le ofrecía para exponer a su auditorio algunas de sus reflexiones sobre la esencia de la teología y de su papel en la vida de la Iglesia. Escucharle este discurso fue para todos los presentes un gozo inexplicable, y es una verdadera lástima que no podamos reproducir en estas páginas este texto completo [descargue PDF].

Benedicto XVI insistió en que la teología no puede retirarse solo al campo de la historia ni tampoco concentrarse en la praxis unida a la psicología y a la sociología. “En la teología –afirmó– está en juego la cuestión de la verdad; ella es su fundamento último y esencial”.

El aleman Maximilian Heim

Luego se refirió a lo que san Buenaventura llamó la “violencia de la razón” o su despotismo, que la convierte en juez supremo de todo. “Esta modalidad del uso de la razón en la época moderna –apuntó un poco más adelante– ha alcanzado su culmen en el ámbito de las ciencias naturales. La razón experimental aparece hoy ampliamente como la única forma de racionalidad declarada científica (…). Pero existe un límite a tal uso de la razón: Dios no es un objeto de la experimentación humana. Él es un Sujeto y se manifiesta solo en la relación de persona a persona: esto forma parte de la esencia de la persona”.

El Papa vuelve de nuevo a san Buenaventura para recordar que existe otro uso posible de la razón que es la que lleva a “conocer mejor aquello que se ama. El amor, el amor verdadero no nos hace ciegos, sino videntes. De eso forma parte precisamente la sed de conocimiento, de un conocimiento verdadero del otro (…). La fe recta orienta la razón a abrirse a lo divino, para que, guiada por su amor a la verdad, pueda conocer a Dios más de cerca. La iniciativa de este camino se encuentra en Dios, que ha puesto en el corazón del hombre la búsqueda de sí mismo”.

Este discurso había estado precedido por la entrega del premio a los tres beneméritos galardonados. Fue especialmente caluroso el abrazo del Papa a Don Olegario, y de eso fueron felices testigos oculares sus numerosos familiares llegados a Roma con tal motivo, así como los alcaldes de Ávila y de Salamanca y otras personalidades.

En nombre de todas ellas habló, en el almuerzo ofrecido por la embajadora de España ante la Santa Sede, María Jesús Figa, el cardenal Antonio Mª Rouco, presidente de la Conferencia Episcopal Española (también estaba presente el vicepresidente, Ricardo Blázquez). El arzobispo de Madrid evocó sus años de convivencia universitaria con González de Cardedal en Munich y su colaboración posterior en la UPSA, así como en otros ámbitos de la vida de la Iglesia española de los últimos cincuenta años, cada uno desde sus propias responsabilidades.

En el desempeño de algunas de ellas, Don Olegario ha fraguado sólidas amistades, reflejadas en presencias en el Palazzo di Spagna, como Marcelino Oreja o Roberto Martín Villa, por citar solo a dos de los muchos seglares y eclesiásticos, entre los que no podía faltar Jesús García Burillo, obispo de Ávila, a cuyo clero pertenece el premiado teólogo.

Medio en serio, medio en broma, hubo alusiones a la púrpura cardenalicia con la que este Papa ha premiado la tarea teológica de otros, pero, como dijo monseñor Luis Ladaria, secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el mayor reconocimiento que puede hacerse a la intensa actividad magisterial y profesoral de González de Cardedal es haber hecho cercana a todos, clara y profunda la mejor teología española y, al mismo tiempo, universal. [Lea la entrevista con González de Cardedal].

En el nº 2.761 de Vida Nueva.

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