Para no matar, renunció al poder; expresidente Carlos Mesa

Aprisionado entre los férreos extremos de un dilema ético, el presidente de Bolivia, Carlos Mesa, decidió renunciar. Al hacerlo puso en tela de juicio el uso de la fuerza para mantener el poder.
Javier Darío Restrepo.

Afuera reverberaba, junto con el sol ardiente de los páramos, la gritería de la muchedumbre irritada que dominaba la Plaza Murillo. Los gritos ascendían hasta las salas, los despachos y gabinetes, penetraba a través  de los gruesos cortinajes y rompía en pedazos el silencioso sosiego del Palacio Quemado.
De pronto sucedió lo increíble: “un grupo de adolescentes del Colegio Ayacucho se había congregado delante de la fachada del palacio y, perfectamente coordinados, empezaron a apedrear las ventanas de la Casa de Gobierno”. Cada uno había llenado de piedras su mochila de colegial que llevaba a la espalda. Todos los vidrios de la primera planta y algunos del segundo quedaron astillados entre un estruendo de cristalería rota.
El presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, cinco ministros y el vicepresidente, huyendo del ruido que impedía su diálogo, se habían refugiado en un dormitorio alejado y allí continuaron su deliberación sobre asuntos de presupuesto y sobre la situación de orden público que se estaba viviendo. El vicepresidente Carlos Mesa, a quien debo los anteriores datos, recuerda: “volví a la ventana exterior de la salita casi furtivamente, y lo que ví era el infierno. Disparos de gases, una nube de humo, esporádicos estampidos de bala, el busto del presidente Villarroel colocado abajo del poste, donde fue colgado por una multitud enardecida. El hall lleno de soldados asustados y desconcertados. Los gases habían inundado todo. Un par de militares sellaron la oficina donde estábamos con masking plateado para evitar el paso de los gases”.
A las tres de la tarde era evidente que la ciudad, sin gobierno, sin policía, estaba abandonada a su suerte. Era el 12 de febrero de 2003 en La Paz, la capital boliviana.
Ocho meses después, tras la renuncia del presidente Sánchez de Lozada, el vicepresidente Carlos Mesa tomaría posesión como presidente constitucional del país.
Hablábamos de estos episodios en un andén, frente al aeropuerto de Miami, mientras  aguardábamos el paso de una buseta del hotel. El expresidente y yo habíamos iniciado la conversación en Atlanta, antes de abordar el avión que llegó con retraso para la conexión que ambos debíamos hacer para un vuelo nocturno a La Paz.
En la larga espera de un día, del vuelo siguiente, las horas se me hicieron cortas por el creciente interés que encontré en un interlocutor que además de sus conocimientos de historia (es historiador), de filosofía, ética y derechos humanos (preside una fundación que se ocupa de estos temas) de medios de comunicación y cine (ha escrito dos libros sobre cine y antes de ser presidente hacía periodismo de televisión en un espacio de opinión y análisis), además de todos estos temas ofrecía para mí el interés de ser un hombre que renunció a la presidencia de Bolivia antes que ordenar al ejército poner orden en las calles y en las carreteras, mediante el uso de las armas. “La defensa de los principios éticos, una visión moral y un concepto básico de defensa de la vida, me impidieron volver a formar parte del gobierno”, diría cuando un periodista le preguntó si tendría el valor de matar.
En efecto, el día de la renuncia de Sánchez de Lozada, el 17 de octubre de 2003, cuando aún no había tomado Mesa posesión de la presidencia, en medio del humo de las barricadas que cercaban la sede de gobierno, apremiado por el comandante del ejército que esperaba sus órdenes porque, le dijo, su Fuerza estaba a punto de ser rebasada, le ordenó  que “por ninguna razón debían darse instrucciones de disparar, pasara lo que pasara”. La misma orden se repitió el 9 de junio de 2005, cuando marchaban hacia la ciudad de Sucre, manifestantes de Oruro y Potosí: “De manera expresa y categórica di orden de no usar armas de fuego, por ninguna razón”.
En cualquiera de estas circunstancias hubiera podido echar mano de los recursos legales que respaldaban una acción de fuerza, pero su conciencia, con jurisdicción superior a la de cualquier ley, no se lo hubiera permitido.
Lo oigo expresar  este pensamiento como un contrapunto a la lógica de Maquiavelo sobre el ejercicio del poder. Según Mesa se debe obedecer a las realidades más que a las razones: “no estoy con la filosofía de quienes creen que la razón de Estado lo justifica todo”.
Ese pensamiento fue  otro de los motivos de su ruptura con el gobierno. Ese día, 12 de octubre de 2003, el presidente y el vicepresidente habían dejado atrás los explosivos, los gritos y los gases y se habían refugiado en la residencia presidencial. Durante tres semanas habían ardido los conflictos en las calles, en las carreteras y frente al palacio presidencial. Sobre la mesa del comedor quedaban los restos de un almuerzo paceño y, repantigados en los muelles sillones los dos habían encendido sus puros. Aún no les habían llegado los datos sangrientos de la jornada.
Con los ojos cerrados y como si hablara para sí mismo, el presidente Sánchez comenzó a hablar: “estamos enfrentando el momento de la verdad. Si quienes defendemos la democracia no imponemos el orden constitucional, esta va a ser arrasada por los que quieren destruirla”.
Su vicepresidente lo miraba por entre la nube de humo de su tabaco. Sánchez decía que era su obligación constitucional recuperar el orden e imponerlo mediante el uso legítimo de la fuerza.
