Se multiplican los cansados de vivir

Seis de cada diez jóvenes son afectados por trastornos depresivos

Los suicidios de 598 menores de 24 años durante el 2009 en el país, se hubieran podido evitar. Los agobiados padres de familia que acompañaron los restos de sus hijos suicidas a la tumba, no cesarán de hacerse esa atormentadora pregunta: ¿qué debimos hacer? Pero para ellos ya era tarde, salvo que aún se deban a otros hijos, expuestos como todos los de su edad a la tristeza, la depresión o el cansancio de vivir.

Según la Organización Mundial de la Salud en el mundo tres de cada veinte jóvenes  padecen de trastorno depresivo mayor. La Liga Colombiana contra el suicidio encuentra que en el país esa cifra se duplica: seis de cada  diez jóvenes ha contemplado la idea del suicidio.
Como si se tratara de una peste mortal, el suicidio juvenil está obligando a especialistas y no especialistas a buscar causas y soluciones para un fenómeno que año tras año crece. Según estadísticas del Instituto de Medicina Legal, los 580 suicidios registrados en el 2005 han aumentado en los años siguientes hasta alcanzar los 598 de 2009, mientras la revista The Lancet, citada por El Tiempo (03-04-11 p. 6) sentencia que hoy los jóvenes entre los 15 y los 24 años “tienen tres veces más riesgo de morir prematuramente”.
Los investigadores coinciden en sus hallazgos: es una generación que tiene que enfrentarse a causas tan diversas como la tristeza y la soledad. Y soledad más depresión, son dos elementos que, sumados en la misma persona, explican un suicidio.
Desde luego, no son las únicas causas. Las oleadas de suicidios que ocurren en el mundo de hoy dejan al descubierto otros de los riesgos a que está expuesta la vida y, sin embargo, desembocan en un motivo común: la desaparición de motivos para vivir.

Suicidio en Mampala

Ante los restos humeantes de los feligreses de la secta Los diez mandamientos en Mampala, no fue fácil explicarse por qué se habían prendido fuego. Los que pasaron por el frente de aquella iglesia certificaron que durante horas habían entonado cánticos piadosos en un ambiente de  paz y de oración bajo la conducción del  sacerdote católico Joseph Kibwetere. Sucedió el 18 de marzo de 2000 y todavía hoy siguen sin respuesta las preguntas: ¿los convenció el sacerdote de la inminencia del fin del mundo, como en la Guyana los seguidores del reverendo Jhons? ¿Fueron casos de locura colectiva? ¿O de simple fanatismo? ¿O un efecto de la poderosa fuerza de convicción del líder religioso? ¿Se trata de personas que se equivocaron de esperanza?
La respuesta más clara a esas preguntas es la que se le ha dado al caso de los 19 suicidas que estrellaron sus aviones contra las torres gemelas el 11 de setiembre del 2001: fanatismo religioso. Pero la explicación no parece suficiente.
¿El solo fanatismo, o algo más explicaría, por ejemplo,  el célebre suicidio en el año 72  de la era cristiana, de los defensores de Masada durante la revuelta judía?
En los suicidios puede haber algo de desequilibrio o de locura momentánea, afirma la gente de la calle porque no parece haber una razón lógica para atentar contra la propia vida. Según ese sentido común el máximo de los valores que uno debe preservar y defender es la propia vida. El desequilibrio consistiría en ese trastrueque de valores en que la vida resulta subordinada a otros valores: los que debieron contar para los suicidas de Kampala, o de Guayana, o para los soldados judíos de Masada.

Suicidio en la maquila

El Financial Times en una edición reciente del mes de mayo, le dedica una página a los doce suicidas que en los primeros cuatro meses de este año saltaron desde las ventanas de una maquila especializada en el ensamblaje de celulares y otros productos electrónicos. El periódico, especializado en información financiera y no en dramas humanos, estaba perplejo. Sobre todo porque, vistas las razones de esos suicidios, parecía absurdo que no se hubieran eliminado las causas. Esos obreros no habían podido soportar la mala paga, 130 dólares al mes, ni los turnos de la cadena de montaje, largos y de ritmo endiablado.
A esos jóvenes, todos  menores de 24 años, el estrés y la rabia les habían arrebatado el deseo de vivir. Desolado, Terry Gou, el coreano presidente de la empresa, ofreció subir el 20% de los salarios, contrató sicólogos y monjes budistas para darles atención espiritual a los obreros y ordenó poner mallas metálicas en las ventanas; pero el día en que lo prometió tras una visita a la fábrica, otro obrero se lanzó al vacío.
El investigador Wang Lixiong, de la universidad de Renmin en Beijing, citado por el Financial Times, sentenció: “nuestro país va en picada porque nuestra única ventaja es la mano de obra barata. Nuestro desarrollo está montado sobre una montaña de maquiladoras”. Los suicidios demostraron que ese desarrollo arrebató a esos  obreros su deseo de vivir.

Suicidio desde la piel

Dos  dermatólogos canadienses investigaron, abrumados, los suicidios de algunas de sus pacientes, 10 de cada cien, sometidas a prolongados e inútiles tratamientos contra la soriasis, esa enfermedad que llena el cuerpo de unas molestas y feas placas blancas: “El aislamiento y la depresión severa las llevan a contemplar el suicidio como opción”, concluyeron.
La causa no es solo la locura, ni el fanatismo, sino una pérdida del entusiasmo para vivir. Tal fue la misma explicación que se escuchó cuando la modelo Lina Marulanda se precipitó desde lo alto de un edificio el 22 de abril del año pasado. En esa ocasión la prensa recordó otros casos similares. Revivieron el suicidio de la escritora Virginia Woolf, de la pintora Frida Khalo o el de la exitosa actriz Marilyn Monroe; personas que todo lo tenían, talento, dinero, fama, triunfos, pero habían perdido motivos para vivir, a pesar de todo.

