Las enfermedades de la salud en Colombia

Acababa de cerrarse la puerta metálica de la cárcel de La Picota sobre los cuatro contratistas acusados por el robo billonario de los dineros públicos, cuando explotó en los medios de comunicación el escándalo del robo a la salud.

Escuchando las cifras descomunales, los colombianos creyeron encontrar la explicación de numerosos episodios dolorosos: enfermos que han muerto a la puerta de los hospitales; enormes filas de gente humilde que buscan una cita médica; insensibilidad de médicos y de administradores ante enfermos graves que requieren tratamientos urgentes; y el mezquino suministro de las medicinas, siempre  escasas en las EPS y cada vez más costosas en las droguerías.
En el senado se escuchó la expresión que en el primer momento sonó hiperbólica: han sido más las muertes producidas por el sistema de salud, que las de la violencia. Cuando se hicieron cuentas, resultó que la frase era justa.
Desesperados por la lentitud y la tramitología para obtener una ayuda urgente que requería una crisis de salud, en el año 2009, 100.490 colombianos tuvieron que acudir a la acción de tutela para que, por la vía de la justicia,  les concedieran lo que les debían como un derecho, las entidades de salud.
Siguiéndoles la pista a los dineros públicos, girados para  la salud, los investigadores encontraron, asombrados, que en lugar de invertirse en los pacientes, había la posibilidad de que  se hubieran convertido en costosas propiedades en Dubai, Panamá, México, Suiza o en las islas Caimán.
Un parecido asombro, mezclado con indignación, fue el que produjo la revelación de que  $825.760 millones de pesos que debían haberse invertido en medicamentos, hacían parte de las ganancias de 3 EPS, las entidades prestadoras de servicios de salud.
Algunos medicamentos esenciales habían tenido alzas del 246%, 227%, 136% o 120% en  manos de los intermediarios acreditados para suministrar medicinas de bajo costo a los pacientes.
Se agregó a las anteriores quejas la de la baja calidad profesional de las EPS, que no superaron la calificación de 60%, en una encuesta especializada. Algunas de esas EPS resultaron manejadas por paramilitares que, tras apoderarse de los recursos para la salud, habían asumido su control, con evidentes objetivos políticos.
Ante el descalabro y el escándalo, la pregunta obvia es la que las personas se hacen ante una enfermedad grave, ¿cuál es su etiología? Porque por el camino de las causas es posible llegar a las soluciones.

La etiología del mal

Tanto en los debates del congreso como en las columnas de opinión y en las reacciones de los lectores y ciudadanos del común, hubo, con algo de justicia no exenta de apasionamiento, un señalamiento predominante: la Ley Cien fue una plataforma propicia para los abusos.
La Ley Cien, pensada y aprobada en 1993 para ampliar el cubrimiento del sistema de salud, logró su objetivo y hoy abarca más del 90% de la población;  amplió en un 100% la atención prenatal y entre 1993 y el 2006 aumentó las consultas médicas en un 50%. Según datos de la Fundación Corona, del 2.9% de la población que accedían a los servicios de salud en 1993, se llegó al 56.7% en el 2005. Y si en 1993 pagaban sus citas médicas el 49% de los pacientes, hoy lo hace solo el 7.5%, los demás están cubiertos por el sistema.
Es lo que aparece en las cifras oficiales y en estudios especializados. Pero más allá de las cifras se está descubriendo otra realidad.
Para los críticos de la Ley Cien, más severos después del escándalo de los abusos, esta fue una iniciativa que “tomó como pretexto social la salud de los más pobres”, según expresa el médico Luis Fernando Gómez.
Agregan los críticos que los abusos y las fallas de la ley se explican porque un intermediario interfirió en la relación médico paciente, contaminándola. En efecto, convirtió la acción del médico en parte de una operación empresarial. Además, y como agravante de la presencia de los empresarios, se agregó la muy débil, casi inexistente, vigilancia del funcionamiento del sistema, hecho que explica la magnitud que han llegado a tener los abusos con los dineros y de que son víctimas  los usuarios del sistema de salud.
Una gestión con un alto componente humanitario, ha sido degradada al convertirse en parte de un proceso empresarial, con efectos negativos para los usuarios. La atención del paciente ha quedado subordinada al propósito de reducir costos para aumentar las ganancias; la remuneración del médico es proporcional al número de pacientes que pueda atender. En los últimos 18 años, en vez del médico atento a las explicaciones del paciente, los enfermos colombianos encontraron un médico atento a su reloj o a su celular.
Por tanto cada vez fue menos posible detectar patologías, porque estas hubieran alterado, elevándolos, los costos, puesto que se habrían impuesto tratamientos. La misma política de reducción de los costos hizo impacto en el suministro de medicamentos que, finalmente, tuvieron que ser urgidos mediante el mecanismo de las acciones de tutela. En 2009 de 370.640 tutelas elevadas ante los tribunales, 100.190 tuvieron que ver con la salud. Fue el recurso que los pacientes encontraron para urgir al molondro aparato oficial. Las acciones de tutela, a su vez fueron utilizadas para cobrar dos veces el mismo servicio.
La ley finalmente fue calificada como perversa porque propició la fiebre de ganancias exorbitantes e indujo prácticas perniciosas, que le restan dignidad a la profesión médica.