En ese momento La Paz era una ciudad sitiada: las carreteras bloqueadas, movilización en El Alto, el municipio vecino al aeropuerto, y cortadas las líneas de abastecimiento de combustibles y de alimentos. En una acción desesperada se había formado un convoy de 25 carrotanques que debían bajar desde El Alto hasta la capital, escoltados por tanques de guerra y patrullas de soldados.
Ni el presidente, ni el vicepresidente sabían que, mientras fumaban sus puros, aquel convoy avanzaba hacia la ciudad entre el ruido seco de los disparos con que el ejército pretendía neutralizar a los francotiradores que se proponían hacer explotar los carrotanques llenos de combustible. Ese día el transporte de combustible para La Paz, dejó en su camino 27 muertos.
Cuando la noticia se supo y el presidente Sánchez de Lozada la evaluó  como un costo inevitable de la guerra, el vicepresidente Mesa supo que no podía continuar en el gobierno.
Después vendrían,  la renuncia de Sánchez, presionado por las fuerzas de oposición comandadas por el líder sindical Evo Morales y el juramento de Carlos Mesa como presidente.
Ese 17 de octubre lo recuerda, hora por hora, visitante tras visitante de un día intenso, de modo que a las ocho de la noche, escribe, “por fin me quedé solo”. Desnudo, bajo la ducha caliente “solo con mi conciencia, decidí lo que haría en mi gobierno: 1.- Recuperar el respeto a la vida y a los derechos humanos de mis compatriotas; 2.-Convocar una Asamblea Constituyente; 3.- Convocar un referendo sobre el gas y cambiar la ley de hidrocarburos, que habían sido los detonantes de los conflictos que agitaban al país; 4.- Gobernar sin partidos políticos; 5.- Austeridad, transparencia y honestidad. Mesa ejerció la presidencia desde su casa de habitación.
Fue el programa que una hora después expuso ante el país. Un noticiero que transmitía el acto de posesión partió la pantalla, de modo que los televidentes pudieron ver la ceremonia de posesión, a un lado, y en el otro, el despegue del avión de LAB desde el aeropuerto de Santa Cruz de la Sierra con el presidente Sánchez de Lozada a bordo, rumbo a Miami. Atrás quedaban los 70 muertos de la confrontación social ocurrida bajo su gobierno.
Fue parte de la herencia que debió lidiar en los dos años siguientes hasta que, por fidelidad a sus principios, tuvo que renunciar. Le pregunto por qué, puesto que siempre representó la esperanza de cambio para su país.
“Mi compromiso fundamental había sido el respeto de los derechos humanos, más un conjunto de desafíos de transformación de la sociedad, y cuando llegué a un punto de volver sobre una crisis que ya había sido superada, con tensiones de la derecha y de grupos más radicales de la zona andina, vino un momento difícil para mantener mi palabra de respeto de los derechos humanos. De un lado me pedían la nacionalización inmediata de los hidrocarburos, del otro lado pedían el cierre del congreso y la necesidad de garantizar las inversiones. Había una contradicción imposible de resolver; esas presiones se transformaron en motines callejeros que sitiaron el centro del poder: el palacio de gobierno y el palacio legislativo y tuve que tomar la decisión que implicaba un dilema moral. Yo debía quedarme como presidente hasta el año 2007, que era el período que debía completar y para ello hubiera tenido  que sacar el ejército para recuperar el orden seriamente afectado. Mi decisión fue no sacar el ejército, ni reivindicar mi derecho legítimo. Tenía la certeza de que la recuperación del orden podía costarle la vida a mis compatriotas. Esta era una situación para mí imposible. Y presenté la renuncia antes que poner en riesgo la vida de mis compatriotas”.
Después de grabar este testimonio, el expresidente me hace el recuento de los hechos mezquinos y de los nobles gestos a que daría lugar el proceso de sucesión. Recordó el gesto de alivio con que su esposa y sus dos hijos habían acogido su decisión, las voces de conciudadanos solidarios con sus principios y la alegría de volver a ser un ciudadano común, cuando abandonó el palacio presidencial, conduciendo el automóvil familiar.
La vieja política, representada por el presidente del congreso, le negó la pensión a que tenía derecho; a pesar de todo escribió: “mi renuncia debe demostrar que el desprendimiento es posible e indispensable cuando uno quiere de verdad, por encima de todo, la ventura de vivir en el lugar que ama”.
Su paso por la presidencia y por la historia de Bolivia quedó resumido en su frase, de concisión lapidaria: “Llegué para construir la paz, y me fui para garantizarla”.
Si en el futuro a mayor conocimiento, más proximidad a la fe, ¿cuál es el papel de la Iglesia en estas materias?
Hay ateos porque no sabemos hablar de Dios. Pero es que la tarea de la Iglesia se perfecciona a través de siglos. No la podemos ubicar en un momento, hay que darle tiempo. La Iglesia ha cumplido una tarea utilísima para la humanidad, que es la de mantener una tradición tan bella, la presencia de Dios en la historia. Y su encarnación en Jesucristo. La diferencia entre las religiones, tiene que superarse. Hay algo que se va superando por los mismos hechos, no porque así se diga. La presencia de Dios en la historia, es histórica. Lo bueno de la Iglesia es que siempre tiene un pie en la tierra, con muchas imperfecciones, porque está manejada por hombres, pero está aprendiendo la lección: respetar a los científicos. Está llegando una época en que los científicos van a poder navegar con más tranquilidad. VNC
TEXTO: Javier Darío Restrepo FOTOS: VNC

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