¿Qué les hace falta?

Los jóvenes también parecen tenerlo todo y sin embargo, aparecen inermes y desvalidos ante hechos como la pérdida de un año escolar o universitario. Esa derrota se les convierte en una razón de peso para huir de la vida. Entre la confesión de su fracaso ante sus padres o en su entorno familiar y el suicidio, prefieren esta salida, y no de manera impulsiva y atropellada. Muchos de ellos van al suicidio, preparado como un ritual, con los ojos abiertos.
Javier Augusto Rojas, director de siquiatría de Medicina Legal, citado por El Tiempo, ha comprobado que el 80% de esos suicidas juveniles ha dado aviso de su decisión “a sus padres, a sus pares, a un maestro”. Algunos de ellos ya habían intentado darse muerte y casi todos con un mensaje escrito, con algún gesto o detalle, buscan un nicho amable en la memoria de los suyos.
Aquí comienzan a multiplicarse las preguntas: ¿por qué lo hacen? ¿Cuestión de soledad, acaso? Desde la fundación Merani, el sicólogo Miguel de Zubiría respondió a los periodistas de El Tiempo con un porcentaje desconcertante: “el 65% de 10.000 jóvenes de ocho ciudades afirmó no tener un buen amigo”.

Las salidas

Sin embargo, para esta generación los medios electrónicos parecen brindar abundante y constante compañía. Cuando se examina su estilo de vida, llama la atención que no saben estar solos, siempre andan en grupos, tribus, combos o parches, o al menos mantienen un activo facebook o son adictos al chat o reúnen seguidores o siguen a alguien en twitter. La tecnología se empeña en borrar distancias entre los humanos y en abrir caminos para la comunicación instantánea y efectiva. Sin embargo, la de ahora se muestra como una generación de solitarios que un día entran en crisis cuando se encuentran sin  motivos para vivir y sin defensas internas para afrontar un fracaso.
La escuela y el hogar, secundados por los medios de comunicación los han estimulado para triunfar, les han enseñado a triunfar y han erigido como sus ídolos a los triunfadores, pero los han incapacitado para sobrevivir a las derrotas y les han negado la formación necesaria para aprender de las derrotas y para convertir en oportunidad los errores y los fracasos.
Es posible que en la búsqueda de soluciones todavía haya alguien que como el gerente de Foxconn en China, crea que los obreros dejarán de saltar al vacío al encontrar enmalladas las ventanas; una fórmula tan peregrina como la de los siquiatras que tratan a sus pacientes de vocación suicida con medicamentos que aumentarán en ellos la producción de endorfinas o sustancias  que permiten sentirse felices.
Quienes rechazan esas fórmulas por simples y elementales, están estudiando una solución entrevista en los distintos casos de suicidio vistos hasta aquí: si todos estos suicidas dejaron de encontrarle sentido y gusto a la vida, ¿es posible ayudarlos si se les dan motivos para vivir? Esos 598 menores suicidas de 2009 o gran parte de ellos hoy estarían vivos  si hubieran contado con motivos sólidos para vivir.
Uno de esos motivos, por ejemplo, sería la convicción de que hay más dignidad en continuar después de un fracaso que en el propio triunfo.
Una abuela lo enseñaba a su nieto cuando le decía que la palabra imposible no debe existir en el vocabulario de un muchacho. Sentencia que ratificó con su ejemplo Nelson Cardona, el hombre que con una sola pierna llegó a la cima del Everest: “no son las caídas las que hacen fracasar a un hombre, sino la incapacidad para levantarse y continuar”, dijo con toda la autoridad del mundo. Convertir esto en convicción es lo que hizo falta en el mundo de los 598 jóvenes suicidas. Les hizo falta el largo y sostenido proceso pedagógico para convertirlo en defensa contra la depresión y la tristeza.
Séneca, el filósofo cordobés  del primer siglo de la era cristiana, dejó escrito que “un día más es un peldaño de la vida. Cualquiera que ha dicho, ‘he vivido’, madruga cada día para una ganancia nueva”. Es una vieja filosofía que recupera su vigencia cuando entre el deslumbramiento de las nuevas tecnologías y los soberbios logros de la humanidad, un grupo humano se debate en la desesperanza de no encontrar razones para vivir. Tomar cada día que amanece como una oportunidad que debe aprovecharse avaramente, es una actitud que nadie les estimuló a los 598 jóvenes suicidas.
En todos los esfuerzos por hallar medidas preventivas del suicidio juvenil, el recurso más efectivo es la educación de la apertura al otro. En el barrio Aguablanca de Cali los habitantes señalan con agradecimiento la escuela “Senderos del saber”, una humilde casa que la profesora Elizabeth convirtió en escuela para 40 niños, cuando la artritis le inutilizó las manos y el cuerpo y quedó reducida a una silla de ruedas. Sus deseos de vivir, que se hubieran podido reducir, se intensifican cada día en el trabajo que emprendió apoyada por su esposo, trabajador en un montallantas y por su hijo de 17 años.
A un problema del espíritu, y de eso se trata, corresponde una acción del espíritu que, a su vez, impone correctivos en la relación entre padres e hijos: mayor y mejor contacto entre ellos, proyectos de ayuda a los demás, compartir descansos y trabajos y un uso positivo de los medios de comunicación; todo esto con el objetivo claro de hallarle y hacer fuerte un sentido de la vida. VNC

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