La degradación de los médicos

La introducción de una lógica empresarial donde imperaban los mandatos de la solidaridad, hizo de la medicina una profesión para ganar, no para curar, según sentenció en el senado el congresista Jorge Robledo. Los defensores del sistema argumentan que antes de 1993 la situación de los pacientes en Colombia era peor; así reaccionó el ministro de protección del gobierno Santos; pero los hechos demuestran que los instrumentos legales pensados para extender el cubrimiento de los servicios de salud, lograron su objetivo pero a cambio del sacrificio de la calidad.
La calidad de la atención médica y la de los propios médicos, cayó.
Desde el Centro Médico de la universidad de Georgetown, el director del centro de bioética, Edmund Pellegrino dio la explicación de esa causa: “las consideraciones éticas debe preceder a las económicas, si es que la medicina ha de permanecer como una empresa moral”, dijo. Pero la Ley Cien antepuso los criterios económicos.
El médico, convertido en empresario y en defensor de los intereses de los aseguradores que lo obligan a reducir los costos como condición para no disminuir su propio ingreso, es un profesional que pierde el alma de su profesión y que se extravía en la confusión perversa que resulta de que los condicionamientos económicos sean los que indiquen qué es lo bueno y lo correcto. A esos condicionamientos  se suma la interferencia que introducen los intermediarios en la relación médico paciente.
El sistema no le permite al paciente la libre elección de su médico de confianza; al mismo tiempo ese sistema regula el acto médico, esa interacción apoyada en la confianza con que médico y paciente se comunican sin limitaciones. La Ley Cien ha creado, en efecto, un médico que siempre está de prisa y al que no le interesa escuchar a sus pacientes porque para él el tiempo es oro, el paciente no.
Esos médicos, obedientes a la presión de la empresa que ordena reducir los costos; y a su propio interés: cuantos más pacientes atienda, más dinero recibirá; y cuantos menos costos genere, con mayor seguridad recibirá su paga. Encerrados entre la férrea lógica empresarial, los médicos de las EPS, ven la degradación progresiva de su profesión y la pérdida creciente de su credibilidad. VNC

La devaluación del paciente


El paciente ha dejado de ser el centro de la habilidad profesional del médico; porque todo en la práctica médica  gira alrededor de los costos. Esta degradación profesional no fue querida, pero sí propiciada por la Ley Cien. Acogiéndose a un concepto clásico de la medicina que le da a la atención en salud el rango de bien meritorio, o sea que no se le puede negar a nadie, la Ley Cien propuso y obtuvo el acceso de toda la población al bien de la salud, pero escogió el medio equivocado: la conversión de la salud en una gran empresa, y con ello abrió la puerta a perversiones como el negocio de los medicamentos, hoy uno de las puntas afiladas del iceberg del escándalo.
Medicamentos que multiplican su precio, cobros dobles de los medicamentos, campañas para inducir la compra compulsiva de vacunas como la que describió el médico e investigador Germán Velásquez, a propósito de la Ah1N1, convertida en negocio descomunal.
Se suman todos los factores: Ley Cien transformada en empresa, y ejercicio profesional de la medicina degradado por la presión empresarial; concepto del ser humano reducido a medio para un fin; falta de controles y clima de permisividad, han dado por resultado la catástrofe de la salud.
Quedan atrás como asuntos anacrónicos, juramentos como  aquel  que reza: “el médico no tendrá otro objetivo que el bien de los enfermos”, y adquiere acento de profecía la clasificación que hacía Platón de los médicos:  uno es el que atiende a hombres  libres que “parece que no quisiera solo curar al paciente sino educarlo, enseñarle medicina y convertirlo en médico”. El otro es el médico de esclavos: “no habla con el paciente, no explica nada porque toma al paciente como un medio para curar, como una simple rutina”.

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